El piloto que murió en la “Tierra de la Sed”, escribió un diario íntimo en su agonía y fue hallado momificado 29 años después
“Es el amanecer del octavo día. Todavía hace frío. No tengo agua. Espero pacientemente. Vengan pronto. La fiebre me ha destrozado esta noche. Espero que encuentren mi diario. Bill”. No le estaba escribiendo a nadie y a la vez estaba escribiéndoles a todos. Fue el último acto en vida de William Newton Lancaster, al menos del que se tenga registro. Por su carta, se presume que murió ese mismo día, el octavo de su desaparición y de su cárcel de arena, el 20 de abril de 1933. El ala que lo amparaba de la intemperie era ya chatarra: el desierto empezaba a sepultar también los restos de su avión, un Avro 504, y a erosinar los esfuerzos de un intento de récord seguido de muerte.
William Newton Lancaster era Bill. Murió arrasado por el Sahara profundo, en el área de Tanezrouft, al sur de Argelia, en una región que bautizaron “la Tierra de la Sed” por su extrema aridez y hostilidad. Tenía 35 años. Había nacido el 14 de febrero de 1898 en Birmingham, Reino Unido. Su legado fue compartido en formato libro, novelas, documentales, películas y series: un hombre que murió víctima de su propia ambición y se volvió objeto de la cultura moderna. El relato de su historia contiene una sobrevida: su desaparición constituyó una muerte 29 años después, cuando una patrulla de la Legión Extranjera francesa tropezó con los restos de un avión, en una zona donde para sobrevivir al calor abrasador se necesitan más de cuatro litros de agua por día. Lancaster, que había administrado durante ocho días sus gotas de agua en abril del ‘33, era una momia.
Las biografías coinciden en un adjetivo: aventurero. Primero fue un adolescente que huyó de la Gran Guerra al mudarse a Australia. Después se unió al conflicto bélico: en 1916 se alistó en el ejército australiano, combatió en Francia y Medio Oriente, antes de enrolarse en las fuerzas aéreas. En la Australian Flying Corps se formó como piloto: adquirió el prestigioso mote de “aviador hábil y atrevido”. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, se estableció en Inglaterra y se incorporó a la Royal Air Force, el brazo aéreo de las Fuerzas Armadas británicas y la fuerza aérea independiente más antigua del globo.
“Era temerario y rebelde”, describió Terry Gwynn-Jones, en un artículo publicado en enero de 2000 de la revista Aviation History, donde aporta que era un boxeador aficionado, un jinete avezado y que su casamiento en 1919 a los 21 años con Annie Maude Besant había ocasionado disgustos en sus superiores, afectos a disuadir cualquier vínculo sentimental que comprometa su desempeño en el servicio militar. En 1921 fue ascendido a oficial de vuelo. Seis años después, en 1927, concluyó su prestación como piloto de combate.
Quiso ser dentista y quiso ser piloto de aerolíneas comerciales. En su regreso a la aviación apostó por un acto de osadía: algo que volvería a intentar años después. Se embarcó en un viaje arriesgado: unir Inglaterra y Australia en un Avro Avian, un biplaza de 900 libras, impulsado por un motor ADC Cirrus de 80 caballos de fuerza, emblema de la nueva generación de aviones de turismo ligeros británicos. Consiguió un precio módico con la compañía fabricante (A.V. Roe & Company -AVRO su acrónimo-) y combustible gratis por aportes de una petrolera. Pero aún así no le alcanzó el dinero para costear la travesía.
La solución la encontró en una mujer. Jessie Miller era una aventurera como él, incluso más. Una audaz, una intrépida, una revolucionaria que deseaba incursionar en la carrera aérea: proyectaba convertirse en la primera mujer en unir Inglaterra con Australia en vuelo. Se conocieron en una fiesta. Lancaster le contó que quería ser tan famoso como Charles Lindbergh, el primer piloto en cruzar el océano Atlántico. Miller se entusiasmó y le ofreció un acuerdo: solventar parte de la expedición con la condición de que aceptara como copilota.
