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Lady Di, la tumba sin paz: las intrigas palaciegas, el dolor de sus hijos y la teoría del ataúd vacío

Viernes 8 de Septiembre del 2023

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El 6 de septiembre de 1997 Diana de Gales fue despedida en Londres en una ceremonia impactante, forzada por el amor popular más que por la convicción de Isabel II. Muchos años después, el príncipe Harry, hijo menor de Lady Di, se quejó de que él y su hermano William, entonces de 12 y 15 años, habían sido expuestos a un show público muy doloroso, sin siquiera poder llorar. La exposición mediática de su madre no terminó con su muerte, ocurrida el 31 de agosto en un accidente automovilístico, cuando escapaba de los paparazzi. Continúa.

Diana de Gales se mató en un accidente automovilístico junto con Dodi Al-Fayed, su pareja, el 31 de agosto de 1997, en París. Escapaban de un batallón de paparazzi en un Mercedes que estaba para chatarra, manejado por Henri Paul, jefe de seguridad del hotel Ritz que había mezclado alcohol y psicofármacos. Se decía que ella estaba embarazada de Dodi. Fuera verdad o no, la pareja seguía, más que nunca, en la mira de la prensa y de la realeza. Lady Di, divorciada en 1996 del príncipe Carlos tras haberlo acusado de humillarla, era un estorbo para su familia política, y sobre todo para su ex suegra, la reina Isabel II. Las molestias causadas por Diana a la Casa Windsor no terminaron con su vida. Al contrario: muerta, las incrementó. Su funeral, el 6 de septiembre de ese año, estuvo envuelto en intrigas palaciegas, parte de un culebrón monárquico.

Dos días después del accidente en el puente del Alma, el gobierno de Tony Blair y la Casa de Windsor pactaron que Diana -fallecida tras el choque en el hospital Pitié Salpetriere, a los 36 años- fuera despedida con solemnidad aunque sin pompa, en una misa discreta en la abadía de Westminster. La idea era evitar un funeral de Estado, estilo Winston Churchill, o una fastuosa ceremonia imperial. Pero el intento de bajar el perfil fúnebre, impulsado por la ex suegra de la difunta, iba a fallarles. No tomaban en cuenta que Diana seguía siendo un símbolo -disruptivo, pero símbolo al fin- de la realeza, no sólo por ser madre de William, heredero de la corona. Diana era, sobre todo, una mujer amada por el pueblo. Isabel II, que había concedido que su féretro fuera repatriado de Francia con un estandarte real, tuvo que ir retrocediendo a medida de que las flores, anónimas y espontáneas, fueron tapando la entrada del palacio de Kensington, donde su ex nuera vivía tras el divorcio. Su segunda concesión fue el permiso para ampliar el recorrido del cortejo fúnebre, pero siempre con la idea de un duelo discreto.

Cambio de
estrategia fúnebre

En aquellos días previos al entierro, reinaba una incertidumbre imperial. Isabel II seguía de vacaciones en el castillo escocés de Balmoral, y nadie aseguraba que estuviera en la ceremonia. Tampoco se sabía si era correcto que Elton John, amigo íntimo de la difunta, entonara el himno. Ni siquiera quedaba claro si la corona iba a permitir que los hijos de Diana y Carlos, William y Harry, de 15 y 12 años, acompañaran al féretro. La bandera del palacio de Buckingham ondeaba bien al tope, nada de media asta. El hiperbólico diario británico The Sun pareció más preciso que nunca: “Desde la muerte de Diana no ha salido una sola palabra de los labios reales -publicó-. No se ha derramado una sola lágrima en público. Es como si nadie de la familia real tuviera alma”. Cual político ante un focus group preelectoral, la realeza, que no necesita consensos populares pero tampoco quería ponerse al pueblo en contra, cambió de estrategia en los días siguientes: dejó los lacónicos comunicados oficiales y pasó a una puesta en escena de congoja propia.

