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Vargas Llosa: la desbordante vida del último sobreviviente del boom latinoamericano

Lunes 29 de Marzo del 2021

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Cuando el teléfono sonó poco antes de las seis de la mañana en su casa de Washington, Alvaro Vargas Llosa se sobresaltó. Una muerte en la familia, qué otra cosa podía ser.

La voz de su padre, sin embargo, sonó en las antípodas del dolor: “Alvarito, me concedieron el Nobel”.

Mario Vargas Llosa, que acostumbraba levantarse a las 5,30 de la mañana -y aun lo hace, incluso este domingo 28 de marzo, cuando cumplió 85 años- estaba en el mismo huso horario, en Nueva York, preparando una clase para dar en la Universidad de Princeton, cuando atendió la llamada con el anuncio desde Europa. No reparó en las rutinas más comunes de su hijo: le ardía compartir el notición. Ya había recibido los premios literarios más importantes: el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/Nabokov, el Grinzane Cavour, el primer Rómulo Gallegos por “La casa verde”; pronto la monarquía de España, donde reside y es ciudadano hace tres décadas, lo convertiría en marqués para reconocer “su extraordinaria contribución, apreciada universalmente, a la Literatura y a la Lengua española”.

“¡Los cholos hemos llegado a la aristocracia española!”, comentó con humor: él, nacido en una república como es el Perú, y uno de los predicadores más rotundos y pendencieros del liberalismo, ahora tenía título nobiliario.

Porque si algo distingue al único sobreviviente de los famosos escritores del boom latinoamericano, autor de obras enormes como “La guerra del fin del mundo”, “La ciudad y los perros”, “Conversación en la Catedral” o “La fiesta del Chivo”, es que en su larga vida defendió las ideas de la libertad. Desde su ruidosa ruptura con la revolución cubana por la detención del poeta Heberto Padilla en 1971 hasta su reciente libro “La llamada de la tribu” (una colección de perfiles de los pensadores que lo inspiraron como Adam Smith, Raymond Aron, José Ortega y Gasset o Isaiah Berlin) el tema ha estado en el centro de su pensamiento. Incluso en 1990 llegó a fundar el Movimiento Libertad y se postuló para la presidencia de Perú, que perdió en segunda vuelta contra Alberto Fujimori.

Su pasión política se ha filtrado también en su novela más reciente, “Tiempos recios”, sobre la Guatemala del golpe que derrocó a Jacobo Arbenz en 1954, pero nunca desplazó la literaria: lo que más ha hecho Vargas Llosa en sus 85 años de vida es escribir, escribir como un poseído, al punto de haber publicado más de 60 títulos, sin contar su columna regular en El País, “Piedra de toque”.

Agnóstico, futbolero, capricorniano, viajero y mujeriego, el marqués Vargas Llosa fue primero un Beatle de la literatura, que rodaba de fiesta en fiesta en la Europa de los sesenta y los setenta con sus compinches Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante y Gabriel García Márquez. La política lo separó del argentino Cortázar; una dama apuró el fin de sus desavenencias ideológicas con el colombiano García Márquez, a quien le partió la cara de un puñetazo en un cine. En “la casa más anormal del mundo”, como recordó el hogar de su infancia peruana en sus memorias, “El pez en el agua”, nunca imaginó un destino tan rico; mucho menos que en la vejez saldría a menudo en el ¡Hola! -que precisamente se comenzó a publicar cuando él era un niño- del brazo de la socialite Isabel Preysler, la ex de Julio Iglesias, enamoradísimo.

Papá no estaba
muerto

Jorge Mario Pedro Vargas Llosa nació el 28 de marzo de 1936 en Arequipa -ciudad a la que hace poco donó su biblioteca personal- porque su padre sugirió a Dora Llosa que pasara los meses finales del embarazo al cuidado de su madre y no con él en Lima. Dicho lo cual, desapareció por los siguientes 10 años.

