Los derechos del error
No frecuento mucho las redes sociales, pero cuando lo hago quedo impresionado de la agresividad y virulencia con que se tratan, mutuamente, los partidarios de las opciones del apruebo y del rechazo para el próximo plebiscito constitucional. Unos y otros han hecho de la descalificación del que piensa distinto uno de sus mejores argumentos para promover sus propuestas, y de la exclusión de otros pensamientos -con todo tipo de etiquetas- la mejor defensa de sus propios puntos de vista.
Esta parodia de discusión se afirma en la convicción de que la verdad pertenece al propio grupo, por lo que se descarta como falsa cualquiera otra opinión, entonces sólo hay una postura verdadera, la del propio grupo, haciéndose imposible cualquier intento de diálogo. Así, se instala en muchos la tendencia simplista a mirar el mundo en blanco y negro, a dividir a las personas en “buenos” y “malos”, y donde los supuestos “buenos” son absolutamente buenos, y obviamente los supuestos “malos” son totalmente malos. Cualquiera puede constatar que este dualismo entre “los nuestros” y “los otros” ha dejado un reguero de dolores y sufrimientos a lo largo de la historia humana: divisiones, enfrentamientos, guerras, aniquilación de los que son distintos o piensan distinto.
En el texto evangélico que hoy se lee en las celebraciones litúrgicas hay una escena que puede iluminar este asunto. Dice el texto: “Jesús se encaminó con decisión hacia Jerusalén y envió mensajeros que se adelantaran y le prepararan alojamiento en un pueblo de samaritanos. Pero allí no quisieron recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Cuando sus discípulos, Santiago y Juan, vieron esto, dijeron: “Señor, ¿quieres que mandemos caer fuego del cielo y los destruya?” Pero Jesús se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo” (Lc 9,51 – 55).
Sucedía que los samaritanos eran considerados herejes por los judíos, los cuales no perdían la ocasión de humillarlos y, a su vez, los samaritanos no dejaban pasar ocasión de devolver el desprecio a los judíos. Jesús reprendió a sus discípulos y no aceptó la intolerancia con la que no admitían que otros pensaran distinto y con la que buscaban imponer a fuego sus puntos de vista.
Eso de que el error no tiene derechos es el fuego que ha alimentado las hogueras de todos los talibanes de la historia, de todas las ideologías políticas y religiosas, de todos los racismos y formas de discriminación y exclusión. En el texto evangélico que comentamos, Jesús dejó en claro que los samaritanos -estén equivocados o no- tienen derecho a ser respetados, a pensar distinto y a vivir de un modo distinto.
El penoso simplismo dualista que se apodera de muchos al juzgar las situaciones en que hay opiniones diversas, manifiesta una terca ceguera al mirarse a sí mismos y a los demás. Ceguera que impide reconocer la verdad y virtudes presentes en el otro, al tiempo que distorsiona la imagen que se tiene de sí mismo, pues impide ver y reconocer los propios límites y errores. Cuando alguien divide el mundo en “buenos” y “malos”, esa persona se sitúa -obviamente- en el lado de los “buenos”; de manera que la ceguera dualista conduce inevitablemente al ridículo de aplaudirse a sí mismo, apoyándose en la descalificación y el desprecio a otros.
Es complicado todo esto, porque quién vive prisionero de pensar y de ver el mundo sólo en blanco y negro se siente dispensado del diálogo con el otro, se siente liberado de la autocrítica y del reconocimiento de sus propios errores, se siente eximido de reconocer las semillas de verdad en el otro. Al final, se siente dispensado de buscar la verdad en medio del trigo y la cizaña que crecen juntos, porque… ¿para que buscar la verdad si él piensa -ingenuamente- que ya la posee?
Estoy seguro que nadie quiere un futuro así, en blanco y negro, para nuestro país; en particular, considerando que ya lo hemos sufrido dolorosamente en un pasado no lejano, y algunas de sus heridas aún siguen sangrando. La historia -que es la maestra de la vida- muestra que las transformaciones de fondo siempre son hijas del diálogo y la comprensión, las que superan los estrechos dualismos y permiten reconocernos en una unidad fundamental como país, más allá de las diferencias que tengamos.
En la tradición espiritual cristiana hay un principio que fue formulado hace cinco siglos por Ignacio de Loyola, señalando que hay que estar más dispuesto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla, para así acoger la verdad que puede haber en ella. Es la búsqueda conjunta de lo que es común y de lo diverso, es la fecundación mutua con lo que cada uno aporta; es, en definitiva, el reconocimiento sincero de que no somos autosuficientes. Sin esta actitud de fondo, la democracia queda reducida a un trágico juego de poder, en que como ocurre en todos los mares del mundo, el pez grande se come al más chico.