Fin de una era en Roma
La muerte del Papa emérito Benedicto XVI, marca el fin de una era que empezó a mediados de los años 50 del siglo pasado. Después de Pío XII, el Papa de la Segunda Guerra Mundial, Juan XXIII inició un gran viraje. Al convocar al Concilio Vaticano II quiso, como lo dijo él mismo, que se abrieran las ventanas y entrara una corriente vivificadora de aire fresco.
Fue el comienzo. Pero un comienzo lleno de dificultades debido a las poderosas corrientes conservadoras. La muerte de Juan XXIII, después de las tres primeras sesiones (una por año) del Concilio, dejó en suspenso sus ambiciosas metas.
Paulo VI, calificado una vez por el propio Juan XXIII, como “un hamlético cardenal”, hizo suyos los principios del gran cambio. Pero no puso el mismo empeño. Las corrientes vivificadoras no superaron las barreras internas de la Iglesia Católica. La situación se complicó más tarde. Cuando fue elegido Juan Pablo II, tras los breves 30 días de Juan Pablo I, irrumpió el dramático estallido, oculto por años, de los sacerdotes pedófilos.
El Papa Wojtyla, pese a que su prioridad era la lucha contra el comunismo, vivido de cerca en Polonia, tomó conciencia de la necesidad de algunas medidas radicales. Era difícil no hacerlo así cuando desde todo el mundo, incluyendo nuestro país, crecían las denuncias de excesos.
Esa fue la pesada carga que en su momento cayó sobre los hombros de Benedicto XVI. Como cardenal se había distinguido por su agudo pensamiento teológico, actuando como “perito” en el Concilio. Pero también era un hombre conservador, impregnado de una fe profunda y deseoso de convertir a la Iglesia Católica en fuente de inspiración de Occidente.
Mientras Juan XXIII era un pastor de origen campesino refinado por su paso por la diplomacia vaticana, Benedicto representaba la profundidad intelectual de la fe tradicional. Creía en la necesidad de renovar el catolicismo recuperando sus raíces, carcomidas por la modernidad. Lo dejó en claro en tres encíclicas magistrales. Pero, en pocos años se convenció que la tarea era superior a sus fuerzas. Provocando un terremoto, anunció que renunciaba “por el bien de la iglesia”. La decisión cerró un papado en el que sus esfuerzos por revitalizar la Iglesia Católica Romana se vieron ensombrecidos por el escándalo de los abusos sexuales no resueltos. Fue elegido en su reemplazo el argentino Jorge Bergoglio, el Papa Francisco.
Benedicto, el intelectual poco carismático que había predicado en gran medida a los creyentes más fervientes de la iglesia, terminó siendo eclipsado por Francisco, un sucesor inesperadamente popular. El Papa Bergoglio, un jesuita argentino, ha buscado ampliar el atractivo del catolicismo y hacer que el Vaticano sea nuevamente relevante en los asuntos mundiales.
Lo que siguió ha sido reiterado tras la muerte de Benedicto XVI.
Por primera vez dos Papa convivían en el Vaticano. Como resumió The New York Times, “los dos hombres estaban en buenos términos personalmente, pero a veces fue un arreglo incómodo, y Francisco se movió de manera decisiva para remodelar el papado, despidiendo o degradando a muchos de los designados tradicionalistas de Benedicto y elevando la virtud de la misericordia sobre las reglas que el cardenal Ratzinger vivió tratando de hacer cumplir”.
Se ha abierto una nueva era.