Necrológicas

– José Luis Ampuero Pena
– Guillermo Antonio Soto Santana
– María Angela Muñoz Bustamante
– María Matilde Ibarrola González

El chip defectuoso que casi desata la Tercera Guerra Mundial y los otros seis errores que pudieron terminar en desastre nuclear

Miércoles 7 de Junio del 2023

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Hace 43 años, los radares americanos detectaron que 220 misiles nucleares rusos se dirigían a Estados Unidos, que puso en marcha un sistema de defensa que contemplaba el ataque nuclear a la URSS. Era una falsa alarma: había enloquecido un chip que costaba 46 centavos de dólar. No fue la primera vez que casi vamos a la destrucción total por un fallo técnico, un yerro humano o una tontería grande como un pino. Tampoco será la última.

No es por alarmar, pero estamos todos vivos de chiripa. En el último medio siglo pudimos sucumbir al desastre de una guerra nuclear muchas más veces de las imaginables. Una guerra nuclear, tal como está mandado, podría provocar la muerte de unas tres mil millones de personas, son cálculos optimistas, la desaparición de especies animales y la supervivencia bien acotada del resto de la vida humana en el planeta siempre y cuando el estallido no hubiera provocado un “invierno nuclear”. En tal caso, nos convertiríamos en los dinosaurios de la era moderna y nadie sabría más de nosotros hasta que una nueva especie humana, de perfil incierto, desenterrara nuestros fósiles miles o millones de años después, si es que ya entonces no somos petróleo.

En los años 60, el Presidente de Estados Unidos, John Kennedy, sintetizó todo en una frase: “En caso de una guerra nuclear, los sobrevivientes envidiarán a los muertos”. Kennedy era un tipo de mente brillante, acaso adelantada a su época caracterizada por líderes un poco anquilosados; también fue un gandul de una vida sexual promiscua e imprudente, actividad que no lo privó de coraje, audacia y sentido común. Siempre temió que bajo su gobierno se desatara una guerra nuclear por accidente. Leyó un libro extraordinario sobre el origen de la Primera Guerra Mundial, “Los cañones de agosto”, de Barbara Tuchman, hizo comprar un par de decenas de ejemplares y los repartió a los miembros de su gabinete para que tomaran nota. Así y todo, Estados Unidos casi entra en conflicto nuclear con la Unión Soviética en manos de Nikita Khrushchev, cuando el líder soviético ordenó instalar, e instaló, misiles nucleares en la Cuba de Fidel Castro: apuntaban todos a Estados Unidos. Estuvimos a un pelo de la guerra total.

Si la decisión de borrarnos a todos del mapa estuvo durante años en manos de los líderes mundiales, como lo está también hoy, la incorporación de la tecnología, la más sofisticada, la más adelantada, la más segura, agregó un condicionante más al riesgo de la guerra: que la tecnología falle. No puede fallar, pero… Hoy deberíamos alzar una copa para celebrar que hace cuarenta y tres años, el sentido común privó sobre todo lo demás, ciencia, tecnología, paranoia y temores, y la guerra no estalló. Fue la madrugada en la que enloqueció un chip.

El 3 de junio de 1980, cerca de las tres de la mañana, los centros de control del Pentágono detectaron que doscientos veinte misiles nucleares, lanzados tal vez desde submarinos soviéticos, se dirigían hacia Estados Unidos. Doscientos veinte misiles nucleares son muchos misiles nucleares. Los esfuerzos defensivos están siempre apuntados a interceptar y destruir un arma nuclear de ataque antes de que llegue a destino. Después es tarde incluso para una respuesta acorde al ataque. Es un ajedrez peligroso y siempre fatal. Lo extraño de aquella madrugada fue que algunos radares no detectaban ataque alguno, y otros centros de vigilancia decían que los misiles eran veintidós y no doscientos veinte. Veintidós misiles, igual son muchos misiles, pero algo raro había en todo eso.

Los encargados de los centros de control que dependen del Pentágono, que están esparcidos por todos los Estados Unidos y siempre en alerta, todo el día de todas las semanas de todos los meses del año, decidieron chequear, pero de todos modos continuaron con el protocolo de defensa. Los protocolos de defensa, demás está decirlo, incluyen un contraataque inmediato con armas nucleares a la potencia agresora. Si me vas a borrar del mapa, te llevo conmigo. Esos vientos soplan, comandante.

