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Una mujer servidora, grande y sencilla

Por Marcos Buvinic Domingo 24 de Enero del 2021

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En estos meses de pandemia hemos visto y acompañado la partida de muchas personas que nos han dejado por causa del virus. Quisiera, en este comentario, recordar con gratitud y admiración a una mujer de corazón noble, grande y sencilla, que estoy seguro que muchos de los lectores conocieron; me refiero a Marta Díaz Ravena, más conocida como “la Martita”, que a los 84 años de edad falleció en el hospital de nuestra ciudad. Ella ha sido, para muchos, en nuestra Iglesia y en nuestra ciudad de Punta Arenas, un testigo ejemplar de la belleza y fecundidad de una vida según el Evangelio.

La Martita fue -por muchos años- uno de los personajes más presentes en la vida del barrio y de la parroquia San Miguel. Llegó a vivir al barrio San Miguel en 1951 y siempre permaneció allí en su casa -en calle Señoret, entre Boliviana y Paraguaya-, donde formó su hogar junto a su esposo -don Santiago González- y los cuatro hijos que tuvieron: Santiago, Concepción, Eduardo y Miguel; un hogar abierto y acogedor donde Martita siempre recibía con calidez a quien golpeara a su puerta.

El rostro apacible de Martita estaba habitualmente adornado por una hermosa sonrisa, aún en medio de situaciones complejas, donde tenía el don de llevar una cercana calidez, acompañada de serenidad y consuelo. Tenía el don de hacer que todas las personas se sintieran bien, acogidas y en confianza; también, cuando era necesario, sabía ser firme y expresar con claridad y determinación sus puntos de vista, particularmente cuando su fe cristiana era injustamente atacada. La vida de Marta estaba profundamente animada por su fe en el Señor Jesús, alimentada en la oración y en la vida de la comunidad cristiana; su honda relación personal con el Señor Jesús era lo que llenaba su vida y la proyectaba hacia los demás.

La comunidad parroquial de San Miguel tuvo en Martita una de sus animadoras permanentes; fue una maravillosa catequista que sabía comunicar la belleza de la fe cristiana a niños, jóvenes y adultos. También estoy seguro que muchos de los lectores recibieron la gracia de la fe y las enseñanzas fundamentales del Evangelio a través de su servicio de catequista, para el cual siempre estuvo disponible. En este servicio de catequista, Marta fue por muchos años, la responsable del Departamento de Catequesis de nuestra diócesis, junto a sus grandes amigas María Cristina Nielsen -también fallecida- y Tila Moraga, y junto a las hermanas franciscanas Cristina Escobar, y luego Frida Alvarez.

Se puede decir que en todas estas décadas no hubo iniciativa de la comunidad cristiana o del barrio -a través de su activa participación en la junta de vecinos- que no tuviera a Martita como una de sus protagonistas o colaboradoras, y todo esto con una sencilla disponibilidad, sin hacer ruido ni buscar reconocimientos, porque sabía bien que servía a su Señor Jesús al servir a sus hermanos. La solidaridad activa de Martita era incansable, y en los años complejos de la dictadura en nuestro país, siempre supo estar cerca de quienes sufrían y necesitaban ayuda, consuelo o una clara defensa de su dignidad y derechos pisoteados.

En los últimos años, cuando sus fuerzas fueron menguando fue dedicándose a visitar a los enfermos del barrio y, como Ministra de la Eucaristía, les llevaba -con su habitual calidez y cercanía- el servicio de la Palabra de Dios, la oración y la presencia del Señor Jesús en la Eucaristía; así también, su presencia enriquecía y animaba la vida del club de adultos mayores de la comunidad de San Miguel. Hace un par de semanas salió la noticia que el Vaticano autorizaba a las mujeres a ser presidir celebraciones litúrgicas como ministras de la Palabra y la Eucaristía; eso, ¡Martita lo hacía ya hace 40 años, presidiendo muchas veces la celebración dominical de su comunidad y también los funerales de los hermanos que partían al encuentro definitivo con el Señor! Este monumento de mujer generosa y servidora, nunca reclamó nada para sí y, en su sencillez, sabía pasar desapercibida como una de tantas mujeres que caminan por nuestras calles.

Hoy, al despedir a Martita, lo hacemos acompañando a su numerosa familia, sus hijos, nietos y bisnietos. La despedimos con gratitud, como un regalo a través del cual el Señor enriqueció la vida de muchas familias con el tesoro de la fe cristiana, enriqueció la vida de nuestra Iglesia y de nuestra ciudad con el testimonio de la belleza de una vida según el Evangelio.