Mario creció -mientras se mudaba según el empleo de su abuelo, Pedro Llosa, entre Bolivia y Perú- convencido de que su padre había muerto. Acababa de terminar quinto grado cuando la madre lo vistió para salir y le dijo:

-Tú ya lo sabes, ¿no es cierto? Que tu papá no estaba muerto.

-Por supuesto. Por supuesto -respondió el niño.

“Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto?”, escribió en “El pez en el agua”.

Ese día conoció a su padre Ernesto Vargas, y poco después empezó a vivir con él y la madre en Lima.

De inmediato lo prefirió muerto, el retrato que besaba cada noche antes de dormir. Con su padre hizo un curso rápido de violencia doméstica; sintió miedo y luego asco por haber sentido miedo. Innumerables veces le pidió a su madre que se fueran de la casa y algunas lo consiguió. Pero la madre regresaba: por tradición cultural, por falta de recursos económicos, por el círculo mismo del maltrato.

En 2020, cuando recibió el premio Eñe, recordó que fue ella quien, sin querer, lo instó a leer, y a salvarse así, escondido en el mundo paralelo de historias. Ella tenía en su mesa de luz un libro de Pablo Neruda, “20 poemas de amor y una canción desesperada”, y él se lo pidió prestado. “No son poemas para un niño”, se lo negó.

Y por eso lo primero que Vargas Llosa hizo, apenas Dora se distrajo, fue leerlo. “Recuerdo que había un verso, ‘mi cuerpo de labriego salvaje te socava y hace saltar al hijo del fin de la tierra’ que me hizo sospechar que allí había pecado”, contó.

Frente a la casa donde los Vargas vivían, en la avenida Salaverry del barrio Magdalena del Mar, había una pequeña librería, más bien unas mesas improvisadas en un garaje. Allí compraba revistas como Penecas y la argentina El Gráfico, en la que seguía el fútbol; también libros de Emilio Salgari, Karly May y Julio Verne. Como el dinero que le daba su madre era poquito, el librero le prestaba títulos a condición de que los devolviera en perfecto estado al día siguiente.

Su padre Ernesto, desde luego, no aprobaba los gustos del niño. En una de las habituales trifulcas con su madre secuestró a Mario -lo dejó al cuidado de la mujer y los hijos que había tenido en los 10 años de ausencia-, se presentó con un revólver en la casa de los Llosa y “despotricó contra la educación que me habían dado, engriéndome e inculcándome que lo odiara y fomentándome mariconerías como decir que de grande sería torero y poeta”, recordó en “El pez en el agua”. A los 14 años su padre lo mandó al Colegio Militar Leoncio Prado a que lo enderezaran.

-Y, al contrario, ¡me dio el tema de mi primera novela! -dijo a The New York Times en 2018.

El escribidor
enamorado de la tía

Cuando salió esa novela, “La ciudad y los perros”, en 1963, la dirección del colegio militar compró 1.000 copias y les prendió fuego en un acto oficial. También recibió el Premio Biblioteca Breve de España, con un elogio en technicolor: “La mejor novela en lengua española de los últimos 30 años”.

Para entonces Vargas Llosa había trabajado como periodista en el diario La Industria, de Piura; había estrenado una obra de teatro en la sala Variedades, de Lima, La huida del Inca, y había ganado el premio Leopoldo Arias de 1959 con su libro de cuentos “Los jefes”. También se había casado con su tía política Julia Urquidi: él tenía 19 años, ella 29 y era divorciada, una combinación escandalosa entonces.

En Lima, desde 1953 militó en la izquierda que denostaría luego: estudiaba Derecho y Letras en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, mientras leía a Karl Marx y José Carlos Mariátegui en el grupo Cahuide, donde se replegaban los comunistas porque el militar Manuel Odría había proscrito a todos los partidos excepto el suyo. Esa experiencia también se coló en una de sus novelas más celebradas, “Conversación en la Catedral”, que publicó en 1969.

