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Transgresión en Avenida Colón

Miércoles 29 de Marzo del 2023

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Víctor Fugellie

 

Tenía 13 años cuando me sumergí en un tupido bosque en uno de los montes que franquea al brazo principal del río Tres Brazos. El día menguaba, el bosque se cubrió de un sepulcral y arrollador silencio que detuvo mi expedición y elevó repentinamente mis palpitaciones acompañadas de un miedo intenso con escalofríos que contrajeron mi fortaleza. Tuve la sensación de que los árboles entrelazaron sus frondosas cabelleras orientándolas en la dirección que marcaba mi desplazamiento emitiendo, al mismo tiempo, una espiración que sólo el silencio podía escuchar. Sólo por el gemido de un árbol que se desplomaba recuperé mis estados de conciencia. Al enfrentar a ese viejo roble magallánico caído, recién pude reflexionar y aceptar que había asistido a un rito de expiración que sólo era posible si sus pares hubieran sido alertados por algún tipo de señales que los mantuvieran conectados. Una vergonzosa antinomia invadió mi intelecto pues tuve la alegría de comprender que los árboles se comunicaban, que hablaban entre sí, despreocupándome del tributo rendido.

Los avances de la ciencia y las investigaciones en los últimos años, especialmente desarrolladas por la ecóloga canadiense Suzanne Simard comprobaron que efectivamente los árboles están conectados entre sí y que no sólo se comunican, además ayudan al árbol que está afectado. En este caso el caído debería haber correspondido a un árbol añoso identificado como madre, el que debió haber acelerado su flujo de carbono hacia los más cercanos y noveles antes de caer. La silente experiencia vivida debe haber extremado mis sentidos y ahora comprendo que el intenso miedo fue en realidad una conexión inesperada con esa maravillosa red.

¿Pero qué ocurre cuando se talan sin identificar a los árboles madre o los más viejos?  En ese caso, la ecóloga Suzanne Simard detectó que toda la red puede colapsar. Es el caso de la indiscriminada explotación de los bosques nativos del sur de Chile que tan sólo entre los años 2000 y 2016 se redujeron en una superficie equivalente a seis millones de hectáreas, no cabía otra opción que colapsar. ¿Cómo habrán sufrido esos árboles al ser totalmente devastados? sobre todo por mi convencimiento de que disponían de la capacidad de alertarse. A la insaciable hambruna de los grandes consorcios forestales con sus plantas de celulosa que alcanzaron una velocidad de proceso de hasta dos árboles por segundo poco importan el empobrecimiento del lugar explotado, la desprotección del suelo, su erosión, sus residuos de materia orgánica con alto contenido de carbono que queda expuesta como combustible apto para iniciar una combustión e incomprensible, la pérdida de millones de formas de vidas de las cuales algunas ni siquiera alcanzaremos a identificar. 

Es fraudulento postular que con árboles de rápido crecimiento tales como el pino radiata será posible recuperar el hábitat perdido que a la naturaleza tomó miles de años en moldear. Urge actualizar las leyes forestales vigentes en el país, algunas tan ridículas como aquella que prohíbe la tala a menos de 100 metros de un humedal protegido según la convención Ramsar.

Nuestra citadina experiencia marca entre otros, un hito que motivó el texto que hago público. Nuestra querida Gabriela Mistral, plantó un árbol, ya centenario y en el cartel que da cuenta del circuito MISTRALIANO que lo antecede se puede leer:

SIC¨
.la poetisa plantó este bello árbol, en homenaje y cariño a la ciudad que la albergó, y a la que tanto afecto siempre tuvo¨.  En otro párrafo se lee SIC
¨Una ciudad sin árboles es una masa opaca y brutal de edificios, que endurece el corazón de sus hombres¨

 Si la ciudad pudiera silenciarse, entonces captaríamos el enorme esfuerzo que los árboles de la avenida están realizando para asistir a ese árbol cuyo sufrimiento no tiene mejor palabra para describirlo que el propio silencio. La red completa debe estar enviándole el máximo de flujo de carbono, nitrógeno, fósforo y agua a riesgo de colapsar. Hay un compartir que pone en riesgo a los más añosos, mas no pueden recuperarlo. Asistimos a una muestra más de cómo el homo sapiens vuelve a romper el equilibrio en la naturaleza.

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