Se nos muere el fútbol
Lo sucedido este fin de semana en el estadio Ester Roa de Concepción no se puede catalogar como un hecho violento más, de los muchos que hemos observado en el último tiempo en nuestros estadios, en especial después de octubre del 2019, en que el catálogo de incidentes se ha multiplicado exponencialmente. La mezcla de emociones negativas provocada, que va desde la rabia e impotencia ante inadaptados que no parecen tener Dios ni Ley, hasta la tristeza de observar como cada vez el deporte más popular de nuestro país se va deteriorando, en una desvalorización que no parece tener freno ni límites de asombro para que alguien diga: “¡Basta!” de manera seria.
Para quienes aún no evalúan la importancia de los acontecimientos del domingo pasado, debe precisarse que providencialmente nadie salió herido de gravedad ante las agresiones, que incluso pudieron traer como resultado la muerte de algunos de sus protagonistas, como son jugadores, cuerpo arbitral o funcionarios de medios de comunicación. A diferencia del último clásico en el Monumental, donde las barras de manera criminal apuntaban fuegos de artificio en contra de su adversario, esta vez los mismos que supuestamente profesan el amor por sus colores atentaron en contra de sus propios representantes, a los que supuestamente van a apoyar incondicionalmente. No le podemos echar la culpa a barras visitantes, pues en este tipo de partidos de alta convocatoria ya hemos normalizado la imposibilidad de una convivencia civilizada entre energúmenos recalcitrantes que no dudan en atentar la integridad de un semejante sólo por vestir una camiseta distinta. Una vez más un puñado de decididos indignados es capaz de arruinar el panorama familiar y de esparcimiento de una multitud que desde diferentes latitudes se ilusionaba con alentar al equipo de sus amores, ese que en los últimos años ha andado a los tumbos y tenía la gran oportunidad de alcanzar el liderato después de años teñidos de penurias. Pero más allá de la usurpación deportiva que sufrieron jugadores y cuerpo técnico, más allá que al equipo laico una vez más se le cerrará probablemente otro estadio donde jugar, en un peregrinaje interminable en busca de localidades que le reciban debido a la falta de un reducto propio, que con hechos como éste cada vez se ve más lejano pues en todas partes el rechazo es automático debido a esta verdadera “lepra” de violencia que llevan los equipos populares a los recintos que visitan; más allá de las sanciones económicas y que impedirán que el público decente, ese que va a ver y disfrutar fútbol sin tener la intención de dañar a otros sólo porque la ignorancia, el desequilibrio mental o la pobredumbre de valores humamos justificarían que la violencia es la manera de legitimar un rol en esta sociedad, la que sería culpable de provocar una frustración eterna que disculparía todo.
Más allá de todo esto, este domingo parece que una vez más constatamos la impericia de quienes deben estar a cargo de la seguridad, de la inteligencia para evitar que pasen estos incidentes, en una mezcla de inoperancia y falta de voluntad real para adoptar medidas efectivas. Lo que pasó no fue casual ni azaroso, tuvo colaboración, omisión o negligencia (o todas las anteriores) de personas a cargo de la seguridad, de funcionarios y autoridades que cobran un sueldo (no menor) por un trabajo que durante años sólo ha incrementado su deficiencia y carácter decorativo. Desde guardias sin preparación ni recursos y con escasa disposición a colocar orden, hasta autoridades cuya reacción ante los problemas se limita a decir: “Interpondremos querellas a quienes resulten responsables”; la permisividad de quebrantar la ley aumenta producto de la indiferencia, miedo e incluso conveniencia; mientras el tumor crece, haciendo que los partidos se suspendan, los aforos se reduzcan, las familias se alejen del estadio y una actividad tan vital y arraigada en la identidad de nuestro país como es el fútbol, vaya mutando en un paria que nadie desea tener cerca, con la esperanza que aparezca un “Eliot Ness” que venga a imponer soluciones mágicas, aún sabiendo que hay demasiados intereses creados para que todo siga igual o que a nadie le importe continúe empeorando.
El fútbol agoniza y, cuando caiga en estado de coma o incluso se nos muera, lo vamos a echar mucho de menos.