Esas dos novelas, fundacionales del boom, y varias otras, salieron cuando Vargas Llosa ya estaba en Europa. En 1959 viajó becado a España, donde se doctoró en la Universidad Complutense de Madrid, y a continuación se instaló en París. Sobrevivía enseñando castellano en las escuelas Berlitz y redactando cables en la agencia France Presse; era feliz con Julia hasta que dejó de serlo -ella lo contaría en detalle en “Lo que Varguitas no dijo”, las memorias de 1983 que aluden a la novela “La tía Julia y el escribidor”, de 1977- y se divorciaron en 1964.

Vargas Llosa era ya famoso en 1965 cuando viajó a Cuba, donde la revolución inspiraba una vida mejor para los pobres -y eran muchos- de toda América Latina, con el desparpajo muy sixties de haberse declarado socialista a 90 millas náuticas de los Estados Unidos. Como tantos intelectuales de la época, Vargas Llosa acompañó el gobierno de Fidel Castro, fue jurado del Premio Casa de las Américas e integró el Consejo de Redacción de la revista del organismo.

También ese amor llegaría a su fin.

“Si no escribiera, me
volaría los sesos”

Todavía faltaba para eso, para que cambiara una comida con Castro en La Habana por otra con Margaret Thatcher en Londres. Mientras tanto, organizó el régimen que lo acompañaría la vida entera: se levantaba y escribía. Cada mañana. Siempre.

“Si no escribiera -dijo a The Paris Review en 1990- me volaría los sesos, sin dudas”. Eso sucedía en buena medida porque –sentía- eran los temas los que lo elegían a él. “Ciertas historias se me impusieron; no las pude olvidar porque, de alguna manera oscura, se asociaban a alguna clase de experiencia fundamental. No sabría decir cómo. Por ejemplo, el tiempo que pasé en el Colegio Militar Leoncio Prado, en Lima, cuando todavía era un niño me provocó una necesidad real, un deseo obsesivo de escribir”.

Más allá del trauma de aquella experiencia, “ha sucedido más o menos lo mismo con todos mis libros”, siguió. “Nunca tuve la sensación de haber decidido racionalmente, con sangre fría, que iba a escribir una historia. Al contrario: ciertos eventos o personas, a veces sueños o lecturas, se me imponen de pronto y exigen mi atención. Por eso hablo tanto de la importancia de los elementos puramente irracionales en la creación literaria”.

Después viene el trabajo. Horas-silla.

“Una buena novela es la conjunción de muchos factores, el principal de los cuales es, sin dudas, el trabajo duro”, explicó en 2002 a The Texas Monthly. “Detrás de una buena novela hay muchas cosas, pero en particular hay mucho trabajo: mucha paciencia, mucha tenacidad. Y un espíritu crítico. Se ha dicho que el secreto de una obra maestra es 10% de inspiración y 90% de transpiración”.

A pesar de su carrera de seis décadas, dijo al recibir el premio Eñe que sigue sintiéndose “muy inseguro” al empezar un proyecto nuevo, “generalmente muy perdido en las ideas que tengo”. Sólo comienza a escribir cuando siente que ha ordenado en su cabeza “muchas fichas, esquemas de lo que quiero”. Que no son fáciles, ya que combinan muchos planos, desde la emoción humana hasta la política, desde el erotismo hasta el humor.

Y todo eso, a la vez, en distintos géneros, al punto que en un mismo año, 1981, publicó la novela “La guerra del fin del mundo” (la Guerra y paz de América Latina, la elogiaron), la exitosa obra de teatro “La señorita de Tacna” y los ensayos de “Entre Sartre y Camus”. No fue un año excepcional de fiebre productiva de este admirador de Gustave Flaubert, William Faulkner y Jorge Luis Borges: en 1993, por caso, publicó las memorias de “El pez en el agua”, la obra de teatro “El loco de los balcones” y la novela “Lituma en los Andes”.

De Fidel Castro a
Margaret Thatcher

1971 marcó un punto de inflexión para Mario Vargas Llosa.

