La dolorosa historia de Milli Vanilli: del mayor fraude de la historia musical a las nuevas revelaciones
- Hace 35 años se estrenaba el primer disco de este dúo. Un nuevo documental relata la historia del ascenso de la banda y del estallido del escándalo tras conocerse el engaño. Los recuerdos de los protagonistas.
Tuvieron todo y se quedaron sin nada. Millones de discos vendidos, fama y hasta premios. Pero al final fueron condenados, se convirtieron en sinónimo de fraude. Se los señaló como los responsables del peor engaño de la industria musical. Los integrantes de Milli Vanilli pagaron un precio demasiado alto (y demasiado solitario). Lo que podría haber sido una historia de superación y éxito terminó convertido en un oscuro cuento de frustración, dolor y muerte.
En medio del vendaval del éxito, de los millones de discos vendidos, de la gira, de la presencia permanente en MTV, los premios, la fama, las tapas de revistas, las drogas buenas y las chicas lindas, Rob Pilatus, uno de las mitades visibles de Milli Vanilli, dijo en una entrevista: “No hay que ocuparse tanto de las estrellas. Miro para atrás y hay muchas súper estrellas que hoy no veo. A nosotros no podría pasar lo mismo”.
Revelaciones sobre
el fraude musical
Pocos días atrás, la plataforma Paramount+ subió Milli Vanilli, el documental dirigido por Luke Korem en el que se relata la historia de la agrupación musical que tuvo un breve reinado en el mundo del pop a fines de los ochenta antes de sucumbir y transformarse en sinónimo de fraude en la industria musical. Una de sus virtudes es contar con el testimonio de muchos de los que tuvieron que ver con este producto de laboratorio (o de estudio de grabación). La secretaria y mano derecha del productor, del cerebro del grupo, Frank Farian; las coristas, algunos de los que prestaron sus voces para el disco, ejecutivos de la discográfica; especialistas. Y especialmente la de Fabrice Morvan, el único Milli Vanilli sobreviviente.
A Morvan se lo ve muy bien. El mismo pelo, la misma sonrisa, buen estado físico, nadie podría pensar que ya pasaron 35 años de su aparición y que luego el mundo se desplomaría sobre su cabeza.
“Rob y yo no fuimos tratados con imparcialidad. Eramos los únicos investigados. Los guardianes, la discográfica, los managers, la empresa de relaciones públicas, el productor, todos corrieron al bosque a protegerse”, se queja Morvan en el documental.
La historia del grupo
Morvan, escapando de una infancia de maltratos y abusos, llegó a Múnich a mediados de los años 80. Durante un tiempo durmió en las calles, buscando alguien que lo cobijara. Encontró su lugar en las pistas de bailes de algunos boliches nocturnos. Era un gran bailarín. Allí conoció a Rob Pilatus. Se hicieron amigos. Tenían muchas cosas en común: un pasado traumático (Rob había sido abandonado y luego adoptado), eran de raza negra y parecían tocados por el dedo de Dios cuando se ponían a bailar. Rob deslumbraba con la moda del momento: el breakdance. Comenzaron a bailar en los boliches de moda de Múnich y se convirtieron en una sensación local. Forman una banda: Empire Bizarre. Pero el objetivo de hacerse millonarios y alcanzar la fama todavía está muy lejos. Sus canciones son mucho más débiles que su energía escénica.
Una noche mientras contaban el dinero de la paga por su show en un camerino tan angosto que no entraban los dos sentados, un hombre blanco de unos 50 años, pelo largo, y pose canchera y segura, se les presentó. Les dije que se llamaba Frank Farian. El nombre no les dijo nada. Lo que captó su interés fue la propuesta. Ofreció 1.500 marcos alemanes a cada uno, gastos pagos hasta que empezaron con la gira promocional y un contrato discográfico que, les dijo, los obligaba a grabar 10 temas en un año. Rob y Fabrice aceptaron de inmediato.