Isabel II se levantó por fin del trono estival en Escocia y, el 5 de septiembre, dio un discurso de tres minutos por televisión en el que definió a Diana como “un ser humano excepcional al que admiré y respeté por su energía, aliento y sobre todo por su devoción a sus hijos”. Parecía de verdad conmovida. Hasta remarcó que no se dirigía a sus súbditos en carácter de reina sino de abuela, y que lo hacía de corazón. Los asesores le habían pedido que, como golpe de efecto, a sus espaldas se viera un gran ventanal con la multitud dolida. Y así fue. En vísperas del funeral, Buckingham asumió el luto: el estandarte real fue reemplazado por la bandera británica, que, ahora sí, fue izada a media asta. El cálculo oficial era que 100 mil admiradores de Lady Di la despedirían. Se quedaron algo cortos: más de 2 millones de personas, que habían acampado en Hyde Park y St. James Park, participaron del funeral el 6 de septiembre en Londres, mientras 31 millones lo seguían por televisión. William y Harry, tan inocentes como impotentes, acompañaron el féretro hasta Westminster, donde esperaban 2 mil invitados vip encabezados, claro, por Isabel II.

Harry el triste

El príncipe Harry -hoy duque de Sussex- recibió la noticia de la muerte de su madre en Balmoral. Se la anunció su padre, actual rey Carlos III, luego de que su abuela Isabel pidiera que retiraran los televisores del castillo. A Harry le costó creer lo que escuchaba. Fantaseó, durante horas, que su madre había fingido el accidente para escapar de los curiosos y que pronto se comunicaría con él y su hermano. Sintió deseos de llorar pero se contuvo, para mantener hierática la tradición familiar y por protocolo. “Cuando me quitaron a mi madre a los 12 años, justo antes de cumplir los 13, no quería la vida -le contó a Oprah Winfrey en 2021, para la serie documental “El yo que no puedes ver”-. Lo que más recuerdo del funeral es el sonido de los cascos de los caballos por el centro comercial, el camino de ladrillos rojos. En este punto, mi hermano y yo estábamos en shock. Mostrábamos una décima parte de la emoción que mostraban los desconocidos que nos rodeaban en la calle. Veía llorar a la gente a mi alrededor y pensaba: ‘Esta es mi mamá. Ni siquiera la conociste’. Ellos podían procesar la muerte mejor que yo. Finalmente, dejé de pensar en todo eso porque me resultaba demasiado doloroso”.

En una entrevista con la revista Newsweek también explicó aquel calvario preadolescente: “Mi madre acababa de morir y tuve que recorrer un largo camino detrás de su féretro, rodeado de miles de personas mirándome, mientras millones más lo hacían en la televisión. No creo que un niño deba hacer eso bajo ninguna circunstancia. No creo que suceda actualmente”. Y, en su libro de memorias “Spare”, lanzado en enero de este año, agregó datos sobre la escala posterior: el traslado del féretro desde Londres hasta la finca de Althorp, donde Diana fue enterrada en una pequeña isla en el centro de un lago. “Mi hermano y yo lo vimos por televisión. Decían que mi madre llevaba las manos cruzadas sobre el pecho, con una foto mía y de Willy, posiblemente los únicos dos hombres que la quisimos de verdad. Y, desde luego, los dos que la quisimos más. Durante toda la eternidad le sonreiríamos en la oscuridad. Y quizás fue esta imagen, mientras retiraban la bandera y el ataúd descendía al fondo de la fosa, la que me superó. Mi cuerpo sufrió una convulsión, se me hundió el mentón y empecé a llorar sin control, con las manos sobre la cara”.

El pelo de William

Entre los 2 mil invitados vip al funeral de Diana de Gales estuvieron Tom Hanks, Steven Spielberg, George Michael, Luciano Pavarotti, Tom Cruise y Nicole Kidman. También hubo políticos de primera línea, como Margaret Thatcher, Tony Blair o Nelson Mandela, y miembros internacionales de la realeza. Anna Wintour, Karl Lagerfeld y Donatella Versace -que había enterrado a su hermano Gianni apenas un mes antes acompañada por Diana- fueron los representantes del mundo de la moda. El cuerpo de Diana fue enterrado con un vestido negro largo diseñado por Catherine Walker. Elton John cantó “Candle in the Wind”, originalmente dedicada a Marilyn Monroe, con la letra cambiada. El “Adiós, Norma Jean, pese a que nunca llegué a conocerte” se convirtió en “Adiós, rosa de Inglaterra, tal vez crezcas en nuestros corazones”. Esta versión se convirtió en la más vendida de todos los tiempos en Inglaterra y se mantuvo durante catorce semanas al tope del ranking de los Estados Unidos.