Publicó “García Márquez: historia de un deicidio”, su tesis doctoral sobre la obra del colombiano, y fue su último gesto de amor sincero hacia él. De ahí en más su relación descarrilaría.

Y firmó con otros intelectuales una carta abierta a Castro, publicada en Le Monde, que comenzaba sin ambages: “Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla sólo puede haberse obtenido por medio de métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias”.

Padilla, detenido por “desafecto” a la revolución, había firmado una autocrítica delirante, que sin embargo no alcanzó para que pudiera seguir viviendo en la isla. “Con la misma vehemencia con que hemos defendido desde el primer día la revolución cubana, que nos parecía ejemplar en su respeto al ser humano y en su lucha por su liberación, lo exhortamos a evitar a Cuba el oscurantismo dogmático, la xenofobia cultural y el sistema represivo que impuso el estalinismo en los países socialistas”.

Firmaron Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Marguerite Duras, Hans Magnus Enzensberger, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Michel Leiris, Juan Marsé, Plinio Mendoza, Carlos Monsiváis, Alberto Moravia, José Emilio Pacheco, Pier Paolo Pasolini, Alain Resnais, José Revueltas, Juan Rulfo, Nathalie Sarraute, Jean-Paul Sartre, Jorge Semprún, Susan Sontag y muchos otros.

Vargas Llosa entre ellos. García Márquez y Cortázar, en cambio, no firmaron.

“Me sentí como un sacerdote expulsado: liberado, pero perdido”, dijo al Financial Times (FT) en 2018. “Hasta que me mudé a Londres”.

Contó en “La llamada de la tribu”: “Optar por el liberalismo fue un proceso sobre todo intelectual de varios años al que me ayudó mucho el haber residido entonces en Inglaterra”, escribió, ”y haber vivido de cerca los once años de gobierno de Margaret Thatcher”. La conoció en casa del historiador Hugh Thomas, al mismo tiempo que leía a Adam Smith, Friedrich Hayek e Isaiah Berlin. Le encantó: “La guiaban como estadista unas convicciones y, sobre todo, un instinto profundamente liberales; en eso, se parecía mucho a Ronald Reagan”.

Vote Vargas Llosa

Al mismo tiempo en su país comenzaban las operaciones del grupo ultramaoísta Sendero Luminoso; observaba la brutalidad de sus acciones con preocupación cuando, a mediados de 1987, el Presidente Alan García anunció que iba a nacionalizar bancos, aseguradoras y financieras. Nomás para descargar su mal humor, publicó un artículo en el diario El Comercio, “Hacia el Perú totalitario”.

Sin darse cuenta, dio el primer paso en un camino que lo llevaría a ganar en la primera vuelta las elecciones de 1990, pero a perderlas en la segunda.

Los días que siguieron fueron una locura: cartas, llamadas, visitas de gente que quería saber cómo sumarse. ¿Sumarse a qué? Pues a algo, lo que haya.

Se organizó una manifestación, lo invitaron a hablar.

– Si subes a ese estrado terminarás haciendo política y la literatura se irá al diablo. Y la familia se irá al diablo también- le dijo su segunda esposa, Patricia (de apellido Llosa: también era su prima).

– Yo he encabezado la protesta contra la estatización. No puedo echarme atrás ahora. Se trata de una sola manifestación, de un solo discurso -recordó que le dijo, en sus memorias-. No voy a hacer política ni a dejar la literatura ni a ser candidato.

En un contexto de violencia, la campaña no pudo prescindir de amenazas de bomba, ataques a los vehículos del Fredemo (que el candidato formó con su Movimiento Libertad, el Partido Popular Cristiano y Acción Popular del ex Presidente Fernando Belaúnde Terry) y hasta asesinatos. Pero parecía que Vargas Llosa ganaba.

