Mundo plástico
Eduardo Pino A.
Psicólogo
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En un verano particularmente noticioso, el domingo pasado entró en vigencia una ley que si bien no ostenta el impacto ni la atención de otras, es de aquellas normas que presentarán una injerencia a largo plazo en el estilo de vida de las personas. Es la ley 21.368, promulgada el 13 de agosto del año pasado que viene a regular los plásticos de un solo uso, empleados especialmente en el rubro alimenticio. Algunas cifras nos deberían alarmar, como las más de 33.000 toneladas en desechos de este tipo que anualmente producimos en nuestro país, con el agravante de un reciclaje menor al 10%. Por si fuera poco, con un promedio de 51 kilos por persona Chile ostenta una de las mayores producciones de desechos plásticos en el mundo, ingresando casi al top ten y liderando esta parte del continente. Para que hablar de las estimaciones mundiales de millones toneladas en nuestros océanos o de los 500 años en que este tipo de material podría llegar a degradarse. Pero cuando las cifras parecen aturdirnos o dejar de tener sentido debido a que no logramos dimensionarlas (nuestra mente no logra evaluar la diferencia concreta entre mil, diez mil o cien mil toneladas), basta con darse una vuelta por nuestro entorno para darnos cuenta del triste e indignante panorama de encontrar basura plástica en prácticamente todas partes, desde calles y plazas hasta escenarios donde la naturaleza debería ser respetada.
Los que fuimos niños en los 70s y 80s vivenciamos la masificación de este tipo de plásticos. Pasamos de llevar la botella de vidrio al almacén a sólo traer el producto envasado, o la fascinación que nos provocaban las bombillas que se doblaban gracias a un corrugado que supuestamente nos hacía más cómodo beber el líquido. Se fue descartando la bolsa de género o la malla para ir de compras al mercado pues todo nos sería entregado en bolsas plásticas que nos facilitaban la vida. Nadie parecía pensar en las consecuencias que algunas décadas más tarde nos traería este estilo de vida que se consideraba una muestra evidente de progreso, pero que como tantas cosas careció de un abordaje estratégico que posibilitara su compatibilidad con la naturaleza humana y un ecosistema que parecía soportarlo todo.
Como lo hemos abordado en otras ocasiones, desde la perspectiva de la motivación humana existe un trecho de gran importancia entre presentar una intención de conducta hasta realizarla de manera concreta y efectiva. Esto cobra especial relevancia en las actitudes que llevan a una conducta más ecológica hacia el medio ambiente. Prácticamente todas las personas presentan intenciones de conducta respecto al cuidado de su entorno, expresando que es importante proteger la naturaleza y evitar su contaminación. Pero en la práctica mayormente observamos conductas depredatorias al ensuciar indiscriminadamente y de variadas formas los lugares que se visitan o incluso en que se vive. Las riveras de nuestros mares y ríos son una prueba irrefutable de esto, pues ya en varias décadas hemos comprobado que el problema no es el plástico mismo, sino la escasa educación y conciencia del envenenamiento que causamos debido a nuestra desidia, comodidad y escasa inteligencia del rol que nos compete ante la necesidad de un equilibrio sustentable.
Por esto es que esa generación que vivimos el cambio a lo desechable, como la que ha nacido en una “cuna de plástico” en que su única realidad ha sido descartar de manera fácil y sin proyectar estas consecuencias, debemos valorar estas leyes aunque nos provoquen incomodidad y no podamos ver efectos hasta en muchos años más, ya que si juntamos los esfuerzos de todos a través de las políticas de Estado, los agentes productivos y la educación de la población; quizás estemos a tiempo de mejorar a largo plazo nuestra calidad de vida y bienestar gracias a un mayor equilibrio con los ecosistemas naturales, dando el salto desde la intención a la verdadera conducta responsable con el medio ambiente.