Rommel, el general favorito de los nazis que fue obligado a suicidarse “en los próximos 20 minutos”
- Lo apodaban “El zorro del desierto” por su actuación al frente de las tropas alemanas en Africa. Pero su estrella se apagó
cuando se vio envuelto en una conspiración para matar a Hitler. Según Churchill, era el único alemán con quien se podía
dialogar luego de la rendición. El cruel ultimátum que recibió del Führer y la amarga despedida familiar.
El auto era negro, lustroso, con algo de fúnebre; tenía unas delgadas cortinas que, al deslizarse, ocultaban la identidad de sus ocupantes. El chofer era un soldado de las SS de apellido Dosel. Sus pasajeros eran los generales Wilhelm Burgdorf, jefe de personal del Ejército alemán a órdenes de Adolf Hitler, y Ernst Maisel, su segundo. Maisel estaba sentado junto al chofer. En el asiento trasero, junto a Burgdorf, viajaba un héroe de la Segunda Guerra y del nazismo, el mariscal Erwin Rommel, conocido como “El zorro del desierto” por su actuación en Africa frente a su división de tanques Panzer y al mando del legendario Afrika Corps.
Detrás del auto viajaba otro, ocupado por soldados de la SS con la insignia de la calavera en sus uniformes. El 14 de octubre de 1944, la extraña caravana salió de la casa de Rommel en Ulm, cerca de Stuttgart, donde el mariscal se recuperaba de unas graves heridas recibidas semanas antes, luego de que su auto fuese ametrallado en Normandía por dos aviones ingleses. La extraña caravana recorrió un corto tramo de la carretera, sólo unos pocos minutos de marcha desde la casa de Rommel, hasta detenerse al costado del camino, cerca de un bosque.
Entonces sucedió: el general Burgdorf dijo a Maisel y al chofer que bajaran del auto y caminaran un poco por el costado del camino. Cinco minutos después, bajó del auto Burgdorf y alcanzó a los caminantes. Les pidió entonces que regresaran con él al vehículo: hallaron a Rommel tendido en el asiento trasero, con su gorra y su bastón de mariscal en el piso, retorcido por los estertores causado por la cápsula de cianuro que Burgdorf le había dado y que Rommel, obediente, había partido con sus dientes: agonizaba, pero todavía vivía. Los dos generales lo llevaron entonces a un hospital militar cercano, amenazaron a médicos y enfermeras para que mantuvieran el secreto y los obligaron a firmar un certificado de defunción en el que figuraba la muerte de Rommel por un derrame cerebral, producto de sus heridas en Normandía.
Todo era una enorme farsa. Rommel había sido obligado a suicidarse por Hitler y la plana mayor del nazismo, Martin Bormann y Heinrich Himmler entre ellos. Lo acusaron de haber complotado contra el Führer, un complot que incluyó el atentado de Klaus von Stauffenberg en el refugio de Hitler en Rastenburg, al Este de Prusia Oriental.
El 20 de julio de 1944, Stauffenberg colocó a los pies de
Hitler una poderosa bomba, encerrada en un maletín, y huyó del refugio de Hitler rumbo a Berlín para ponerse a las órdenes de los conspiradores. Alguno de los jefes militares que rodeaban a
Hitler, y porque ese portafolios que había dejado Von Stauffenberg le molestaba, lo colocó del otro lado de la gruesa pata de madera de la mesa de operaciones.
El atentado falló, Hitler salió maltrecho, los complotados fueron torturados, juzgados y ejecutados, muchos de manera sumaria y sin juicio alguno, Stauffenberg entre ellos. Días después, cuando cesó la matanza, el número de muertos entre los implicados directamente en el golpe superaba los doscientos. Hitler fue más allá y desató una purga entre quienes habían estado en contacto con los complotados, o habían simpatizado con su causa. Rommel estaba entre ellos. Su grado de adhesión al complot no está en duda; su grado de compromiso en el asesinato de Hitler, sí lo está. Rommel adhirió al apresamiento, al juicio y a la cárcel del Führer, si se negaba a renunciar. Pero nunca prestó su acuerdo para el asesinato, que parecía una condición insoslayable entre los complotados para el éxito de su plan, que consistía en poner fin a la guerra, que consideraban perdida, a negociar con los aliados lo que fuese negociable y a reconstruir Alemania.
