Las niñas y niños de Chile
Los niños y las niñas de Chile son una maravilla, como todos los niños del mundo; pero los de nuestro país tienen un valor agregado: son nuestros, enriquecen nuestra vida con la ternura y la esperanza, motivan nuestros esfuerzos por una vida mejor, y están a nuestro cuidado. Son lo mejor que tenemos en nuestro país.
Los niños de Chile son un grupo variopinto, como es el país; desde los niños del extremo norte y el altiplano, que ven pasar niños migrantes sin entender lo que sucede, hasta los niños de la Patagonia que crecen poniendo la cara a los fríos vientos, pasando por los niños santiaguinos que nunca han visto una gallina, hasta los niños chilotes acostumbrados a jugar mientras llueve. Hay niños bien alimentados y otros no, hay niños que tienen acceso a la mejor educación que es posible ofrecer en el país y otros no, a pesar de los esfuerzos de los profesores y profesoras de las escuelas básicas. Hay niños que viven en familias que los rodean de cariño, mientras otros sobreviven en familias llenas de carencias afectivas, y otros no tienen familia. Hay niños que son respetados, valorados y queridos, y otros son maltratados y vulnerados, viviendo soledades olvidadas.
He pensado en los niños y niñas de Chile mientras leía el borrador de la nueva Constitución, porque el modo en que nos hacemos cargo de los niños -lo mejor que tenemos- refleja, de manera paradigmática, el modo en que enfrentamos los problemas y nos hacemos cargo del país, de nuestro presente y de nuestro futuro. Y siempre será el bienestar de los más vulnerados el criterio que señala que se está buscando el bien común para todos, en lugar de dejar todo al azar de la vida que a cada uno le tocó o al arbitrio de soluciones individuales.
El numeral 141, artículo 11, del borrador constitucional está dedicado a los derechos de las niñas, niños y adolescentes, y ofrece un panorama ideal de los deberes del Estado, plagado de promesas y buenos deseos, que distan mucho de la penosa realidad que están viviendo los niños vulnerados de nuestro país, especialmente los que están al cuidado del Estado para librarlos de algo peor.
Podemos recordar la dramática crisis del Sename que se hizo pública en 2016 y 2017, ante horribles casos de vulneración de los niños a cargo del Estado, y la incapacidad del Estado para hacerse cargo de los niños que están a su cuidado. Una incapacidad que tiene mucho de desidia o de inercia irresponsable arrastrada por décadas y traspasada de un gobierno a otro, con funcionarios políticos del gobierno de turno que -en muchos casos- carecen de vocación y formación, los cuales simplemente aplican normas sin otro criterio que el mero cumplimiento de ellas. Un informe de la PDI, en 2017, concluía que el Estado chileno viola sistemáticamente los derechos de los niños que están bajo su tutela; decía que en el 100% de los centros que dependen directamente del Sename, se han cometido de manera permanente y sistemática acciones que lesionan los derechos de los niños, niñas y adolescentes, y que en un 50% de ellos hay abusos sexuales.
También se hizo público el problema de dineros públicos mal gestionados, otros malversados o defraudados, así como el drama de organizaciones privadas que colaboran en esta función del Estado para poder llegar a fin de mes con subvenciones absolutamente insuficientes. En ese momento fue impactante conocer que el Estado gasta más del doble en mantener a un interno en la cárcel ($ 724.000 al mes) que por cada niño del Sename ($ 294.000 al mes) y en el caso de las familias de acogida que tienen a su cargo niños que les entrega el Estado, éste aporta poco más de $ 90.000 para la mantención de cada niño. Cuando en Magallanes se ha pedido un aumento de ese aporte, a causa del mayor costo de la vida en la región con respecto al resto del país, la respuesta ha sido la propia del centralismo: es el mismo aporte a lo largo de todo el país.
En octubre de 2021 se acabó el Sename, tal como lo conocíamos, y pasó a llamarse Mejor Niñez. El problema sigue siendo el mismo con el cambio de nombre, cambio de funcionarios y nuevas normativas. Es decir, mover todo, cambiar todo, para que todo siga igual, y así el problema salió de las noticias diarias y de la agenda política.
Estas son dolorosas y vergonzosas verdades que desafían a toda nuestra sociedad la que ha vivido más o menos indiferente a este drama que se desarrolla en sus propias narices e hiriendo a los más frágiles, las niñas y niños vulnerables de Chile.
Parece que pocas cosas han cambiado desde que Charles Dickens publicó, hace casi dos siglos, su novela sobre los dramas de Oliver Twist. Ciertamente, no será con profusas declaraciones de derechos, buenos deseos y extensas declaraciones de los deberes del Estado, que se dará solución a un drama de dolores y soledades olvidadas. Se requiere ya, ahora, una sensibilidad nueva, una inteligencia honda del problema familiar y social, voluntad política y recursos para cuidar de las niñas y niños de Chile, lo mejor que tenemos como país.