“La esposa de Lancaster estuvo de acuerdo con el plan y los despidió en el aeropuerto Croydon de Londres el 14 de octubre de 1927. Con destino a Darwin en el Avro Avian Mk.III Red Rose, Lancaster no tenía planes de establecer ningún récord de velocidad”, dice el escritor especializado en temas de aviación, Terry Gwynn-Jones, en su nota periodística. Denominaron al avión el “Red Rose” y Miller solo llevó a bordo un cepillo de dientes, un peine, ropa interior y una cámara de cine. Tardaron cinco meses en llegar a Australia: el viaje de 22 mil kilómetros estuvo atravesado por inconvenientes meteorológicos, desperfectos mecánicos y aterrizajes forzosos. Mientras esperaban en Sumatra que repararan su aeronave, el piloto australiano Bert Hinkler se adelantó y concluyó su gesta: el vuelo pionero entre Inglaterra y Australia.
El aterrizaje de Lancaster y Miller en Darwin, una ciudad emplazada sobre el extremo norte de la isla, causó una conmoción ciudadana. No había sido el inaugural, pero igual fue recibido por una multitud entusiasta: había sido el vuelo más largo jamás emprendido por una mujer. “En cuestión de meses, los dos se embarcan en un viaje de medio año por todo el mundo, saltando de un puesto colonial a otro. Pero al igual que los récords mundiales, los votos matrimoniales se pueden romper, y al aterrizar en Australia, Jessie y William no sólo son celebridades internacionales, sino que también están profundamente enamorados”, escribe Corey Mead, en el libro Los pilotos perdidos.
Hollywood les había prometido rodar una película de su hazaña. Viajaron a los Estados Unidos en 1928 para involucrarse en el proyecto. Pero la propuesta se esfumó en los albores de la gran depresión de la década del treinta. Los dos decidieron establecerse en el país: ella obtuvo la licencia de aviadora, él se dedicó a vender motores de aviación, y juntos realizaron exhibiciones aéreas y participaron de competencias aeronáuticas. La crisis económica los había obligado a exprimir sus conocimientos de aeronavegación, mientras su relación íntima se debilitaba por las imposiciones religiosas de la familia de Lancaster y por los intentos de reconciliación que derivaron en la negación de su esposa a concederle el divorcio.
Había que subsistir. En 1932, Miller contrató al joven escritor Hayden Clarke para que contara y publicara sus aventuras, su biografía. Clarke visitó la casa que los amantes alquilaban en Miami, donde también conoció a Lancaster. El piloto debió emigrar a México persiguiendo una promesa laboral. Ella reincidió en la conquista: volvió a enamorarse de su socio. El tiempo compartido había contribuido -de nuevo- a gestar una conexión amorosa en la australiana. Lancaster, al enterarse de la noticia, regresó a su casa dispuesto a recuperar el amor de su copilota.
La noche del 20 de abril de 1932 Hayden Clarke recibió un disparo en la cabeza. Terry Gwynn-Jones escribió en su crónica: “Llevado de urgencia a un hospital, murió unas horas después. La policía encontró dos notas de suicidio y al principio estaban convencidos de que el joven escritor se había pegado un tiro. Pero una semana después, Lancaster fue arrestado y acusado de asesinato. Las notas de suicidio parecían ser falsificaciones”. El arma también incriminaba al hombre celoso: pertenecía a Lancaster. Estuvo tres meses detenido en prisión preventiva. Hasta que, tras cinco horas de deliberación, el tribunal absolvió al principal acusado por el crimen del joven escritor. Las evidencias forenses fueron confusas para el jurado: había beneficiado al piloto su comportamiento sereno y respetuoso, la actitud benévola de Miller y la propia historia clínica de Clarke, paciente con desequilibrios mentales.
Inocente y en libertad, regresó a su país natal junto a la mujer australiana. Estaban en quiebra y desesperados. Lancaster entendió que una nueva proeza bastaba para reacomodar su vida: una gesta heroica limpiaba su imagen, recuperaba su piel de ídolo, recomponía su posición en el mundo de la aviación y le proveía de nuevos dividendos económicos. Lo vislumbró rápido: la preciada ruta Inglaterra-Ciudad del Cabo, el desafío favorito de los pilotos británicos de principios de siglo. El récord a romper era propiedad de Amy Johnson Mollison: cuatro días, seis horas y 54 minutos entre el aeropuerto de procedencia y el de destino.