Tardaron varios meses en recibir otro llamado de Farian y su gente. En el medio tuvieron tiempo para averiguar de quién se trataba pero no lo hicieron, no les pareció relevante. Farian había sido una estrella de la producción musical una década antes. Había creado el grupo disco Boney M. La música de moda, canciones pegadizas, propuesta visual atractiva y Bobby Farrell, un frontman carismático y algo esperpéntico que no sabía cantar. A Farian eso le pareció un problema menor: las voces las grabó él y la banda salió a conquistar el mundo. Vendió millones de discos, obtuvo varios hits y una fortuna. En las presentaciones Bobby Farrell sólo debía bailar, seducir y mover los labios en sincronía con la cinta grabada. Eran los tiempos de la música disco y todo el mundo buscaba bailar y divertirse. Nadie pretendía autenticidad. Todo se desmoronó cuando el frontman quiso cantar él en las siguientes grabaciones: quería dejar de ser un mimo con peinado afro. El grupo se disolvió. Farian estuvo varios años tratando de insertarse de nuevo en las grandes ligas. Pensó que ya no sería posible hasta que se cruzó en una discoteca alemana con un tema que le gustó. Era de un desconocido grupo de Baltimore llamado Numarx. El tema se llamaba Girl you know it´s true.
Hizo lo que sabía hacer, lo que ya le había funcionado. Un cóctel de trabajo de estudio, incorporando cada sonido de la época, cada cliché de la producción musical de la coyuntura, buenas voces y jóvenes atractivos que dieran la cara por las canciones aunque no supieran cantar. El playback era una especie de credo en su mundo creativo.
En este punto los relatos se bifurcan. Algunos sostienen que Pilatus y Morvan supieron desde el inicio que no cantarían; ellos siempre dijeron que les hicieron escuchar una pista, que pensaron que pondrían las voces, que Farian no quedó conforme con su performance vocal y que les impuso a los cantantes sesionistas.
En el documental, Fab cuenta que se desmayó cuando se enteró que la voz la pondrían otros y que lo siguiente que recuerda es a Ingrid Segieth, la secretaria de Farian, sentada frente a ellos y explicándoles que si querían el contrato se daba de baja pero que antes debían devolver a Farian no sólo los 1.500 marcos sino todo lo gastado en ellos (la mujer niega esa charla en la actualidad).
“No teníamos casi ni para comer y queríamos triunfar. Queríamos ser estrellas. De pronto, vino un tipo y nos dio una oportunidad. La agarramos” contó Rob Pilatus unos años después, cuando los periodistas los buscaban como curiosidad, cuando ya no aparecían en las tapas de las revistas, cuando se habían convertido en una nota al pie, o en los personajes ideales para llenar las páginas de la sección “¿Qué es de la vida de…?”.
Frank Farian había encontrado en Alemania dos grandes cantantes norteamericanos. Tenían excelentes voces pero rozaban los cuarenta años y su imagen no enloquecería a ninguna adolescente.
Apenas apareció el tema se disparó y llegó al tope del ranking en tres países europeos. Se dispusieron a aprovechar el envión y grabaron en tiempo récord un álbum.
El disco de Milli Vanilli
Salió a la calle el 14 de noviembre de 1988, 35 años atrás. La sede central de la discográfica se enteró del suceso y quiso lanzar el álbum en Estados Unidos. Arista, dirigida por Clive Davis, exigió nuevos temas. Les faltaba algún hit más para poder instalarse. El mismo Davis convocó a Diane Warren, una leyenda de la composición, para que acercara alguna canción. Warren entregó Blame It On The Rain, un futuro hit global.
El mundo empezó a adquirir velocidad para estos dos chicos de poco más de 20 años que hasta hacía poco no tenían asegurado un techo para dormir cada noche. La fama, las chicas, las drogas, el dinero. “Abrazamos la mentira”, dice hoy Fab.
En Estados Unidos, Milli Vanilli, esos dos chicos negros con ropas estrambóticas, largas rastas y pasos de baile enérgicos y sensuales, se convirtió en un éxito inmediato. Uno tras otro sus temas, apoyados en videos que se centraban en la imagen de Pilatus y Morvan, llegaron a lo más alto del ranking. La música era una mezcla prefabricada y efectista de soul, rap y tecno. La Rolling Stone eligió a Milli Vanilli como el peor grupo del año. Pero más allá de que alguna otra revista especializada los acompañó en la denostación, se trató de una excepción. El dúo se convirtió en un fenómeno. Tres número 1 y el álbum en el tope de los charts.
