Estallido de gobierno
Muy caro le han costado al país los años de este gobierno de principiantes, de estudiantes en práctica -o como quiera llamársele- , quienes partieron con una crítica dura y ácida a toda la estructura política tradicional de izquierda y a políticas como la de seguridad del Estado, la relación con el empresariado y, en general, todo lo que Chile significaba antes de asumir ellos. La promesa era refundar, construir desde cero una nueva forma de gobernar. El resultado, sin embargo, ha sido un aprendizaje a golpes, caro y doloroso para todos.
El gobierno de los “nuevos tiempos” comenzó con una épica de superioridad moral y un desprecio casi pedagógico hacia la vieja política. La Concertación, la transición, los consensos, todo parecía obsoleto ante la promesa de una generación iluminada que venía a corregir los errores de sus mayores. Pero la historia política es una maestra cruel. Al poco andar, la realidad les impuso un curso intensivo en pragmatismo: aprender a gobernar en medio de crisis simultáneas, con una administración inexperta y con un país fracturado por el estallido social y la pandemia.
La ironía es que, en su proceso de maduración, terminaron comiéndose sus palabras. Hoy no sólo replican las mismas prácticas que criticaron, sino que las han perfeccionado con entusiasmo. Los antiguos cuadros de la Concertación -aquellos “cómplices pasivos” del orden neoliberal- volvieron a ocupar posiciones de poder, ahora como tutores improvisados de esta nueva generación. El resultado ha sido una mezcla desordenada de idealismo y burocracia, de consignas y tecnocracia apurada. La política pública se ha vuelto un campo de ensayo más que de ejecución.
Tal como lo expresara en su momento el exministro de Hacienda José de Gregorio, “esperaba que ganara el Frente Amplio. No por afinidad, sino porque creía que el país necesitaba que aprendieran gobernando. Si seguían cuatro años más fuera del poder, iba a ser peor, iban a volver más recargados”. La frase, que parecía una advertencia académica, hoy suena casi profética. Gobernar ha sido, efectivamente, una lección cara. Aprendieron, sí, pero a costa de un país que se estancó, de reformas que no avanzaron y de una ciudadanía que perdió la paciencia.
De manera realista, el escritor Rafael Gumucio sintetizó en X: “Un gobierno de estudiantes cree, naturalmente, que su único deber es aprender (y no gobernar)”. Esa frase resume una sensación transversal: la de estar ante un elenco que confundió la práctica con la gestión, el aprendizaje con el deber, el ensayo con la ejecución. Gobiernan como si aún estuvieran en una asamblea universitaria, discutiendo más de lo que deciden.
El analista Cristóbal Bellolio, por su parte, ha recordado que entender el estallido social como momento populista “es especialmente útil para las élites, que últimamente se han dejado convencer por la tontera del ‘estallido delictual’. Sirve para recordarles que sus condoros no pasan colados. Que su displicencia deja heridos. Que su lucha interna no deja a nadie bien parado”. Pero esa reflexión sirve también para el actual gobierno: creer que el estallido fue sólo un grito contra “los otros” -los viejos, los poderosos, los corruptos- fue no entender que el reclamo también apuntaba a ellos, a su soberbia y su falta de calle.
Chile, una vez más, se ha convertido en el laboratorio de una generación que llegó a aprender haciendo. Ojalá que esta vez la lección quede bien aprendida y no tengamos que pagar, como país, otra matrícula tan costosa. La política no es un taller de prácticas: es una responsabilidad real, con consecuencias reales. Y cuando se gobierna sin haber pasado por el rigor de la experiencia, el aprendizaje se paga con retrocesos.