Tenía el plan, le faltaba el avión. Lo financió su padre: le compró un aeroplano Avro 504, el Avian Mk.V de un solo asiento que había pertenecido al australiano Sir Charles Kingsford Smith, otro legendario piloto. El monoplaza se llamaba “Southern Cross Minor”. Eran diez mil kilómetros de distancia de navegación visual con cabina abierta: más de dos mil kilómetros sobrevolando el desierto del Sahara. Emprendió vuelo a las 5:38 de la mañana del 11 de abril de 1933 desde el aeropuerto de Lympne, una estación de la Royal Air Force en Kent, Inglaterra. Lo despidieron Miller, sus padres y un periodista, a quien le dijo: “Quiero dejar en claro que estoy intentando este vuelo bajo mi propio riesgo. No espero que se haga ningún esfuerzo por encontrarme si se denuncia mi desaparición”.
Su avión era más lento que la aeronave que estableció la marca a batir: su diferencia estaría en reducir las paradas, alargar los tramos aéreos, prescindir del descanso, ganar tiempo de vuelo. Su cálculo sugería dormir máximo dos horas durante las paradas de reabastecimiento de combustible. Carecía, a su vez, de equipo de supervivencia para abaratar peso: solo provisiones -chocolates y sándwiches de pollo-, un frasco de café y siete litros de agua.
Paró primero en Barcelona, España. Después en Orán, Argelia. Los agentes quisieron impedir su despegue: no lo habían visto en condiciones físicas de superar la excursión por el desierto y lo incentivaron a que pagara una fianza para cubrir los gastos de una eventual operación de rescate. “No tengo dinero ni espero que me busquen”, les respondió. Partió, impetuoso y suicida. Se perdió. Aterrizó primero en Adrar, después en un pequeño pueblo 170 kilómetros al este de Reggan, a donde procuraba detenerse. Se confundió. Los vientos lo arrastraron de nuevo a Adrar hasta que recaló finalmente en Reggan.
Despegó a las 6,30 de la mañana del 12 de abril de 1933 con diez horas de retraso y treinta horas en el aire, sin descanso, sin luz en la cabina, sin señales de bengala. Lo esperaba el interminable desierto del Sahara, la “Tierra de la sed”. Los testigos creyeron que no iba a poder superar las inclemencias del vacío sur argelino. Lancaster ya no era audaz ni valiente, era un obstinado, un porfiado, un irresponsable. Se estrelló dos horas después. El avión quedó averiado. Todo lo que pasó después se supo por lo que el piloto escribió en un diario íntimo: “Acabo de escapar de una muerte muy desagradable… Estaba completamente oscuro, no había luna (alrededor de las 8:15 PM). Traté de tocarla, pero choqué fuertemente y la máquina volcó. Cuando volví en mí, estaba suspendido boca abajo en la cabina. No sé cuánto tiempo estuve dormido. Había una atmósfera horrible en mi pequeña prisión con vapores de gasolina. Raspé la arena con las uñas y finalmente logré salir a la intemperie. Mis ojos estaban llenos de sangre que se había coagulado, pero finalmente logré abrirlos”.
Sangraba por la nariz y por la frente. Había perdido mucha sangre. Ordenó sus raciones de comida y dosificó su consumo de agua. Proyectó que podría sobrevivir al menos durante siete días. Pensó en caminar hacia la civilización pero recordó una vieja máxima de los pilotos siniestrados: mejor quedarse junto al esqueleto del avión porque suministra sombra y es más fácil de divisar por los operativos de búsqueda y rescate. Lo hizo. Usó gasolina para incendiar la tela del avión y lucir bengalas que irradiaban luz durante sesenta segundos. Pasaba los días oculto bajo el ala del Avro y escribiendo en su libreta. El sol hería su piel. El frío penetraba sus huesos por las noches. “Era consciente de las escasas posibilidades de que lo encontraran. Su escritura mostró una gran lucidez y perspicacia sobre su situación y sobre los problemas que enfrentaban sus buscadores”, escribió Terry Gwynn-Jones.
Pasaron 29 años. El 12 de febrero de 1962 un grupo de soldados franceses halló los restos de un avión destruido, un monoplaza de origen británico, y debajo de él un cuerpo momificado. La desaparición de William Newton Lancaster se resolvió ese día: había muerto deshidratado. En las inmediaciones del esqueleto de la aeronave, encontraron 41 páginas de una bitácora atada al ala, un diario conmovedor y trágico, efectos personales y documentos, entre ellos la foto de Jessie Miller, quien autorizó que todo fuese publicado. El “Southern Cross Minor”, que medía once metros de ancho a través de sus alas y 8,97 metros de largo, fue llevado al Museo de Queensland, en Brisbane, Australia.
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