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“Me eduqué en los tiempos de la universidad gratis y bajo el principio de trabajar para el prójimo”

Domingo 23 de Abril del 2023

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   – Señora, ¡ayúdeme! ¡Ayúdenos!, por favor.

Así le suplicó Tomás González, obispo de Punta Arenas. Ella sabía quién era, pero no lo conocía. Sólo lo vio una vez cuando, a través de una amiga que hizo las gestiones, el religioso llegó a bendecir su casa en el Cerro de la Cruz. 

     – Tengo -dijo ella- que ver lo que hay y lo que se puede hacer. Yo vengo, sin que me paguen un peso durante un mes y hago un diagnóstico. ¿Qué le parece? 

Sí -contestó el sacerdote-, pero hágalo en menos de un mes. ¡Es urgente!

Entonces, se hacía inminente enfrentar  de manera coordinada la crisis económica de los ochenta, el alto número de detenciones, la violencia desmedida, los abusos de autoridad, la vulnerabilidad en la integridad física de los arrestos y el apoyo a cientos de personas que solicitaban ayuda.  

El pacto quedó sellado en marzo de 1983 y la asistente social de la Universidad de Chile, Paulina Echeverría Surhoff, asumió el programa de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos del Obispado de Punta Arenas. La iniciativa que empezó a liderar quedó estructurada en cuatro secciones: Exilio y Derechos Humanos, Sección Asesoría Jurídica, Asistencia Jurídica y el Programa de Educación Cívica “Proyecto Belén”.  

A partir de ese día, siempre tuvo certeza de la entrada al trabajo, pero nunca de la salida, porque a las cuatro de la mañana le podían avisar de un bombazo, la detención de un menor o el viaje inesperado para asistir a alguna persona relegada en alguno de los puntos de la extensa región de Magallanes.  

Gestionar, coordinar, apoyar a víctimas de violencia y documentar en informes las atrocidades de la dictadura eran el trabajo cotidiano. Además, tenía el nexo directo con la Vicaría de la Solidaridad y otras organizaciones nacionales que defendían los derechos humanos.

Hoy, parte de esa década trágica de Magallanes está disponible en la Fundación de Documentación y Archivo Vicaría de la Solidaridad (FUNVISOL).   

“Siempre en la universidad nos repetían: ‘Ustedes son los privilegiados de Chile y tienen el deber de atender al pueblo’ y con ese principio me eduqué, porque la educación era gratuita y teníamos una misión”, dice y sus ojos se hacen más verdes cada vez que recula hacia el pasado.

Descendiente prusiana por madre, llegó el año 1968 a la región, cuando apenas tenía 27 años, junto a su marido Eduardo Espina y una hija de apenas un año. “Necesitaban ingenieros en construcción en la Corporación de la Vivienda (Corvi) y se lo pidieron a mi esposo y nos vinimos sin conocer el lugar ni a nadie. Los dos teníamos el mismo principio”, dice tajante. 

Su primer trabajo en la región fue en un programa de participación en Obras Públicas, era de las pocas profesionales con experiencia en el trabajo comunitario y tenía que convencer a pobladores de Punta Arenas y Puerto Natales de la importancia de contar con agua potable. “Eran otros caminos, sin pavimentación y otros tiempos, de largos viajes. Un trabajo muy bonito, nunca tomé tanta agua en mi vida, porque en cada casa que se instalaba el servicio me ofrecían un vaso. Pero, tanto viaje por caminos difíciles me costó la pérdida de un bebé. Después hice algunos reemplazos, en el Seguro Social y en el trabajo con menores, siempre de asistente social, hasta que me llamó el obispo”, confiesa.

– Imagino hay muchas historias y casos que le tocó atender mientras estaba en el Obispado.

– “Todos los días la realidad me sorprendía. Recuerdo un día que entra una señora llorando, lo único que deseaba era que su hijo exiliado en Estados Unidos pudiera compartir con su marido que padecía un cáncer terminal. No veían al hijo hace años, se lo llevaron cuando tenía 17 años, muy joven, acá se detuvo a muchos menores de edad y, como tantas veces, empezamos a gestionar y la providencia nuevamente nos salvó”, hace una pausa, la mirada se torna acuosa y cuenta que justo andaba la representante de la Acnur en Chile (la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), una alemana y le pide que interceda por el joven ante el ministro del Interior. Luego describe el momento en que le va a dar la noticia a la familia:

“Voy a la casa para avisarle a la señora y veo al hombre enfermo. Sale ella corriendo y empieza a gritar. ‘¡Viejo, viejo, llega nuestro hijo, llega nuestro hijo!’. Era cerca de la Navidad, esos días como que el hombre se recuperó, nunca le dijeron que venía sólo por unos días y ahí por el Año Nuevo, más o menos, falleció. El hijo alcanzó a estar en el funeral y de ahí directo al aeropuerto, le habían dado un permiso de sólo 15 días. Fue muy doloroso y emocionante, la universidad te prepara, pero siempre hay cosas más fuertes. Uno tiene que partir por la necesidad que la gente siente, no por lo que a ti se te ocurra”.

En otra ocasión, debe viajar de urgencia a Cameron, Tierra del Fuego, y entregar apoyo a un joven relegado, tildado de extremista, buscarle pensión, establecer nexos con la comunidad. En otras, le toca gestionar la defensa jurídica de jóvenes detenidos, denunciar la violencia desmedida o los permanentes abusos de la autoridad.

“Este fue un trabajo de equipo y solidario a todo dar, con abogados, voluntarios, párrocos. Lo más bonito fue para mí que no hubo competencia entre los distintos organismos de derechos humanos. Si me enviaban un caso de Puerto Montt, yo lo atendía o si yo pedía ayuda, igual. Imagínate que cuando fue el Puntarenazo vino el abogado Roberto Garretón de la Vicaría de la Solidaridad a reforzar nuestro equipo jurídico”, recuerda y los puntos suspensivos del silencio quedan flotando en la casona de tres pisos. Un lugar en que la fuerza de la gravedad parece horizontal, porque la mirada siempre escurre hacia el estrecho de Magallanes. En ese espacio las dimensiones del living y comedor extienden sus límites a toda la ciudad que entra por las ventanas y los barcos parecen muebles que navegan por la casa en cámara lenta.

A Paulina, le tocó lidiar con el Puntarenazo y el bombazo a Fátima. Dos acciones que marcaron la década de los ochenta. “Pocos saben que el Obispo Tomás González visitó a los padres del militar que puso la bomba (Patricio Contreras). Fue hasta Puente Alto, a conversar con ellos. El era hijo único y esa familia estaba destrozada”, dice. Tuvo en sus manos el carné que fue encontrado en el lugar de la explosión y vivió todo el proceso de miedo y organización del barrio 18 de Septiembre.  

Desde su experiencia, se permite una reflexión final para los tiempos actuales: “La educación de los derechos humanos es vital y los derechos humanos son compromisos, gestos y acciones concretas, no sólo palabras o quejas. En los tiempos de crisis, siempre aflora la esperanza. Hay que tener fe, nunca perderla”, sentencia.

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