De lo anterior se deduce que el gran desencadenante de una guerra nuclear bien puede ser el “por las dudas”, lo incierto, lo precario, lo dudoso. Lo que también hicieron aquella madrugada en el Pentágono, fue avisar al asesor de seguridad del Presidente James Carter. Era Zbigniew Brzezinski, un polaco de Varsovia, hijo de padre diplomático que estaba de servicio en Canadá cuando Adolf Hitler invadió Polonia en 1939 y desencadenó la Segunda Guerra Mundial. En Canadá se quedaron los Brzezinski y allí estudió Zbigniew, para graduarse luego, en 1953, como doctor en Ciencias Políticas en Harvard, Estados Unidos.

Cuando Brzezinski atendió la llamada del Pentágono estaba a punto de cumplir cincuenta y dos años. Oyó el informe del alto mando militar americano, le dijeron lo de los misiles en camino pero también que intentaban establecer la veracidad de los datos: en cuestión de minutos lo iban a mantener informados, faltaría más. El impacto que provocó la noticia en Brzezinski fue tremendo. Su mujer dormía a su lado y él decidió no despertarla. Pensó, y así lo reveló más tarde, que estuvo convencido de que si la amenaza era cierta, en media hora el mundo estaría destruido y no valía la pena hacer pasar a su mujer por semejante trance. De alguna manera, eso también es amor.

Lo que sí decidió Brzezinski fue llamar al Presidente Carter: era el único encargado de dirigir la operación de defensa, el único que podía disponer el lanzamiento de armas atómicas y, según el protocolo, debía abordar de inmediato un avión de la Fuerza Aérea que permanecería en vuelo permanente mientras duraran las hostilidades, o mientras durara el mundo.

No fue necesario. Antes que Brzezinski llamara a Carter, otro llamado del Pentágono lo tranquilizó: todo había sido una falsa alarma. No había tal ataque soviético, sino que había saltado un error en los ordenadores provocado por un chip que había decidido no funcionar más, o funcionar a su antojo. Los materiales electrónicos se rompen, se gastan, se deterioran, tienen fatiga de combate, pronto hasta van a enojarse o echarse a dormir. El chip fallido, y falluto, había confundido, o alterado, o invertido, o trastocado el número de misiles soviéticos rumbo a Estados Unidos que debió ser siempre de 000, y empezó a tirar números falsos, doscientos veinte, veinte, veintidós…, mandó cualquiera. Amigos de los datos manifiestos, la prensa estadounidense reveló luego que el chip en cuestión costaba apenas cuarenta y seis centavos de dólar. Eran dólares de 1980, pero igual era una nadería, menos que una gaseosa.

Que el mundo se vaya al traste por cuarenta y seis centavos de dólar no deja de ser una paradoja. Y un alerta: después de todos somos simios, bípedos, mucho más inteligentes, desarrollados y mejor alimentados que nuestros hermanos en la especie, pero debemos andar con cuidado para no regresar a los años del homo sapiens, que fueron años de gloria y descubrimiento, pero son el pasado irrepetible.

William Perry, entonces subsecretario de Defensa, el número dos del Pentágono, echó un poco de luz sobre el episodio, luz negra. Dijo que el Presidente debía ser enterado de inmediato porque tiene la poco envidiable decisión de contraatacar. “Pasados diez minutos de detectados los misiles enemigos, el Presidente tiene que enterarse. Es un sistema complicado de toma de decisión, pero funciona así todo el tiempo. En este caso, el Pentágono llamó directamente a la Casa Blanca en vez de llamarme a mí. Y la llamada fue desviada al asesor de seguridad nacional (por Brzezinski). Por suerte, todo se demoró unos pocos minutos: antes de despertar a Carter, ya se había descubierto que todo era una falsa alarma. De otro modo, el Presidente habría tenido cinco minutos para decidir si lanzábamos nuestros misiles. En medio de la noche, no hay posibilidades de consultar con nadie”. Perry no aclaró cómo habría marchado todo si, en lugar de las tres de la mañana, la alarma hubiese estallado a las cinco de la tarde, con Carter en plenas funciones y en el Salón Oval de la Casa Blanca.

