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Desembarco en Normandía: las arengas de los generales a los soldados que iban a una muerte casi segura

Viernes 23 de Junio del 2023

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N

o era el mensaje de un general que admite un fracaso: era una oración fúnebre. Decía: “”Nuestros desembarcos en el área de Cherburgo-Havre no lograron un punto de apoyo satisfactorio y he retirado las tropas. Mi decisión de atacar en este momento y lugar se basó en la mejor información disponible. Las tropas, el aire y la Marina hicieron todo lo que la valentía y la devoción al deber podían hacer. Si alguna culpa o falta se atribuye al intento, es solo mía”. También era un mensaje valiente.

El general Dwight Eisenhower, comandante del Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada, el gigantesco cuerpo de armado de aire, mar y tierra que invadiría Normandía para liberar a Europa del yugo nazi, guardó el papelito en su bolsillo con la esperanza secreta de no tener que leerlo nunca. No lo firmó, pero le puso la fecha: “July 5″. Se equivocó. Debió escribir “June 5″, porque ese era el día de 1944 que se había fijado para la invasión aliada a Europa, una vez que todo el mundo hubiese cruzado el Canal de la Mancha desde Inglaterra. Tampoco fue el 5 de junio el día de la invasión. Fue el 6. El tiempo, las mareas y el celo de un capitán desconocido, James Martin Stagg, que no tenía mando de tropas, no era espía, no tenía a su cargo ninguna misión especial en el campo de batalla, no era el jefe de una vital compañía de comandos, ni siquiera de una patrulla de observación, pero era un meteorólogo británico adscripto a la RAF (Royal Air Force), hizo que el desembarco se postergara por un día.

Los generales
al mando del Día D

Del celo del capitán Stagg dependían las maniobras, y los humores, de un elenco estable de generales y estrategas americanos y británicos. Además de Eisenhower esperaban impacientes el día del desembarco el mariscal Bernard “Monty” Montgomery, comandante del XXI Grupo de Ejércitos, el segundo de Eisenhower en los hechos, que agrupaba a todas las fuerzas terrestres que tomarían parte en la invasión, los generales Omar Bradley, George Patton, el almirante Bertrand Ramsey, el mariscal del aire Trafford Leigh-Mallory, el teniente general Walter Bedell Smith y el impulsivo e incansable general francés Charles De Gaulle, jefe de la llamada Francia Libre que resistía a los nazis que habían ocupado el país y sostenían a un régimen títere.

El estado del tiempo sobre el Canal de la Mancha y sobre las costas francesas era vital. Y también era impredecible. Nubarrones y tormentas impedirían el apoyo aéreo al desembarco y, lo más importante, la verdadera invasión que iba a empezar al menos cinco horas antes de que llegaran a Normandía los barcos y lanchas de desembarco aliados. Para los primeros minutos del día de la invasión, estaba previsto que una poderosa flota aérea de planeadores cargados de paracaidistas equipos y municiones descendiera detrás de las líneas alemanas cara copar la retaguardia.

El viernes 2 los buques de guerra aliados se cargaron de soldados para la que sería la mayor operación militar de la historia que involucraba a cinco mil naves y a más de dos millones de hombres. Stagg, tal vez demasiado prudente, frenó la operación. Lo mismo hizo el lunes 5, en desacuerdo con su par americano D. Yates, que tal vez también pecaba de demasiado optimista. Las demoras boicoteaban la “Operación Overlord”, como se llamó la invasión a Normandía, porque se suponía que sería secreta. Y con las tropas siempre a punto de zarpar, mantener el secreto era casi un imposible. Las idas y vueltas entre meteorólogos, generales, almirantes y mariscales son una historia aparte y tal vez hubiese seguido sin definición, hasta que el mismo 5 de junio Eisenhower decidió zarpar a la madrugada del 6 con dos frases claras, breves y concisas que no dejaban espacio para más dudas: “OK. Let’s go.” Y fueron. El riesgo del fracaso era enorme, pero era más riesgoso no intentarlo.

En el atardecer del lunes 5, con el papelito de la oración fúnebre en el bolsillo, Eisenhower fue a despedir a parte de sus hombres, en especial a los paracaidistas de la 101 División acuartelados en la base aérea de Greenham Common, que en las primeras horas del martes 6 se lanzarían desde planeadores detrás de las líneas nazis. Años más tarde, Eisenhower diría que no había momento más difícil para un comandante que enviar a sus hombres a la muerte. Y las posibilidades de morir en Normandía eran muy altas. Uno de los comandantes americanos lo admitió ante sus soldados en el momento de las arengas: “Miren a su camarada de la izquierda y al de la derecha: uno solo de los tres estará vivo después de una semana en Normandía”.

