Necrológicas

¡Vamos Jerusalén!

Por Marcos Buvinic Domingo 2 de Abril del 2023

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Este Domingo los cristianos comenzamos la celebración de la llamada “Semana Santa”. Lo hacemos con el “Domingo de Ramos”, recordando la entrada del Señor Jesús en Jerusalén. Estos días son -para todos los cristianos- los días más importantes del año, porque a la luz de lo que celebramos en ellos es que tienen sentido todas las otras semanas, meses y años de nuestra vida, renovando nuestra decisión de fe de seguir al Señor Jesús en su camino de vida entregada como el Servidor de todos. Así, a la luz de la entrega del Señor Jesús y del triunfo de su resurrección, tienen sentido los afanes y luchas de cada día; incluso se llenan de sentido el dolor, el sufrimiento y aún la misma muerte. 

Por cierto, este lenguaje puede sonar extraño a quienes sólo tienen un recuerdo respetuoso de que en estos días se hace memoria de la muerte del Señor Jesús, o a los oídos de quienes sólo ven la ocasión de unos días de vacaciones; probablemente un descanso merecido, pero sin contenido. Sin embargo, por extraño que pueda sonar para algunos, en las celebraciones litúrgicas de estos días, los cristianos proclamamos que la vida entregada de Jesús y su resurrección son la respuesta de Dios a las preguntas y a los anhelos más profundos del ser humano.

Les invito a que miremos un poco más de cerca el acontecimiento que recordamos este Domingo de Ramos. El Señor Jesús dice a sus discípulos “vamos a Jerusalén”, en medio del creciente rechazo y hostilidad que sus palabras y acciones han ido despertando en las autoridades políticas y religiosas de los judíos.

La multitud lo aclama con ramas de olivo y de palmas (acá en la Patagonia, usamos ramas de coigüe) como al Mesías esperado: cantan “Hosanna al hijo de David”, y pocos días después esa misma multitud gritará “Crucifíquenlo, crucifíquenlo”, defraudados porque no es el guerrero que liberará a Israel de la opresión extranjera.

Cuando el Señor Jesús entra a Jerusalén sabe bien que allí va a vivir una confrontación definitiva con todas las fuerzas que buscan doblegar a los hombres y mujeres, y mantenerlos en una situación inhumana: esclavos del egoísmo y de sí mismos, esclavos de la búsqueda de poder, esclavos del afán de dinero y la violencia, esclavos de la falsa religiosidad e hipocresía. Son las esclavitudes que llamamos “pecado”, y que frustran el anhelo de una vida en paz unos con otros y con Dios.

Cuando el Señor Jesús entra en Jerusalén no lo hace ingenuamente, sabe con quienes tiene que enfrentarse y sabe que el mal se vence con el bien, que el odio se vence con el amor lleno de perdón, que el egoísmo se vence con la generosidad de una entrega sin reservas, que la mentira se vence con la verdad, que el poder opresor se vence haciéndose servidor, que la falsa religiosidad se vence haciendo la voluntad del Padre, que la violencia se vence con la no-violencia activa. El testimonio que conscientemente el Señor Jesús viene a dar en Jerusalén es que el pecado -en cualquiera de sus formas- no tiene la última palabra.

Cuando el Señor Jesús llega a las puertas de Jerusalén, viendo la compleja situación que enfrenta, podría haber dicho a sus discípulos “vámonos de vuelta a Galilea, y sigamos recorriendo las aldeas donde la gente nos aprecia y sigamos haciendo el bien a tanta gente”. Pero, entonces… ¿cómo sería creíble el anuncio de un Dios que se compromete hasta el final con una humanidad esclavizada y empecatada?, ¿cómo sería creíble que una vida entregada hasta el final es la verdad más honda del amor de Dios?, ¿cómo sería creíble que Dios perdona todo y siempre, y que nunca es una amenaza para el ser humano?, ¿cómo sería creíble que el amor que Dios nos tiene es más fuerte que la muerte? 

Recorriendo su camino, el Señor Jesús encontró tanta resistencia que al final lo mataron, pero El siguió caminando y permaneció siempre como Servidor; nunca se transformó en la antítesis del Servidor, que es el dominador y aprovechador. Así, también es como muere, invocando el perdón de Dios para los que lo matan. El Señor Jesús murió como vivió, siempre como el Servidor de todos y mostrando el rostro amoroso de Dios que es más fuerte que la muerte. En su resurrección nace el Hombre Nuevo, una humanidad renovada por el Espíritu de Dios.

Entonces, los ramos de coigüe que este Domingo llevamos a nuestras casas son signo de nuestra acogida y bienvenida a Jesús; con el signo de los ramos le decimos al Señor Jesús “bienvenido a este hogar, aquí te aclamamos y te seguimos como el Señor de nuestras vidas”. Al poner los ramos en nuestras casas, le decimos a Jesús que El es el verdadero dueño de casa en ese hogar.

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