Sacar las máscaras de la violencia
“
¡Papá, mis cosas, mi casa, mi perro!”: una niña de seis años lloraba mientras un incendio consumía su vivienda. Fueron diez casas y ocho vehículos quemados en un ataque terrorista en Carahue, hace apenas una semana.
En el país en que vivimos alguna vez, con todas sus imperfecciones, sus desigualdades y su pobreza, un testimonio como este habría provocado una conmoción nacional. No ha sido así.
Tras el brusco despertar del estallido social y los casi dos años de pandemia, algo se nos congeló en el alma. El de Carahue no es el primer ataque terrorista en la “macrozona sur”. Antes tuvimos ataques de todo tipo, incluyendo la muerte del matrimonio Luchsinger-MacKay hace cuatro años, y decenas de atentados. El resto de nuestra geografía no luce mejor. En Santiago y otras ciudades, las manifestaciones legítimas terminan rutinariamente desbordadas por saqueadores y delincuentes. Y en Iquique, “tierra de campeones”, una turba descontrolada quemó las pertenencias de un grupo de inmigrantes ilegales. El fuego destruyó muñecas, juguetes y, sobre todo, las esperanzas de quienes confiaban en que Chile es “el asilo contra la opresión”.
Las preguntas, hoy, son: ¿hasta cuándo?, ¿habrá una voz que condene estos actos de barbarie?
En los mismos treinta años que detonaron la protesta, quizás lo más grave fue que nos quedamos sin autoridades morales. La Iglesia Católica, que había sido un faro de esperanza durante la dictadura, se hundió en la miseria de algunos sacerdotes y obispos. Eso explica que, como institución, no hable y que, si hablara, probablemente no sería escuchada. En vez de los grandes políticos del pasado, sólo tenemos débiles sombras. Su respuesta ante los desafíos de los últimos dos años ha sido lastimosa. Les importa más asegurarse una eventual reelección que orientar a la ciudanía. Quienes se presentaron como renovadores han caído en las mismas prácticas que antes condenaron con juvenil entusiasmo.
Hasta ahora nadie ha dado una sólida respuesta a la violencia, convertida en el pan nuestro de cada día. Es cierto que siempre la ha habido en la historia de la humanidad, comenzando con Caín y Abel. Pero ninguna historia del pasado más remoto ni las atroces guerras de nuestro tiempo justifica la insensata violencia a la que estamos expuestos.
En este ambiente, va quedando la que puede ser nuestra última esperanza. Los filósofos, y los hay de valor excepcional en nuestro país, están levantando su voz.
No es el único ni el primero, pero Jorge Millas apuntaba en la dirección correcta, empezando por el rechazo a la violencia y sus máscaras, su recordado libro de 1975:
“Confrontamos el hecho terrible de que en nombre de los valores que el propio hombre ha creado, el hombre concreto se convierte en algo que puede “trascenderse”. Así se comprende que hagamos política, poesía lírica y hasta metafísica de la violencia, como si las víctimas no existieran, o, existiendo, carecieran de importancia o, teniéndola, fueran sólo factores abstractos de abstractas ecuaciones históricas”.
Millas hacía ver algo fundamental que también hemos perdido: “es preciso distinguir conceptualmente entre la fuerza con la que se valen los violentos para sus fines políticos, del legítimo (y circunscrito) monopolio por parte del Estado.”
Nunca lamentaremos lo suficiente su muerte. Nos hace mucha falta. Aquí y en Carahue.