Lo inquietante del incidente del chip loco, fue la decisión de optar por la prudencia y verificar la información que tenían entre manos que adoptaron los controladores del Pentágono. Era porque se habían quemado con leche cuatro meses antes.

El 9 de noviembre de 1979, los ordenadores del Pentágono detectaron un ataque soviético, por lo que de inmediato despegaron varios bombarderos y aviones de combate para impedir el ataque e iniciar la contraofensiva. Cuando alzaron vuelo, los pilotos notaron que los datos que habían disparado la alarma no tenían correlato con lo que veían ellos en las alturas. Entonces se descubrió la falla, que no era tal, sino un yerro humano: alguien había dejado instalado en el ordenador encargado de detectar ataques nucleares un programa de entrenamiento que se ejecutó por accidente. Lo cierto fue que el “entrenamiento” no programado, fue respondido con aviones armados con fuego real y bombas nucleares. Esas cosas extrañas, programas de defensa, entrenamiento, diseño de ataques nucleares y demás paparruchadas, deberían estar protegidas contra idiotas. Pero, ya se sabe lo que decía Albert Camus: “La estupidez insiste siempre”.

Las confusiones, los yerros, las imágenes distorsionadas en los radares y el peligro atómico vienen de lejos.

En 1956, Egipto, bajo la batuta de Gammal Abdel Nasser, “nacionalizó” el canal de Suez, que une los mares Mediterráneo y Rojo: es una de las puertas del mundo y también un punto estratégico valioso. Hubo guerra contra Egipto y contra Nasser, que contaba con la simpatía de la URSS. Se alzaron Francia, Gran Bretaña e Israel. En el medio de la contienda, Khrushchev, siempre tan amable, había amenazado con bombardear las capitales aliadas. En esos días, unas extrañas aeronaves sobrevolaron el cielo de Turquía, limítrofe con la URSS y desataron la alarma general: ¿se dirigían aquellos aviones a lanzar sus bombas contra ese país, contra las tropas aliadas, contra París, contra Londres, contra Tel Aviv o Jerusalén? De inmediato salieron escuadrillas aéreas armadas hasta los tobillos para enfrentar a los agresores. Lo que descubrieron fue que los aviones intrusos eran en realidad bandadas de cisnes que emigraban hacia mejores horizontes y climas. En la guerra todo cobra otra dimensión.

Aquella de 1956 no fue ni la primera ni la última vez que una bandada de aves migrantes fue tomada como una amenaza mundial. Sólo que la revolución tecnológica prometía cada vez más seguridades y lo que saltaban como resortes eran fallas o yerros en aquellos aparatos y programas tan seguros.

En 1962, cuando la Crisis de los Misiles en Cuba, que enfrentó a Estados Unidos con la URSS, uno de los momentos más peligrosos de aquellos trece días que sacudieron al mundo se vivió el jueves 25 de octubre. Minutos antes de la medianoche, en Wisconsin, un guardia vio, o creyó ver, una sombra que intentaba saltar la valla del centro militar de Duluth. El mundo colgaba de un hilito muy fino. Kennedy y Khrushchev se habían amenazado con lanzar sus misiles, miles de tropas americanas estaban acuarteladas en Miami a la espera de una orden para invadir Cuba y los dos líderes intercambiaban dramáticos mensajes que cruzaban por igual amenazas con posibilidades de paz.

El guardia de Wisconsin le disparó a la sombra: nadie que tenga buenas intenciones trepa la alambrada de una instalación de seguridad en la alta noche. El disparo lanzó la alerta general: las alarmas contra intrusos sonaron en todas las instalaciones militares de la zona, poblada de bases aéreas. En la de Volk Field, cercana a Duluth, alguien que debía apretar un botón apretó otro, y en vez de sonar la alarma contra intrusos sonaron las sirenas de emergencia. De inmediato, los pilotos de Volk Field y de las bases vecinas se lanzaron a sus aviones, cargados todos con armas nucleares. No había ningún intruso, al menos no humano. Las patrullas de búsqueda descubrieron algunos osos que merodeaban la zona en busca de comida, que es lo que hacen los osos, y dedujeron que uno de esos ejemplares había intentado saltar la cerca.