La arenga
antes de la batalla

Pero Eisenhower no fue con ese ánimo a ver a sus muchachos, si hay que tomar al pie de la letra el libro del historiador Stephen Ambrose: “The Victors – Eisenhower and his boys”. “¿Hay alguien de Kansas por aquí?” quiso saber cuando estuvo frente a un grupo de comandos. Kansas era el estado natal del general. Uno de los soldados, Sherman Oyler, de veintitrés años, contestó: “Yo soy de Kansas, señor”. Entonces Eisenhower se acercó y el chico quedó paralizado ante el jefe supremo de todas las fuerzas aliadas: “¿Cómo te llamas, hijo?” Y Oyler no pudo decir nada hasta que le aflojaron los nervios las bromas de sus compañeros: “Vamos, Oyler, dile cómo te llamas”. General y soldado charlaron un par de minutos sobre el pueblo natal de cada uno, Topeka en el caso del soldado, y sobre adiestramiento militar. El general quiso saber si el soldado tenía miedo y Oyler contestó que sí. “Es natural –le dijo Eisenhower– Sería de locos no tenerlo. El truco consiste en tirar para adelante, Si te paras, empiezas a pensar y pierdes el objetivo: podrías convertirte en una baja. Lo ideal, lo perfecto, es seguir para adelante”. Al final, Eisenhower le dijo: “Oyler, ya sabes que los alemanes nos han hecho pasar un verdadero infierno durante cinco años. Es hora de que lo paguen. Ve por ellos, Kansas”. Oyler sobrevivió a Normandía y a la guerra. Murió el 22 de abril de 1999, a los setenta y ocho años, en Topeka, Kansas.

Eisenhower encaró después al teniente Wallace Strobel, de veintidós años, líder de pelotón del regimiento 502 de paracaidistas, también de la 101 División. Las fotos muestran al joven oficial con la cara tiznada y un cartel sobre el pecho con el número 23, el de su planeador. Era de Michigan: “Ah, Michigan… Buena pesca por allí, me encanta”, dijo el comandante. Después, ya de oficial a oficial, Eisenhower quiso saber si Strobel estaba listo. Y el teniente le dijo que sí, que pensaba que no iba a haber demasiados problemas. “Deje de preocuparse, general, nos vamos a encargar de eso por usted”. Strobel también sobrevivió a la guerra. Murió el 27 de agosto de 1999, a los setenta y siete años y en Michigan.

Las arengas eran muchas y muy variadas. Se supone que todas están destinadas a levantar la moral de la tropa y disponerlas para el combate. La noche antes del Día D, ese al que Cornelius Ruan llamaría “El día más largo del siglo”, las hubo de todo tipo. Una de las más famosas fue la del coronel Howard Ravenscroft Johnson a quienes sus hombres llamaban “Jumpy – Saltarín”, por sus manifiestos deseos de lanzarse en paracaídas de cualquier cosa que volara. “Jumpy” Johnson, que calzaba a cada lado de la cintura una pistola con empuñadura de nácar, como un chico malo del Oeste, reunió a los dos mil hombres de su regimiento y les dedicó un breve y entusiasta discurso. Lo que sigue está tomado de “El Día D”, de Antony Beevor: “Johnson de pronto se agachó y se sacó de la bota un gran cuchillo, blandiéndolo sobre su cabeza. ‘Antes de ver el amanecer de un nuevo día –dijo alzando la voz– quiero clavar este cuchillo en el corazón del nazi más mezquino, sucio y asqueroso de toda Europa’. Se oyó un clamoroso grito de entusiasmo y los hombres levantaron sus cuchillos en respuesta”.

El general de brigada James “Slim” Gavin, de la 82ª División Aerotransportada también arengó a los suyos de una manera singular: “Soldados, lo que van a vivir en los próximos días no lo cambiarían ni por un millón de dólares, pero tampoco querrían repetirlo. Para la mayoría de ustedes será la primera vez que entren en combate. Recuerden que están allí para matar, o los muertos serán ustedes”. El jefe de la 101 División era el general Maxwell Taylor, que años después, durante la presidencia de John Kennedy y como jefe del Estado Mayor Conjunto y cumpliría un papel casi decisivo durante la Crisis de los misiles, en octubre de 1962. Taylor fue menos pomposo pero igual de efectivo. Dijo a sus paracaidistas que deberían luchar de noche; se lanzarían detrás de las líneas alemanas entre las doce y cuarto y la una y cuarto de la madrugada y que serían momentos de gran confusión, que les iba a ser difícil distinguir al enemigo de sus propios compañeros y que por eso era mejor combatir con granadas y cuchillos, y recurrir a las armas de fuego cuando ya hubiera amanecido. Taylor dijo algo más. Según recordó uno de sus hombres: “Dijo que si tomábamos prisioneros, iban a ser un estorbo para llevar adelante nuestra misión. Que teníamos que deshacernos de los prisioneros de la manera que consideráramos más conveniente”. A buen entendedor…

Al amanecer del 6 de junio, con los paracaidistas de la 101 División que atacaban por retaguardia, los alemanes defensores del Muro del Atlántico vieron asomar por el horizonte algo neblinoso de aquel día de finales de primavera la más fabulosa flota jamás reunida: avanzaba como un gigante hacia las costas normandas.

La historia estaba a punto de cambiar para siempre.

Infobae

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