El ataúd de Diana, de 320 kilos, estaba forrado en plomo. Ocho soldados de la guardia británica, elegidos para transportarlo, habían ensayado los días previos. Phillip Bartlet, uno de ellos, declaró que la superficie de mármol de la abadía le hizo sentir que marchaba por una pista de patinaje sobre hielo. Otro, Nigel Enright, juró que nunca olvidaría las expresiones de desolación de William y Harry y admitió que, una vez que volvió a su puesto, él, un adulto que no acababa de perder un familiar cercano, lloró sin parar. William había hecho todo por contenerse, como su hermano. “Aquella procesión fúnebre fue lo más difícil que me pasó en la vida, una caminata larga, triste y solitaria -reconoció años después-. Tenía que tratar de mantener el equilibrio. Luchaba por ser el príncipe William, y aportar mi granito de arena en la ceremonia, y no convertirme en el William privado, que sólo quería entrar en una habitación y llorar a solas”. En un documental de la BBC, confesó que usaba su pelo como “cortina de seguridad”: mientras mantuviera la mirada clavada en el piso, nadie podría ver sus lágrimas ni su gesto triste.

La tumba incierta

Tras la ceremonia, la Guardia Galesa transportó por última vez el féretro de Diana. El coro cantó una pieza escrita por el compositor John Taverner que cita a “Hamlet”: “Que los vuelos de los ángeles te canten para tu descanso”. William le dio un fuerte apretón de manos a Harry. Antes de que el cortejo fúnebre comenzara el viaje hacia Althorp, la escala final, se hizo un minuto de silencio en todo el país. Después, el coche fúnebre arrancó entre fuertes aplausos y comenzó un viaje de 122 kilómetros bajo la lluvia de flores. Se había evaluado que Diana fuera enterrada en la bóveda familiar de una iglesia, pero luego, por cuestiones de seguridad, se optó por una isla en los terrenos Althorp, la casa en donde ella se había criado y que pertenecía a los Spencer desde hacía cinco siglos. Fue inhumada, más exactamente, en una isla del lago Round Oval, creado en 1868. Charles Spencer, su hermano, dijo que el agua y el barro actuarían “como un freno para las intervenciones de los locos y los curiosos con tendencias morbosas”.

Pero el “Descansa en paz” jamás aplicó para Lady Di. En 2017, a veinte años de su muerte, la periodista y escritora Concha Calleja publicó el libro “Diana, réquiem por una mentira”, en el que afirmó que el cuerpo de la difunta no estuvo en su funeral ni en su entierro. “El cortejo funerario que despedía a Diana en Londres era de más de 13 kilómetros y estaba encabezado por sus dos hijos, su ex marido, Carlos de Inglaterra, y su hermano, Charles Spencer. Dos millones y medio de admiradores mostraban en las calles su respeto y cientos de millones en todo el mundo lo seguían por televisión. En mi libro demuestro que el tan venerado ataúd estaba vacío. Los hijos eran chicos, aunque con los años fueron conscientes de la verdad. El resto de la familia, lo sabía; sus amigos, no. Elton John no supo que le cantaba a un ataúd vacío”.

La suegra muerta

Según Calleja, tras haber hecho una investigación, concluyó que “los restos de Diana fueron trasladados el 3 de septiembre al pueblo del que son oriundos los Spencer, Great Brington. El cuerpo no descansa en el mausoleo que erigió su hermano en una islita artificial de Althorp, la finca familiar. Diana fue incinerada y está enterrada en la cripta de Santa María en la que yacen veinte generaciones de los Spencer”. Y sin embargo, en “Spare”, Harry reveló que el año pasado llevó a su esposa, Meghan Markle, a conocer la tumba de su madre, en Althorp, a 25 años de su muerte. “Ninguna visita a este lugar fue fácil, y ésta menos. Era la primera vez de Meg. Por fin, yo traía a casa a la chica de mis sueños para que conociera a mamá”, escribió. Y también: “Puse flores en la tumba. Meg me concedió un momento, y hablé con mi madre en mi cabeza. Le dije que la extrañaba; le pedí orientación y claridad. Sentí que Meg también necesitaba un momento: rodeé el seto y me detuve a observar un rato el estanque. Cuando volví, Meg estaba arrodillada, con los ojos cerrados, las palmas de las manos contra la piedra”.

Infobae