La banalidad del mal
La expresión “banalidad” indica algo trivial o común, algo sin importancia, y así se la usa habitualmente, como cuando la utilizó la Ministra del Interior, hace unas semanas, para referirse a una balacera que dejó a dos niños heridos en una fiesta de cumpleaños, dijo: “la naturaleza de este ataque muestra lo deshumanizada que puede llegar a ser la conducta criminal. La historia de cómo se llegó a este ataque es simplemente la banalidad del mal. ¿Cómo por una pelea menor se puede tomar medidas de esa naturaleza e ir a atacar a balazos un cumpleaños infantil?”
¿Acaso la Ministra decía que esa maldad era algo trivial o sin importancia, o se refería a que el acto malvado de balear a dos niños indicaba que para su autor era un acto trivial y común? Evidentemente se está refiriendo al segundo sentido. Pero la expresión “banalidad del mal” tiene aún un sentido más hondo y nos permite -en la brevedad de esta columna- invitar a reflexionar sobre la responsabilidad personal ante el mal, en estos críticos tiempos de deficit ético que estamos viviendo.
La “banalidad del mal” es un concepto creado por la filósofa alemana, de origen judío, Hannah Arendt (1906-1975), quien había sufrido la persecución de los nazis, fue privada de la ciudadanía alemana y vivió en los Estados Unidos desde 1941, enseñando en diversas universidades y publicando varios libros de teoría política.
En 1961 tuvo lugar en Jerusalén el juicio contra Adolf Eichmann, uno de los responsables del exterminio de millones de judíos realizado por los nazis. Eichmann había sido ubicado en Argentina, donde vivía tranquilamente con su familia. Fue apresado por un grupo de agentes israelitas, que secretamente lo llevaron a Israel para ser juzgado; fue condenado a muerte y ejecutado en 1962. Hannah Arendt asistió al juicio a Eichmann para informar del hecho en una revista norteamericana, y en 1963 publicó uno de sus libros más conocidos: “Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal”.
Arendt describe minuciosamente el juicio, y pone a sus lectores una pregunta fundamental: ¿por qué Eichmann no parecía un monstruo malvado, alguien lleno de crueldad, si lo que había hecho era ciertamente un horror? A partir de esta reflexión, Arendt creó la expresión “banalidad del mal” para indicar que hay personas que actúan dentro del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos; no ven las consecuencias de sus actos, sino que les preocupa cumplir las instrucciones y operar dentro del sistema tal como él es. Dice Arendt, “eran personas ‘normales’, a pesar de los crímenes que cometieron”.
Arendt distingue entre conocimiento, como acumulación de saberes y técnicas, y pensamiento, señalando que Eichmann “sabía” lo que hacía, pero no “pensaba” en lo que hacía, en el sentido que ese “pensar” es dialogar consigo mismo acerca de los actos que se realizan y sus consecuencias. Eichmann no dialogaba consigo mismo, había “apagado” su conciencia moral, y así funcionaba bien en el sistema, sin cuestionarlo y sin sentirse culpable. Era un “buen burócrata”, dirá Arendt.
Entonces, Eichmann no se percató de lo que hacía; no en el sentido de que no supiera que estaba mandando millones de personas a la muerte, sino en el sentido que no actuó movido por motivaciones personales malignas, pero era alguien que se había vuelto incapaz de distinguir el bien y el mal. Así era -también- culpable de sus actos porque, dice Arendt, “si la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo tiene que ver con la capacidad de pensar, entonces debemos poder ‘exigir’ su ejercicio a cualquier persona que esté en su sano juicio, con independencia de su grado de erudición o ignorancia, inteligencia o estupidez que pudiera tener”.
Entonces, la banalidad del mal consiste en que cuando no hay autorreflexión no son necesarias malas intenciones para realizar malas acciones, sino propósitos tan triviales o comunes como la ambición en el trabajo, o la búsqueda de reconocimiento social, o incluso el proyecto de disfrutar de una vida tranquila junto a la familia; esas pueden ser motivaciones suficientes para llegar al delito cuando ya no hay pensamiento, autorreflexión, diálogo consigo mismo, es decir, cuando se ha silenciado la conciencia moral; ahí estamos ante personas “normales” capaces de cometer acciones infames.
No es posible extenderse más, pero estoy seguro que usted, estimado lector o lectora, pudo identificar a personas que conoce o a personajes de la vida pública, o a protagonistas ya conocidos del apagón ético de nuestra sociedad, que son una viva muestra de la banalidad del mal y que no se sienten culpables, aunque saben que están cometiendo delitos o actuando de modo incorrecto. En una próxima columna seguiremos reflexionando acerca de qué podemos hacer ante la banalidad del mal.