A propósito del sentido del trabajo
Mañana, 1° de Mayo, se conmemora en casi todo el mundo el Día del Trabajo y de los Trabajadores. En los calendarios de casi todos los países está marcado como un día feriado, y eso está muy bien, porque la culminación del trabajo es el descanso, contemplando la obra realizada. También es un día en que las organizaciones de trabajadores, junto con conmemorar la larga historia de luchas laborales, renuevan su búsqueda de justicia y dignidad en las condiciones sociales de cada país.
Es, también, una ocasión propicia para que podamos mirar y reflexionar acerca de nuestra propia relación con el trabajo. Una relación que, para casi todas las personas, es de amor y de odio. Quizás nos gusta el trabajo que hacemos, pero las condiciones laborales son injustas e indignas; quizás el trabajo es interesante, pero el ambiente laboral es malo y las relaciones humanas son un desastre; quizás recibimos un buen sueldo, pero estamos haciendo un trabajo que no nos llena y nos deja insatisfechos; quizás el trabajo nos demanda sacrificios (ausencia de la familia, largos tiempos de viaje, rutinas insufribles, etc.) que nos parece que no valen la pena; quizás cuando trabajamos, queremos descansar, y cuando descansamos queremos volver a trabajar. Y cada uno puede completar esta lista de “quizás”.
Pero, cuando nos falta el trabajo, el problema se vuelve mayor, y no sólo por los dramas económicos y familiares que trae la cesantía, sino también porque, ante la falta de trabajo nos sentimos impotentes y en nuestra psiquis nos empieza a rondar una sensación de no sentirnos valorados, y nos acecha el fantasma de la inutilidad. Es también el drama de muchas personas mayores que declaran que uno de sus mayores problemas es el de sentirse inútiles, porque una necesidad humana básica es la de sentirnos útiles, sentir que servimos para algo.
Esta relación de amor y de odio con el trabajo no es, simplemente, a causa de los vaivenes tormentosos de nuestra sicología personal, sino que tiene que ver con algo mucho más de fondo; tiene que ver con el sentido del trabajo en nuestras vidas y nuestra necesidad de sentirnos útiles. No nos basta con realizar una tarea y recibir un salario justo para vivir una buena relación con el trabajo.
Una antigua historia medieval, del tiempo en que en Europa se construían las grandes catedrales que hoy nos maravillan con la calidad de la obra y su belleza arquitectónica, puede ayudarnos a mirar el sentido del trabajo en la vida de cada uno.
Allá por el siglo XIII, un niño se acercó a una cantera donde cientos de hombres trabajaban y dijo al primero que encontró: “Buenos días, señor, ¿qué está haciendo?” El hombre, que golpeaba un bloque de piedra con un mazo y un cincel, le contestó de forma desabrida: “¿no lo ves?, estoy picando piedras, como me dijo el capataz”. Luego, el niño se acercó a otro trabajador que sudaba a chorros, mientras silbando hacía su trabajo sin pausa: “Buenos días, ¿qué está haciendo que le parece tan divertido?”. “¿Qué estoy haciendo? ¡Estoy construyendo una catedral! Una catedral que será la más hermosa de todo el país”.
Los dos trabajadores hacían lo mismo y con el mismo esfuerzo, pero con una mirada y una actitud distinta frente a su tarea. El primero hacía una “pega” que le habían mandado, y el otro veía el producto final y el sentido de su trabajo; el primero era lo que se llama un “ganapán”, el segundo era una persona que, junto con obtener su salario, veía el sentido de su esfuerzo y se sentía colaborando a una obra colectiva.
Son dos actitudes bien distintas con las que podemos enfrentar nuestra vida laboral: hacer un trabajo que llena de sentido la vida del trabajador en una obra colectiva, o hacer una pega y ser -simplemente- un ganapán descomprometido. Los sistemas laborales que hoy dominan no ayudan mucho a dignificar la vida del trabajador; más bien, tienden a formar ganapanes que hacen pegas sin destino para sus vidas y no les importa mucho el resultado final de una obra colectiva, siempre que puedan mantener su puesto de trabajo.
La doctrina social católica insiste en la prioridad del trabajo sobre el capital, pues en el trabajo se juega la dignidad de cada persona y no la mera ganancia de los que detentan el capital. La dignificación de cada trabajador, hombre o mujer (¡y de los pensionados!), también tiene que ver con el sentido del trabajo en la obra colectiva de la creación, y es un deber de justicia y un camino de humanización para la vida de la sociedad.
En este Día del Trabajo y de los Trabajadores, también damos gracias a Dios por su trabajo: la obra creadora de cada día y nuestras vidas, y lo hacemos recordando las palabras del Señor Jesús, el Carpintero de Nazaret, que nos dice: “mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo siempre”.