La fuente de toda esperanza
En esta mañana de domingo pareciera que en nuestro mundo todo sigue igual… Sin embargo, en la fe celebramos el acontecimiento más novedoso y transformante de toda la historia: Jesús, el Crucificado, ¡ha resucitado! Es el vencedor de todo lo que destruye al ser humano, vencedor del pecado y la muerte. ¡Es el Señor de toda la creación!
Y no nos dejemos engañar por las apariencias de que todo sigue igual en nuestro mundo, porque en la resurrección del Señor Jesús toda la creación queda abierta a su destino de plenitud en Dios, puesto que “ya que han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba” (Col 3, 1).
Los que mataron a Jesús, ciertamente pensaban que estaban diciendo la palabra última y definitiva: “lo matamos, nos libramos de este estorbo para nuestros planes, y en poco tiempo se acabará el revuelo que causó con lo que dijo e hizo”. Pero, allí donde el drama humano del pecado se desplegaba con aparente impunidad y la muerte parecía ser el sello definitivo de su victoria; allí donde los hombres pretendían poner el sello definitivo de su victoria, allí mismo es Dios quien ha dicho la última palabra, desmontando el drama humano del pecado y venciendo la muerte en su propio terreno.
Pocos días después de la ejecución del Señor Jesús, sus discípulos proclamaban en las calles de Jerusalén: “Jesucristo, el que ustedes mataron, ha resucitado, ¡vive!”. Así, la resurrección del Señor Jesús es el sello definitivo de su historia y de la historia de todos los hombres y mujeres. Es el sello de que, en la historia, la última palabra pertenece a Dios, incluso ante algo que parece tan poderoso como la muerte.
Este es el centro de la fe cristiana y es la raíz de nuestra esperanza, al punto que “si Cristo no hubiera resucitado, vano sería nuestro anuncio y vana sería nuestra fe” (1 Cor 15,14). Si Jesús no hubiera resucitado, sólo sería uno más en una galería de personajes célebres de la historia, sería el recuerdo de un hombre justo y lleno de bondad y sabiduría que -como tantos otros- cayó ante los poderes de este mundo.
En su vida y en su pasión, el Señor Jesús no ha caminado hacia el fracaso, como piensan quienes se sitúan desde la fuerza, la razón, el dinero o el poder mundano; su historia no termina en una tumba -que está vacía-, sino que su triunfo; su éxito y fecundidad están en las manos de Dios que lo ha resucitado y constituido Señor de todo lo creado. La última palabra no la han tenido ni el emperador romano ni Pilatos, la última decisión no fue la de Caifás o Herodes, sino que en el Resucitado se manifiesta que Dios es el defensor de los que no le importan a nadie, y sólo hay una manera de seguirlo: jugarse en la defensa de los pequeños e indefensos, poner vida donde otros ponen muerte; estar junto a los que sufren y con las víctimas, y luchar siempre contra los que hacen sufrir.
Nuestra fe vive de la resurrección del Señor Jesús. Nosotros no seguimos a un muerto, por muy ilustre que sea; sino que seguimos al Viviente, al vencedor del pecado y de la muerte, el cual es la fuente de nuestro humanismo y renovación espiritual, la fuente de una vida que no acabará nunca, porque es una vida en Dios.
Proclamar la resurrección de Jesús es anunciar lo que resulta increíble en la lógica de este mundo, que el camino del Señor Jesús como Siervo es un itinerario de éxito pleno; el grano de trigo muerto en tierra ha dado una espiga nueva en el Resucitado y en la comunidad creyente que vive de la vida entregada del Señor Jesús.
Este poder de Dios manifestado en la fuerza de la resurrección es el que está actuando en nuestro mundo buscando lo que está muerto, abatido, empobrecido y humillado, para conducirlo a la plenitud de lo humano: una vida en el amor de Dios.
¡Feliz Pascua del Señor Jesús resucitado para todos y todas!