Cuando la ciencia era indiscutible
Hoy por hoy, poner en tela de juicio a la ciencia parece una herejía.
Pero no se puede negar que ella adquirió prestigio y fama solamente en los siglos XX y lo que llevamos del actual.
Antaño estuvo cuajada de errores.
Es cosa de pensar que la humanidad lleva más tiempo pensando que la Tierra es plana y no redonda…o que la sangre circula y no está estancada. Ejemplos hay muchos.
Esta vez me quiero remitir a mi querido, zarandeado y aporreado país llamado Chile.
Se sabe que Pedro de Valdivia fue el primer gobernador…o conquistador decente que llegó a estas tierras. Hombre prevenido se hizo acompañar por una cohorte de señores, incluyendo un verdugo, unas cuantas amantes, aunque prescindiendo de un médico. Con esa actitud, tal vez don Peyuco salvó muchas vidas, pues los médicos existentes en la España del siglo XVI le hacían honor a su nombre: matasanos. En estricto rigor, eran más peligrosos que tiroteo al interior de un ascensor, aunque los elevadores no existían por aquella época. Menos mal.
Por su parte, el fanatismo religioso constituía una rémora para el desarrollo de la ciencia. El año 1557, la Santa Inquisición quiso quemar vivo al cirujano flamenco Andreas Vesalius, porque había abierto el cadáver de un ser humano ante sus colegas.
Nuestro gran cronista e historiador, Benjamín Vicuña Mackenna, justificó la omisión de médicos por parte de Valdivia. Señala Vicuña Mackenna que “los conquistadores sabían matar mejor que vivir, y como de muy pocos de ellos se cuenta que murieron en la cama, no se preocuparon ni de doctores ni de medicina. Cuidaban con más solicitud del médico de su alma, que era su capellán”.
El misionero e historiador Diego de Rosales (jesuita español) autor de la Historia General del Reyno de Chile, cuenta que muchos recurrían a un religioso para curar las enfermedades, ya que no era extraño escuchar decir a más de un prelado que el Señor castigaba con estos padecimientos. Rosales narra el caso de un curita, a quien en 1756 recurrieron diciéndole que el jefe de hogar se quejaba de fuertes dolores en la parte del bajo vientre (lo que podía ser apendicitis), y éste le recomendó rezar diez avemarías y diez padrenuestros. Como el paciente empeoró hasta llegar a la muerte, el religioso les dijo que “no había nada que hacer cuando el enfermo era un pecador consumado. En tal caso sólo restaba rezar por las salvación de su alma”.
Por esos años (siglo 16) sobraban charlatanes que ejercían como médicos y prometían erradicar las enfermedades. Patudos en grado superlativo, no conocían los órganos del cuerpo humano, y a tientas probaban con pócimas y ni siquiera sabían tomar el pulso. Mucho menos, diagnosticar una enfermedad, aún que se tratase de un simple resfrío.
El más famoso, renombrado y popular de estos charlatanes fue Julio Bazán, que antes de salir de España a probar fortuna había escuchado hablar del alquimista suizo Paracelso, quien juraba que podía curar las dolencias con unciones de mercurio o azogue, a comienzos del siglo XVI.
Para el suizo -que se había titulado de médico en la ciudad italiana de Ferrara- el arte de curar no era tan sencillo. Despreciaba a Hipócrates, el médico griego que viviera cuatro siglo antes de Cristo y que afirmaba que las enfermedades eran un problema de humores y -por lo tanto- para estar sano había que tener un buen equilibrio de éstos.
El mismo día que se fundara Santiago, un 12 de febrero de 1541, había muerto Paracelso, el maestro de Bazán, quien -en memoria de su maestro- optó por aplicar esa medicina. De esta manera, mediante el azogue, empezó a “despoblar” el reino. Hasta llegó a matar a “mercuriazos” al gobernador Francisco de Villagra. Como el pobre moribundo Villagra pedía agua en su lenta agonía, no faltó el criado que se la proporcionó. ¿Resultado?
¡Bazán culpó al agua de su muerte!