A Hitler, todo le importó nada. No distinguió, ni falta que le hacía, la diferencia entre adhesión y compromiso con el plan criminal. Le dio a elegir a Rommel entre un suicidio “por honor”, con cianuro, no le permitió el suicidio con pistola que era el método tradicional entre los oficiales de la Wehrmacht, un entierro con todos los honores y el reconocimiento a sus hazañas de guerra. De lo contrario, si Rommel no aceptaba el suicidio, sería sometido a juicio, condenado y ejecutado, su familia perseguida y enviada a los campos de exterminio, al igual que todos los miembros de su Estado Mayor y sus familias. Rommel eligió el cianuro.
La historia de esos días es tremenda porque parece diseñada por un coreógrafo de la muerte, de la locura y la irracionalidad. Con la guerra ya perdida, con los aliados que avanzaban desde Normandía a Berlín y desde Sicilia hacia el Rin; aún con el Ejército Rojo que pisaba ya las fronteras del Reich, el nazismo empezaba a devorarse a sí mismo en un gran paso de tragedia que tendría como escenario, en seis meses, las calles de la capital y los jardines de la Cancillería de Hitler.
Un héroe de dos guerras
Rommel era un gran héroe de la Segunda Guerra y lo había sido en la Primera. Había nacido el 15 de noviembre de 1891 a cuarenta y cinco kilómetros de Ulm. Un chico brillante, estudiante aventajado, soñó con ser ingeniero pero la negativa del padre, profesor de matemática, lo impulsó al Ejército. Su campaña militar, su personalidad, su carácter lo hacían admirado por sus soldados y por sus enemigos. Era un espartano: austero, rígido, inflexible, astuto, valiente, decidido. También era un espartano con cierto toque ateniense: tenía ambiciones políticas; ocultas, no dichas, encerradas bajo siete llaves, pero las tenía, en contraste con cierta visión romántica del mariscal al que algunos biógrafos se empeñan en describir como apolítico. Sus hazañas en las dos grandes guerras del siglo XX son capítulo aparte. Su relación con Hitler, no.
Lo había conocido gracias a su carácter de hierro, el de Rommel. En el interregno entre las dos guerras mundiales, fue instructor del Ejército y en parte estratega del arma de Infantería. En 1935 comandaba una unidad de tropas de montaña. En la Pascua de ese año, Hitler, que hacía dos años y tres meses era el poderoso canciller del Reich y lanzaba al nazismo a la conquista del poder total, iba a presidir un acto militar en el que el regimiento de Rommel formaría frente al jefe del Estado. La norma decía que una unidad de las SS estaría a cargo de la seguridad de Hitler y se apostaría entre las tropas de Rommel y el Führer. Rommel lo tomó como un insulto y dijo que no iba a plantar sus tropas si Hitler no se sentía seguro frente a sus soldados. Intervinieron Himmler y el jefe de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, y las SS ni aparecieron por el acto. Hitler felicitó a Rommel, que salió airoso de su primer encontronazo con las SS.
En 1937 escribió su único libro: “La infantería ataca” que se tradujo a varios idiomas, fue lectura obligatoria en las academias militares y tuvo un lector entusiasta: Hitler. El Führer nombró a Rommel jefe del su guardia personal, con lo que el trato entre ambos se hizo cotidiano. El 1 de agosto de 1939, a un mes del estallido de la Segunda Guerra, Rommel fue ascendido a mayor general y destinado al Cuartel General de Hitler como Jefe de Seguridad.
Lo que Rommel vio en
Hitler en aquellos instantes iniciales de la guerra, lo deslumbró: seguridad en sus ideales, valor personal, dotes de mando, obediencia a sus impulsos ante la posición más conservadora de sus jefes militares. Rommel acaso no conoció al Hitler histérico, furioso, obstinado, irracional fanático que ya era, y que surgiría con más fuerza, cuando la suerte de la guerra tornara en su contra.
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