Necrológicas
  • – Nolberto Domingo Sáez Bastías

  • – Alicia Guillermina Soza Retamales

  • – Adolfo Díaz Velásquez

La Liberación de París del horror nazi: desfiles triunfales, mujeres rapadas y ejecuciones sumarias

Lunes 1 de Agosto del 2022

Compartir esta noticia
59
Visitas
  • El 25 de agosto de 1944, tras cuatro años de ocupación nazi, hubo festejos callejeros. También escenas dantescas. Mujeres humilladas en público por su “colaboracionismo horizontal” y el juzgamiento de los intelectuales que apoyaron el régimen.

El 25 de agosto de 1944 las tropas de las Fuerzas Francesas del Interior, los miembros de la Resistencia y algún batallón del Ejército norteamericano entraron triunfantes a París. Después de cuatro años de dominación nazi, la capital francesa había sido liberada.

Hitler había dado la orden de destruirla. No podía ser entregada. Por teléfono hizo la pregunta que funcionaría como síntesis, como perfecta elipsis de ese momento: “¿Arde París?”. Lo que él no sabía era que su hombre en Francia, el general Dietrich von Choltitz, había decidido desobedecerlo. Algunos de sus subalternos y el embajador sueco lo habían disuadido de desatar el desastre. Ya no valía la pena. Era cuestión de tiempo: la guerra estaba perdida.

El “Día D” había sido decisivo. El desembarco en Normandía consiguió que las tropas aliadas fueran ganando terreno en Francia. Por el Este, el Ejército Rojo se acercaba a Alemania. Y una carrera callada se había iniciado: ¿Quién llegaría primero a Berlín?

El general De Gaulle presionaba a los Aliados para que con sus tropas llegaran hasta París. Eisenhower tenía otra idea. Pretendía rodear la Ciudad Luz y seguir camino hacia el norte, hacia la frontera con Alemania para no darle tiempo a sus enemigos. No desviar su atención. Pero nada era tan sencillo.

En Francia, la Resistencia hacía su trabajo y quería derribar el dominio nazi. Lo mismo pretendían los comunistas que luchaban entre sombras y los miembros del Ejército francés.

Los Aliados intentaban mantener sus planes. Y dedicarse a París en el momento adecuado. Además pretendían poner un gobierno mixto. Para los franceses era una nueva humillación. Pero tanto Estados Unidos como Inglaterra sabían que apurar el control de París iba a traer problemas logísticos: debían procurar alimentos para cinco millones de personas.

Todos querían su

porción de gloria

Pero el general Leclerc, líder de las Fuerzas Francesas del Interior, desoyó las órdenes de los Aliados y avanzó sobre la ciudad. Los demás actores hicieron lo mismo. Nadie quería quedarse sin su porción de gloria ni ceder demasiado poder para lo que vendría. Los Aliados, pese al enojo porque sus órdenes no fueron seguidas, acompañaron. Los motivos principales fueron dos. Deseaban ser partícipes, adjudicarse méritos ciertos en la gesta y, por otro lado, la experiencia reciente del Levantamiento de Varsovia y la cruenta y salvaje represión por parte de los nazis, ante la indiferencia soviética, era una experiencia que no querían que se repitiera. El general nazi Dietrich von Choltitz fue apresado. A las pocas horas firmó la capitulación.

De Gaulle anunció la liberación. Habló por la radio para los franceses y para la posteridad: “París ultrajada. París destrozada. París martirizada. Pero París ha sido liberada. Por ella misma. Por su pueblo. Con la colaboración de los ejércitos de Francia, con el apoyo y la colaboración de toda Francia, de una Francia que lucha, de la verdadera Francia, de la única Francia, de la Francia Eterna”.

París tenía en ese momento mayor valor simbólico que estratégico. El régimen títere de Vichy también cayó. Las calles de París se convirtieron en una fiesta. Los nazis ya no las pisaban. Bailes, música, besos, desfiles triunfales. Abrazos, vítores para los héroes, reencuentros. La Marsellesa enrojecía las gargantas. Los cuatro años de sojuzgamiento y dominio nazi habían quedado atrás. Se multiplicaban las escenas alegres y emotivas.

Casi todas las escenas. Otras eran escalofriantes.

Escarnio público

Una foto de Robert Capa, sacada diez días antes, perpetuó una de esas situaciones. Es de la liberación de la ciudad francesa de Chartres. Una mujer camina en medio de una multitud, en sus brazos un bebé envuelto en una manta. Delante de ella, un hombre con un hatajo de ropa; el hombre, presumiblemente el padre de la mujer, con una boina en su cabeza lleva la vista clavada en el piso y un gesto amargo en la cara. La mujer, detalle fundamental, está rapada. Alguien rasuró a cero su pelo. El signo de la ignominia, la marca de la colaboración con los ocupantes nazis. El bebé en sus brazos parece ser la prueba más cabal de ello. Dos policías la llevan detenida o la escoltan, no sé sabe. Alrededor y detrás de ella centenares de habitantes del pueblo. Se burlan de ella, sonríen con satisfacción, disfrutan de la situación. En sus caras hay deleite, una furiosa alegría por el cambio de destino de la mujer.

Luego de su liberación París -y toda Francia- presenció muchas escenas similares a ésta. Los que eran acusados de colaboracionistas recibían el oprobio público. Hubo linchamientos, lapidaciones, mutilaciones y otras aberraciones. Los días posteriores no discernían entre nivel de colaboración, traición, delación y cualquier otro contacto asiduo que se hubiera tenido con las fuerzas de ocupación o el gobierno de Vichy. Bastaba la simple sospecha. Ni bien finalizó la ocupación y se logró la liberación, comenzó una nueva etapa, la de una nueva Francia libre.