Aquello que se había pensado como un vehículo para colar alguna canción en las pistas de baile de Alemania se había ido de las manos y se había transformado en un fenómeno mundial. Más de 8 millones de discos vendidos y los videos en rotación permanente en MTV.
Pero el éxito, en los años 80, no se produce sólo con canciones o videoclips. Hay que empujarlo con tapas de revistas, entrevistas en TV y presentaciones en vivo.
El dúo, en la cima
La primera señal de alerta llegó en las entrevistas. Los dos, en especial Rob, mostraban que su uso del inglés era muy limitado. Que su pronunciación era forzada, metálica y deficiente. Pero nadie pareció darse cuenta que en sus temas rapeaban con una fluidez envidiable. Era imposible que esos chicos a los que les costaba darse a entender en una charla luego rapearan con tanta facilidad en sus canciones, ni siquiera si lo hubieran aprendido por fonética.
En vivo, ocurría algo diferente: sus interpretaciones eran de una enorme precisión; en las partes instrumentales (o maquinales: casi todo eran máquinas de ritmos) metían interjecciones, gritos o breves arengas al público. Todo demasiado perfecto para tamaño despliegue físico y tan poca experiencia.
Pareció que el castillo de naipes se caería definitivamente una noche del verano de 1989 en Bristol, Connecticut. Los Milli Vanilli participaban de la gira de MTV por más de 100 ciudades de Estados Unidos como parte de un elenco de grandes figuras recién surgidas. En medio de su set, ocurrió lo impensado. Girl you know it´s true, you know it´s true, you know it´s true, you know it´s true, you know it´s true. Y así se repitió catorce veces más. Con cada repetición, la incomodidad cada vez era mayor. Atrás todo seguía como siempre, como si no estuviera sucediendo lo que todos estaban escuchando y viendo. Los músicos hacían que tocaban, las coristas que cantaban una y otra vez la misma frase. Al fin y al cabo, cada uno de los que estaba sobre el escenario había sido elegido no por sus habilidades musicales, sino por su capacidad para la simulación. Las 18 mil personas del público viraban de la sorpresa a la indignación, de la carcajada a la vergüenza ajena. Rob Pilatus, no aguantó más, dio la espalda al público y salió corriendo hacia los camarines. La cinta se había trabado y parecía que su gran secreto sería revelado. Pero, una vez más, nada pasó. Es más: ese recital en Connecticut de 1989 continuó. Alguien, pasados unos minutos, convenció a Pilatus de regresar a escena. Milli Vanilli siguió actuando (ahora sabemos que esa era la palabra precisa) y el público bailando y gritando.
Y Milli Vanilli siguió su carrera ascendente vendiendo millones de discos.
A fines de 1989, mientras eran el grupo del momento, Charles Shaw realizó una denuncia: él era la voz principal en las grabaciones. Shaw veía cómo su voz estaba en un producto que vendía por decenas de millones de dólares y él no veía ni un centavo y no obtenía ni siquiera reconocimiento artístico. Sólo había cobrado 6 mil dólares por poner su voz en el tema. Urdió un plan. Grabó un disco y salió a hablar en los medios. Supuso que los ecos del escándalo lo harían conocido y le asegurarían la venta de una cantidad digna de unidades y hasta podría conseguir algunos shows. Farian se movió con velocidad. Llegó a un acuerdo y le pagó 150 mil dólares por su silencio.
Milli Vanilli,
en caída libre
Cuando se recapitulan los hechos, se le da gran importancia a la noche de los Grammy (también lo hace el reciente documental). Ganaron el premio como Artistas Revelación imponiéndose a Neneh Cherry, Soul to Soul, Indigo Girls y Tone Loc. Como si esa injusticia flagrante fuera el mojón que develó el engaño, como si a partir de esa noche la trampa hubiera quedado al descubierto. Nada de eso sucedió. El escándalo llegó nueve meses después. Las entrevistas en un inglés balbuceado, el playback fallido en Connecticut y hasta una denuncia de que Rob y Fab no eran los cantantes sucedieron antes de los Grammy. A la Academia no pareció importarle que todo indicaba que se trataba de un producto de diseño con el único fin de vender. Nada de eso hizo que la brutal (en ambas acepciones del término) maquinaria comercial dejara de funcionar.