Así que en la medianoche, por la pista de la base aérea de Volk Field, hubo que detener a los aviones de guerra a punto de partir hacia la destrucción. No usaron la técnica tan desarrollada para frenarlos, sino un recurso viejo como el mar: un camión, a toda velocidad, llegó hasta la zona de despegue, estacionó en la pista para impedir los despegues, y un oficial bajó, con cierta inquietud, para ordenar el regreso a los hangares. Unos días más tarde, el embajador soviético en Washington, Anatoly Dobrynin, envió un mensaje urgente al Kremlin, decisivo para evitar el conflicto. Es una historia larga y apasionante que no viene al caso narrar ahora, pero por la casa del embajador pasó el mismo muchacho negro de la Western Union a quien Dobrynin conocía muy bien. Tomó el telegrama cifrado de manos del embajador y se marchó en su bicicleta. El ruso pensó: “Como ese chico pare en la casa de su novia a darle unos besos, podemos volar todos por el aire…” El chico no se detuvo a besar a nadie y seguimos todos vivos de chiripa, que así es como empezó esta historia.

Una guerra atómica por error puede ser desencadenada por un fallo humano, una anomalía técnica o por la tontería.

El 11 de agosto de 1984, el entonces Presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, debía pronunciar un discurso en el que anunciaba la sanción de una ley que involucraba a varios grupos de estudiantes. Cuando a Reagan le pidieron una prueba de sonido, se avino a pronunciar la primera frase de su mensaje: “Compatriotas, me complace anunciarles que hoy firmé la ley que permitirá a los grupos de estudiantes religiosos…” Reagan era un humorista empedernido. Contaba buenos chistes, era gracioso, sacaba a relucir sus dotes de actor (nunca fue de los buenos, pero Hollywood algo deja siempre) y, además, estaba montado en la ola de la famosa “revolución conservadora” que llevaba adelante con la ayuda del papa Juan Pablo II y codo a codo con la primer ministro británica Margaret Thatcher.

En lugar de decir la primera frase de su discurso, Reagan la cambió. Y dijo: “Compatriotas, me complace anunciarles que hoy firmé una ley que proscribirá a Rusia para siempre. Comenzaremos a bombardearlos en cinco minutos”. No era verdad y era difícil de creer que semejante cosa se anunciara en un mensaje presidencial enviado a todos los medios. De hecho, la prueba de sonido se excluyó de las grabaciones enviadas a las emisoras de radio. Pero, como siempre pasa, alguna se filtró y la voz de Reagan llegó a la opinión pública. Y a la URSS en manos de Konstantin Chernenko, que de haber sido Leonid Brezhnev, que ya estaba muerto, otro gallo hubiese cantado. El Kremlin pidió explicaciones, la Casa Blanca las dio y desmintió el ataque proclamado por Reagan.

La precaución de Chernenko tenía su razón: los rusos también se habían quemado con leche y ahora veían a una vaca. El año anterior a la broma de Reagan, el satélite soviético Oko detectó un misil de Estados Unidos cerca de su espacio aéreo. Fue pasados catorce minutos del 26 de septiembre de 1983. Minutos después, el satélite detectó otros cuatro misiles americanos que volaban hacia Moscú. Para entonces, las unidades de defensa americanas y soviéticas tenían satélites, equipos computados, fórmulas matemáticas, súper chips todo poderosos y programas defensivos encargados de monitorear el espacio y responder al menor ataque. Si bien el mundo de la computación no había alcanzado las colinas de hoy, a nadie se le pasaba por la cabeza que la tecnología creara una falsa alarma de guerra.

Quiso el destino que el jefe de las tropas de Defensa Aérea Soviética fuese el teniente coronel Stanislav Petrov, el héroe de aquel día. Era un joven y talentoso oficial de cuarenta y cuatro años que recurrió al sentido común y no a la paranoia. ¿Qué le decía el satélite? Que Estados Unidos había disparado un misil balístico intercontinental desde la base aérea de Malmstrom, en Montana, y que en veinte minutos el proyectil llegaría a su destino en la URSS. Para variar, el mundo estaba raro entonces. Tres semanas antes, la URSS había derribado un avión de pasajeros surcoreano que había invadido el espacio aéreo soviético: murieron sus doscientos sesenta y nueve ocupantes. La KGB había advertido a sus espías en Occidente que debían prepararse para una eventual guerra nuclear.

