El costo de aceptar la realidad del Estado Chileno.
Carlos Contreras Quintana
El dictamen de Contraloría número 173171 del año 2022 que imparte instrucciones respecto de las contrataciones a honorarios en los órganos de la Administración del Estado ha generado una serie de reacciones en el mundo político y público por cuanto ha establecido un nuevo análisis del régimen de contratación a honorarios en la Administración del Estado en cuanto a “relevar que todas las labores que, por su naturaleza, son inherentes a la función pública, deben desarrollarse por los servidores de planta o a contrata del respectivo organismo y, excepcionalmente, por personas contratadas a honorarios”, considerando que, si las labores que cumple un trabajador a honorarios son las comunes, su contratación debe ser permanente y asumir en plenitud los derechos y obligaciones de un funcionario, propiamente tal, de la administración del Estado.
El problema de fondo radica en que el Estado chileno es mentiroso y que la clase política, luego que ha transitado en el gobierno tanto la izquierda como la derecha, no ha tomado decisiones reales en cuanto al tamaño del Estado, la naturaleza de los servidores y la proyección y real alcance de las políticas y programas públicos.
Contraloría no hace más que aplicar la ley, una ley respecto de la cual todos han hecho vista gorda, son ciegos, sordos y mudos, y que exige sincerar (palabra que se utiliza mucho, pero se aplica poco) la situación de una planta estatal y municipal que no cumple ni siquiera con los mínimos necesarios para la gestión que debe cumplir por estos días y esta acción constituye la primera oportunidad en la cual se ha colocado el cascabel al gato y se ha precisado lo que corresponde hacer. Nada se ha inventado, sólo se ha dejado constancia de lo que corresponde efectivamente hacer en el caso de los mal llamados “funcionarios” a honorarios.
El problema no es la verdad o sincerar una situación, el problema real es que no se quiere asumir el costo de lo que implica afinar el Estado al siglo XXI, un costo que tiene diversas caras.
El costo político de definir el porte, el rol y la proyección de un Estado en un contexto de libre mercado con una fuerte necesidad de consagrar derechos sociales que permitan un desarrollo humano del país.
El costo económico de establecer un monto más alto que se destine al funcionamiento del aparataje estatal y la satisfacción de los costos que dicho incremento de personal implica para la gestión.
El costo de gestión consistente en tener menos cupos de libre disposición para contratar personas por parte del gobierno de turno.
El costo sociológico de entender y asumir que el Estado no es un botín o el juguete del gobierno de turno, sino que el medio por el cual la vida se hace más llevadera y eficiente para todos los habitantes de un país.
Pareciera que muchos siguen pensando que no aceptar esta realidad es una economía, una forma de mantener una gestión de ahorro para los fondos públicos o fiscales, pero en realidad es una torpeza, una falta de juicio y de sentido de futuro, pues sincerar, de verdad, el porte y la gestión del Estado es una exigencia de estos tiempos, sobre todo para una población que tiene una esperanza cifrada en los tiempos que vienen y por ello es necesario asumir ya, de manera decidida y concreta este costo, pues no se debe olvidar aquel dicho que de antiguo se pasa de generación en generación: “Lo barato cuesta caro”.