La noche de la premiación Rob y Fab subieron felices al escenario a recibir sus gramófonos dorados. El agradecimiento fue extraño: “Hay un montón de artistas en esta sala y hay, también, un montón de artistas afuera que podrían haber obtenido este premio hoy al igual que nosotros”, dijo Morvan desde el estrado.
Mientras tanto ellos dos se dedicaban a la gran vida y la soberbia los había conquistado. Criticaron a Mick Jagger y a Paul McCartney, los señalaron como hombres de un pasado que ya no volvería oponiéndolos a su presente deslumbrante y Rob hasta llegar a decir que él era el nuevo Elvis y que era mucho más difícil cantar una canción de Milli Vanilli que una de los Beatles. Más allá de la evidente herejía, con los hechos consumados, todos nos preguntamos cómo sabría cuando difícil era cantar una de Milli Vanilli.
Les pasó lo peor que les podía pasar: de tanto vivirlo, de tanto repetirlo, se creyeron el cuento que había pergeñado Frank Farian.
En noviembre de 1990 todo explotó. La discográfica clamaba por un segundo disco. Mientras Farian buscaba temas, Rob y Fab se plantaron. Exigieron cantar en las grabaciones, que fuera su voz la que apareciera en sus temas. Ninguno de los dos cantaba mal; grabaciones posteriores lo demostraron. Podrían haber tenido su posibilidad. Farian ni siquiera los escuchó. Les dijo que eso era imposible. Que ellos tenían un acuerdo y que lo debían respetar. Los integrantes del dúo siguieron presionando. Farian creyó que dar a conocer la verdad en una conferencia de prensa sería el fin de los problemas para él. Se equivocó. Apeló a los ejemplos anteriores de los Monkees y de Village People (“¿Alguien alguno vez creyó que ellos eran los que cantaban?”). Y creyó que explicitando su fórmula se mantendría a salvo. “No veo el problema. Dos graban las voces mientras que otros dos dan la cara y bailan. Todo el mundo lo hace de alguna manera. ¿O ustedes piensan que Janet Jackson y Madonna con esas complejas coreografías cantan todo el tiempo sobre el escenario?”, intentó justificar Frank Farian.
A Farian lo traicionó la soberbia, el éxito lo cegó. El, que era un especialista en entender el mercado, que se había ganado un lugar gracias a su astucia y a la capacidad para reconocer los resquicios por dónde meterse, no comprendió la situación. Creyó -se convenció- de que él había sido el único responsable del suceso mundial, y que develando el (vergonzante) secreto sólo heriría de muerte a sus dos supuestos cantantes. Parte de ese grave error de cálculo se lo podemos atribuir también a que Farian creía que Rob y Fab sólo eran dos monigotes. Y no se dejaría presionar ni extorsionar por ellos.
Farian con los cantantes originales y otros dos que hacían mímica (parecía no aprender) lanzó lo que él había concebido como el segundo disco, bajo el nombre The Real Milli Vanilli. Fue un fracaso absoluto.
El estaba convencido de que las voces originales y sus canciones podrían repetir el boom del primer disco. Creyó que el público reaccionaría como el personaje de Mia Farrow en La Rosa Púrpura del Cairo que decía: “Conocí a un hombre maravilloso. Es un personaje de ficción. Bueno no se puede pretender tener todo en la vida”. Inexplicablemente Farian no supo ver que el tsunami mediático, popular y judicial arrasaría con todo lo que se pusiera en su camino.
El momento
del escándalo
Fab y Rob también brindaron su conferencia. Dijeron que quedaron atrapados, que fueron una especie de rehenes de Farian. Aseguraron que de mostrarían a todo el mundo que ellos eran capaces de cantar. Y se pusieron a cantar y a rapear delante de los cientos de periodistas. Sólo pedían una nueva oportunidad. Una oportunidad que nunca más tuvieron.