¿Qué hizo Petrov? No le creyó al satélite. Juzgó que cinco misiles eran muy pocos para lanzar una guerra nuclear, y que una rara conjunción astronómica entre la Tierra y el Sol bien podría haber causado una falsa imagen, una falsa alarma. Ordenó contrastar el veredicto del satélite con los radares terrestres, que le dijeron que no había nada: era una falsa alarma. No dio el alerta y aquel día que había empezado como un trueno, terminó en calma. Por supuesto, las autoridades de la URSS crucificaron a Petrov, juzgaron su decisión como equivocada y como una grave falta de disciplina: no lo castigaron duro, pero lo destinaron a un puesto inferior y ocultaron el incidente que, como siempre sucede, fue conocido días después. Cuando le preguntaron a Petrov por qué no había dado la alarma, el tipo, simple y llano dijo: “La gente no empieza una guerra nuclear con cinco misiles”.

Con los años, ya derrumbada la URSS, Petrov recibió premios y condecoraciones en Occidente; fue homenajeado en Naciones Unidas y Kevin Costner protagonizó un documental, “El botón Rojo”, en su honor. Murió en 2017, en Moscú a los setenta y siete años.

En 1995, con la computación y la tecnología reinas del mundo, como Leonardo Di Caprio en “Titanic”, Boris Yeltsin, Primer Ministro de la Federación Rusa ya que la URSS había dejado de existir en 1991, se convirtió en el primero de los líderes mundiales en cargar con él a un oficial de las Fuerzas Armadas con un maletín negro en la mano. Era el embrión del que es hoy el ya famoso “maletín nuclear”, que cargan también los Presidentes de Estados Unidos en manos de otro oficial de sus Fuerzas Armadas y al que llaman “la pelota de fútbol”.

El maletín contiene instrucciones y tecnología para disparar bombas nucleares, decisión que sólo está en manos de los líderes mundiales. Pero el juguetito a metros de Joe Biden o de Vladimir Putin, fácilmente detectable en manos de sus oficiales, no lleva precisamente tranquilidad al mundo y, en cambio, certifica que la capacidad de reacción es vital ante una eventual guerra atómica, tanto como la capacidad de respuesta.

En 1995, un maletín nuclear en manos de Yeltsin era una entidad peligrosa en sí misma. Era sabido que Yeltsin, que murió en 2007, era mucho más afecto a la vodka que a los destinos del Estado. Sin embargo, el 26 de enero de ese año, Yeltsin dijo, muy suelto de cuerpo, era su estilo: “Ayer usé por primera vez mi maletín negro con el botón (se refería al botón nuclear) que siempre dos oficiales llevan conmigo”. ¿Qué había sucedido? Los operadores rusos de radar habían detectado el lanzamiento de un proyectil en la costa Noruega. Lo “vieron” ascender al cielo en sus sofisticadas pantallas sin saber adónde se dirigía. ¿Sería hostil para la Federación Rusa? Con el maletín en sus manos, Yeltsin consultó con sus asesores, parece que en un estado de frenesí un tanto turbador, si debía o no lanzar un contraataque. Al borde de tomar una decisión, los radares revelaron que el proyectil se dirigía hacia el mar y no hacia Moscú. Más tarde se supo que el “proyectil” no era tal, sino una sonda científica enviada al espacio por los noruegos para estudiar las auroras boreales. Los noruegos se mostraron entre sorprendidos y encabritados porque el lanzamiento se había anunciado a todo el mundo un mes antes.

La historia de la Guerra Fría, la antigua y la nueva, está repleta de incidentes amenazadores, siempre es una guerra nuclear a punto de estallar por error, por apresuramiento, por prejuicio, por las dudas, por azar o por tonterías. Algunos son conocidos y otros se conocerán en el futuro. Hace cuarenta años un chip loco que costaba cuarenta y seis centavos de dólar, casi manda a la Humanidad a jugar al otro barrio.

Nadie pide la paz mundial porque desde Caín y Abel ese es un sueño a cumplir. Pero al menos es de esperar que los muchachos del maletín nuclear revisen sus insumos y tengan repuesto para todo.

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