Y entonces, desde el fondo, fue avanzando un candidato extraño: se burlaba del escritor intelectualoide mientras aparecía al volante de un tractor y prometía un shock económico que terminaría con la hiperinflación y sacaría de la pobreza a más de un tercio de los peruanos. Alberto Fujimori ganó, aplicó medidas similares a las que proponía su archinenemigo, a falta de propias, y en 1992 disolvió el Congreso.

Vargas Llosa pidió, y obtuvo al año siguiente, la ciudadanía española. En 1994 lo incorporaron a la Real Academia de la Lengua.

La vida le dio una revancha simbólica: el mismo año 2000 en que publicó “La fiesta del Chivo”, su exitosa novela sobre Rafael Trujillo, el dictador de República Dominicana, se conocieron los crímenes de Vladimiro Montesinos, el superasesor de Fujimori. En medio del escándalo, el Presidente de origen nipón escapó de Perú. Su renuncia llegó a Lima vía fax.

Contra el populismo
y a favor del amor

“El comunismo se ha destruido a sí mismo por su total incapacidad”, dijo Mario Vargas en un encuentro de su Fundación Internacional para la Libertad, que creó con su hijo Alvaro. “Sin embargo, el populismo es mucho más difícil de combatir porque no es una ideología, no es un sistema con ideas que podamos refutar racionalmente”.

De Juan Perón a Hugo Chávez, pero también del Brexit a Donald Trump (”es tan tercermundesco”, lo despachó ante el Financial Times), el escritor ha criticado todas las formas del populismo sin cansancio. Durante la gira por Estados Unidos para presentar la traducción al inglés de su libro “La civilización del espectáculo” unió su prédica contra el populismo a los conceptos de ese libro, el principal de los cuales es que la cultura se deslizó hacia el entretenimiento.

“La elección de Trump es muy típica de la transformación de la cultura en nuestra época, en la cual el espectáculo es un aspecto esencial de la comunicación, en particular en política”, dijo a Asymptote. “La influencia de los libros, al menos de las ideas, se ha reducido y no sólo en los países del Tercer Mundo, sino particularmente en los del primero. Creo que esto, probablemente, explica por qué el populismo y la demagogia son tan ubicuos en nuestra época”.

Poco después de esa entrevista, Vargas Llosa salió fotografiado con Isabel Preysler en el ¡Hola!, que los descubrió de la mano. Eso precipitó su divorcio de Patricia.

“Hace cuatro años, en su ensayo ‘La civilización del espectáculo’, él criticó, entre otros, a la revista ¡Hola! por su frivolidad y, en general, por degradar la verdadera cultura”, dijo su hijo Gonzalo en 2016, cuando la nueva pareja ya se había formalizado. “Y en casa, a lo largo de los años, a menudo le he escuchado referirse con desprecio y burla a esa revista”. Pero “el amor siempre impone pruebas”, argumentó su padre al Financial Times. Esta vez, sonreír a los paparazzi.

“El amor es la experiencia probablemente más enriquecedora que tiene un ser humano”, dijo al Times para no hablar sobre el escándalo de las fotos con Preysler, que se publicaron a pocos días de que celebrara el 50 aniversario de casados con Patricia. “Nada transforma tanto la vida de una persona como el amor. Al mismo tiempo, el amor es una experiencia privada. Si se hace pública, se abarata, se empobrece, se llena de lugares comunes. Por eso es tan difícil escribir sobre el amor en la literatura”.

Dejó su apartamento histórico, a pasos del Teatro Real de Madrid, para mudarse a la mansión de ocho habitaciones que el esposo anterior de Preysler, el ex ministro español de Economía, Miguel Boyer, había construido en Puerta de Hierro. Allí se sigue levantando, como siempre, a las 5,30 de la mañana, para ejercitarse durante una hora y dedicar luego la mañana entera a escribir. Incluso el domingo de su cumpleaños 85.

“Escribir es lo que hago. Es mi vida”, dijo al Financial Times como quien se excusa. “En realidad, espero morirme escribiendo”.

Infobae