¿Ideologías al servicio de las personas?
Cada uno de nosotros a lo largo de la vida va adquiriendo los principios que influirán en nuestro pensamiento y forma que abordaremos las situaciones. Nuestra madurez nos permite ir avanzando en la comprensión de aspectos cuya complejidad nos permitía en etapas iniciales sólo un abordaje parcial e, incluso, inexistente. No basta sólo con expresar que las experiencias nos posibilitarán aprender esto, pues debe precisarse que el “aprendizaje significativo” permitirá una mayor eficacia en su uso y mantención en el tiempo, pues cuando le encontramos un sentido a nuestras ideas, emociones y acciones, se produce una identificación que nos permite crecer y desarrollarnos genuinamente como personas. ¿Cómo precisar y reconocer este “aprendizaje significativo? Por su permanencia en el tiempo, fuerte carga emocional asociada y disponibilidad permanente para recurrir en nuestro auxilio cuando se nos presentan situaciones donde debamos tomar decisiones. Un ejemplo de esto es la adquisición de valores, esas construcciones que nos inculcaron hace tiempo y hoy están presentes para expresar lo que se cree correcto.
Éste no es un proceso fácil ni exento de costos, los que muchas veces no estamos dispuestos ni preparados para asumir. Gran parte de las resistencias ante este proceso de aprendizaje se basan en las interacciones con las demás personas, las que dependiendo de su influencia pueden ser nuestro mejor aliciente y apoyo, o un pesado lastre en el camino hacia el bienestar tan anhelado.
Aunque lo natural es esperar que las opiniones acerca de algunas temáticas se vayan matizando a lo largo de los años, debido a que la realidad es cambiante al igual que nuestras etapas de vida y sus necesidades e intereses, otras veces observamos a personas que parecen petrificadas en el tiempo respecto a sus evaluaciones en diferentes ámbitos. Esta rigidez tienden a valorarla de manera muy positiva, utilizando conceptos como consecuencia o fidelidad. En gran parte este funcionamiento está influido por la adherencia casi incondicional a ideologías que dictaminan los paradigmas adecuados de cómo concebir el mundo, entregando decálogos que se deben seguir de manera irrestricta, omitiendo todo indicio de pensamiento crítico que pueda llevar a discrepancias. Lo correcto no estaría dado por el análisis pertinente de la realidad y sus condiciones, si no por el apego a principios que no admiten crítica y se nutren más del pasado que de las contingencias. El ideólogo a ultranza se acostumbra a utilizar criterios del “todo o nada”, del “bien y el mal” y especialmente clasifica a los demás en “estás conmigo o en mi contra”. Le cuesta, por eso ni lo intenta, cuestionar debilidades e inconsecuencias de su propia ideología (por más evidentes que se observen), pues admitirlas sería mostrar una intolerable debilidad que sería aprovechada por sus adversarios.
Por eso, me declaro poco optimista cuando, en el ejercicio de la política, algunos de sus actores que buscan mayor protagonismo se declaran a favor de las personas y sus necesidades, para en la práctica mostrar que su lealtad genuina está declarada hacia su ideología. Sólo de esta manera se puede comprender tanta incongruencia en vociferar las debilidades del contrario, en circunstancias que las propias resultan tan o incluso más grotescas. Si bien esta miopía intelectual no es nueva, parece que desde hace un tiempo se ha vuelto tan habitual que corremos el riesgo de insensibilizarnos ante su permanente ejercicio, subiendo nuestros umbrales de asombro.
Por eso, como ciudadanos debemos cuidar nuestra convivencia como sociedad, evitando caer en la indiferencia de dejar en manos de los ideólogos fanáticos nuestras decisiones más relevantes, que sólo nos llevarán al sometimiento de una realidad donde el valor de las personas queda al servicio de estas ideologías de turno.