El primer paso

fue la depuración

Los primeros juzgadores fueron los miembros de la resistencia que actuaban en plena calle o en virtud de la autoridad conferida por las sentencias sumarias emanadas de los tribunales populares (y clandestinos) conformados por ellos mismos. Luego, se extendió a los habitantes de las distintas poblaciones que en plena calle y aprovechando encuentros fugaces o casuales actuaban en nombre propio.

Las autoridades comprendieron con celeridad que ese proceso debía ser institucionalizado para que la violencia no ganara las calles. En Francia, como en todas partes, habían existido los colaboracionistas, los que integraban la Resistencia y los que habían seguido viviendo sin involucrarse de ningún modo. Se sustanciaron miles de juicios.

Rapar a las señaladas pareció el primer paso. Después vendría el resto.

A esas mujeres rapadas y vilipendiadas se las acusaba de colaboracionismo horizontal. Estaban aquellos que habían gobernado Francia durante esos años (el mariscal Petain, Pierre Laval y sus ministros). Los que habían delatado. Los que habían realizado negocios con los nazis. Y los que habían, con sus escritos, alentado y fundamentado la alianza con los nazis y las persecuciones raciales. Los que habían traicionado a la patria cooperando de cualquier forma con el invasor. Estaban los que habían elegido un bando por convicción. También aquellos que habían obrado movidos por el temor, el interés económico o la mera ambición de poder.

El apelativo de colaboracionistas tuvo su origen en el discurso radial de Petain donde instó al pueblo francés a colaborar con los nazis en los albores de su gobierno. No fue sólo un fenómeno francés. Ocurrió en todos los países invadidos por los ejércitos hitlerianos. En otras partes de Europa se los llamó Quislings, en virtud del Primer Ministro noruego, Vidkun Quisling, quien se puso al servicio de los alemanes sin ambages. La gran mayoría de los implicados en las acusaciones habían combatido defendiendo a sus respectivos países en la Primera Guerra Mundial. Otros lo habían hecho hasta la ocupación nazi efectiva. Francia, quizás, fue donde se comprobó esto con mayor frecuencia.

El mariscal Petain era un héroe nacional. Alguien dijo que para 1940 en Francia había cuarenta millones de petainistas, toda la población. En la Primera Guerra Mundial había sido el héroe de Verdún y nombrado comandante en jefe de las fuerzas armadas francesas. Apenas obtenida la victoria se lo designó mariscal y miembro de la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas. A lo largo de los años desempeñó los más altos cargos públicos. El pueblo francés lo adoraba. Luego de la caída de Paris, el gobierno recayó sobre él. Firmó un armisticio con Alemania e instaló su gobierno en la ciudad de Vichy. Abandonó rápidamente la neutralidad y convocó al pueblo a colaborar con los nazis para evitar la destrucción del rico patrimonio francés. Se comenzó a perseguir a los judíos con el dictado de duras leyes de exclusión.

Liberada París, Petain fue detenido (luego de su regreso de Alemania donde había sido llevado para evitar represalias) y juzgado unos pocos meses después.

El juicio atrajo la atención de todos los habitantes del país. La figura rectora del país, su padre moral por casi treinta años, estaba siendo juzgado. El cargo: alta traición. Lo encontraron culpable. La condena: pena de muerte, degradación nacional y confiscación de todos sus bienes. El general De Gaulle condonó la pena de muerte. Fue reclusión perpetua en miras a su edad avanzada.

Pierre Laval, jefe del gobierno de Vichy, no tuvo tanta suerte. Lo fusilaron, en cumplimiento de su sentencia, el 15 de octubre de 1945 en Fresnes

Juicios y fusilamientos

Los juicios se sucedían a gran velocidad. Los fusilamientos también. La depuración era una causa nacional. El único que podía evitar que la condena se ejecutara era De Gaulle. El revisaba personalmente los casos. En la mayoría de los casos mantenía las decisiones de los tribunales.

Fueron juzgados, condenados y ejecutados hombres y mujeres de todas las profesiones. Un caso paradigmático lo representaron los escritores.

Drieu La Rochelle era un intelectual prestigioso. Ernst Junger lo visitaba con frecuencia. Sus simpatías nazi-fascistas lo habían condenado.

Celine, Drieu Larochelle, Sacha Guitry, Thierry Maulner y muchos otros apoyaron al régimen de Vichy, tuvieron -al menos- simpatías nazis y fueron antisemitas. No fueron los únicos. George Simenon publicó escritos antisemitas en los albores de la guerra. Marguerita Duras y André Malraux se pasaron a las filas de la Resistencia, tras el
desembarco aliado en Normandía. Pero, sin dudas, el caso paradigmático de la relación entre intelectuales y colaboracionismo lo representa el de Robert Brasillach.

El 6 de febrero de 1945 fusilaron a Robert Brasillach, antisemita, defensor del régimen de Pètain y de la ocupación alemana. Además era poeta, escritor y periodista. Al ser ejecutado tenía 35 años y su biógrafa Alice Kaplan lo llama el James Dean del fascismo francés. Como director del semanario Je suis partout atacó a los judíos, atacó a la Resistencia y expresó todo su ideario fascista. Pero no mató ni torturó a nadie. Tampoco existen constancias de que haya entregado o delatado a alguien. ¿Puede ser un escritor condenado a muerte por lo que escribe? Aún en los agitados tiempos de la posguerra francesa esa fue la cuestión que se planteó. Robert Brasillach fue el único intelectual de cierto renombre fusilado.

Infobae

Pin It on Pinterest

Pin It on Pinterest