Necrológicas

– Verónica Vergara Reyes

Hablando a la “shilena”…

Por Jorge Abasolo Jueves 4 de Abril del 2024

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Un amigo mío, poco dado a la lectura, me comentaba hace pocos días:

– ¡Qué idioma más extraño el inglés, Jorge. Uno lee Shakespeare y tiene que pronunciar Schopenahuer…!

En promedio, el chileno emplea más o menos 800 palabras de las diez mil que tiene un diccionario de mediana categoría o mínimamente aceptable.

Estando en Valparaíso la semana pasada, me tocaron de vecinas de mesa dos mujeres treintonas que conversaban a garabato limpio. Ellas se tratan con mucha propiedad de huevona, lo que es un contrasentido biológico, pero así es. Tuve que cambiarme de mesa, porque admito que estoy en la edad en que ya acepto -y hasta he llegado a querer- mi repertorio de mañas y manías. Son parte de mí mismo.

De la jerga juvenil, ni hablar. Ante la falta del epíteto correcto, los garabatos y una monserga elusiva sirve para cualquier cosa. Todo ello sin contar que su léxico es monosilábico. 

Por ejemplo, palabras como bakán, perno, ene, súper y un largo etcétera evitan aprender algo más de la lengua de Cervantes. En este sentido, encuentro más gracioso e interesante el Coa, algo así como el slang de los gringos, aunque algo más original. Por ejemplo, en el hampa, el juez es “el curioso”, el reloj sigue siendo “el boticario” y a la menstruación femenina (no existe la masculina, claro) la llaman “el romadizo inglés”. ¿Qué tal?

Hablar en chileno, es casi sinónimo de hablar dirigiéndose a los genitales, aplicando la ley del mínimo esfuerzo, con palabras inventadas e insultos de variaciones infinitas. Lejos del español peninsular, el dialecto chileno creció sin “eses” ni “des” y a la sombra de los huevos. 

En España, la exitosa película chilena Taxi para tres se tuvo que exhibir con subtítulos para poder entenderla. Más tarde los “coños” acuñaron un nuevo término: frente a un texto o una dicción ininteligible los españoles optaron por decir, “se entiende menos que tres chilenos en taxi”.

Los españoles son bastante cerrados a la hora de acoger americanismos “o cualquier léxico de fuera”, me dijo una vez la lingüista Teresa Ayala. Basta ver el Inventario general de insultos de Pancracio Celdrán (Ediciones del Prado, 1955), para darse cuenta de que pese a las centurias que nos llevan por delante aún no han descubierto América en materia de tacos, como le llaman ellos a palabras como gilipollas o coñazo. Ninguno de los insultos allí recogidos llegaría a inquietar a un chileno (como ser el universal “hijo de puta” o el vernacular  “ándate a la c…de tu madre”. Eso sí, hay que admitir el esfuerzo conceptual de Celdrán: El español distingue tres grados de insultos: La insolencia, “mediante la cual le perdemos a alguien el respeto de palabra, obra u omisión”; el improperio, que es injuria de palabra, y la injuria ultraje verbal o de obra, mediante el maltrato o desprecio. Celdrán asegura que el ánimo de insulto “aflora en el temperamento hispano en ambientes y casos jocosos, para hacer gracia de alguien a fin de reírse todos de él”. 

En Chile ese ánimo hispano generalmente surge a espaldas del insultado, y sólo en casos críticos en frente de él o ella.

En síntesis, que un joven español se entienda con un lolo chileno es tan complejo como explicarle a un mudo en qué consiste la barrera del sonido.

¿Cachai, o no?

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