Las imágenes de esa conferencia duelen. Los periodistas los lapidan. Ellos se sorprenden, creyeron que los podrían convencer. Hay gritos, recriminaciones, el jefe de prensa se ve obligado a interrumpirla. Erraron también el timing. Después de la irrupción de Farian con la verdad, ellos no tenían posibilidad de defensa y mucho menos si se presentaban como meras víctimas sin rastros de arrepentimiento. Estaban buscando culpables y ellos dos se sentaron delante, ofreciendo mansamente su cabeza.
Hudo demandas colectivas, destrucción pública de discos, las radios dejaron de pasarlos, los discos desaparecieron de las disquerías y lo programas de TV se ensañaron con ellos dos. La Academia por primera vez en la historia les quitó el Grammy (el problema está en cómo los llegó a premiar).
Clive Davis era demasiado poderoso como para caer. La discográfica ofreció devolver 4 dólares por cada disco y luego debió reintegrar el valor total de lo gastado por cada consumidor. Pero nada más.
Rob y Fab sacaron su propio disco. Actualizaron su imagen, hicieron un video en el que se los veía desnudos y dieron muchas notas. Pero a nadie le interesó más que la parte del morbo. Vendieron sólo 2.000 copias. La caída más abrupta de la historia del espectáculo.
Pilatus y Morgan protagonizaron el comercial de chicles Carefree. Se burlaban de ellos mismos. Hacían un playback fallido de una ópera. Ese fue el mayor provecho que lograron sacar después de la caída.
Luego del escarnio y del derrumbe, Rob y Fab en el reparto de bienes sólo se quedaron con lo peor. El descrédito, las adicciones y la nostalgia por la fama y sus comodidades. Era lógico que ellos resultaran los más perjudicados: desde el principio de la historia resultaron los más desguarnecidos. Aquellos que no tenían (demasiado) poder de decisión, que no participaban de las ganancias, los que de más abajo empezaban, pero las caras visibles.
Rob Pilatus entró en un tobogán que parecía eterno. Todo fue descenso para él. La resaca del éxito suele ser larga y dura. El nunca se pudo reponer. Crack, decenas de arrestos, palizas callejeras, varios intentos de suicidio, diez ingresos a rehabilitación (varias veces se escapó). Hasta que en 1998 apareció muerto por causa de una sobredosis en una habitación de hotel de Frankfurt. Tenía apenas 32 años. Parecía de muchos más. Sus ojos celestes hacía mucho que se habían apagado; estaban vacíos, sólo había quedado un resabio de dolor, de bronca, de incomprensión.
Música y engaños
¿Tenía el público motivo para quejarse? No parecía. El disco era el disco. Los temas eran los que la gente había escuchado en la radio y se quería llevar a su casa. En los créditos Rob y Fab figuraban como los cantantes (del álbum editado en USA, no así en el de Europa), es cierto. Pero las canciones eran las mismas. En cuanto a los shows vale recordar que Milli Vanilli integraban un elenco de varios números que conformaban un tour auspiciado por MTV -Club MTV- cuya artista principal era Paula Abdul. Milli Vanilli se presentaba antes que ella, era el semifondo. Abdul reconoció en varias oportunidades que en muchas partes de su show recurría al playback por la exigencia física de las coreografías. Algo que casi todos los grandes artistas han hecho de los noventa hacia acá.
Respecto a las grabaciones, el autotune, ese dispositivo que afina a cualquiera aún si canta como un perro, es el instrumento más utilizado en la música moderna.
Black Box, Technotronic y C&C Music Factory fueron otros grupos que debieron claudicar por utilizar el mismo método: quienes daban la cara no eran quienes cantaban, una costumbre de principios de los noventa en la industria.
No habría que olvidar que Rob Pilatus y Fab Morvan bailaban, tenían presencia escénica, manejaban al público, actuaban bien: lograron mantener esta mascarada a base de encanto y playback durante más de un año bajo los focos.
Las reacciones que ocasionó la revelación de que los dos jóvenes no eran los que cantaban fueron desmesuradas. ¿Quién podía buscar autenticidad en Milli Vanilli? ¿Nadie había escuchado esas canciones? Tal vez nadie entendió de qué se trataba. No era la vida real. Sólo se trata del mundo del espectáculo.
Por Matías Bauso
Infobae