Necrológicas

La virtud del asombro

Por Marcos Buvinic Domingo 2 de Julio del 2023

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Marcos Buvinic Martinic

Recuerdo vivamente cuando, en el colegio, el profesor de filosofía nos hizo leer un texto acerca del asombro. Luego, nos hizo un breve ejercicio: cerrar los ojos y pensar en algo que nos maravillara y nos despertara preguntas. Al compartir nuestras preguntas, aparecieron las cuestiones fundamentales que atraviesan -en diversos modos- la vida de todas las personas: ¿qué es estar vivo?, ¿quién soy yo?, ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?, ¿qué es amar y para qué amamos?, ¿por qué algunas personas entregan su vida por otros? ¿qué hace más humano al ser humano? Así, a los diecisiete años comprendimos bien que el asombro es el detonante que, desde el maravillarse y la admiración, despierta las preguntas que activan el pensamiento hacia las cuestiones fundamentales de la vida.

Con el tiempo he ido comprendiendo mejor la necesidad de cultivar la capacidad de asombrarse como un camino de humanización, de valoración de las personas y las cosas, de acogida de la belleza, de la búsqueda de una vida más humana, y de maravillarse sobrecogido ante el misterio de Dios.

También, he podido comprender mejor cómo y por qué la virtud del asombro y la contemplación están tan adormecidas en algunas personas, y por qué en nuestra cultura se adormece el asombro, de manera que nada parece llamar la atención, a no ser los últimos adelantos tecnológicos que en poco tiempo ya están obsoletos. Sin asombro ya no hay preguntas ni espacio para la acogida de la belleza (palabra que proviene de la raíz sánscrita “bet–el–za” que quiere decir “el lugar donde Dios brilla”), todo se vuelve plano, común, ordinario y, aún, vulgar. La vida queda reducida a la productividad.

He recordado esta “iniciación” a la virtud del asombro al leer un capítulo del último libro del filósofo surcoreano Byung Chul – Han, titulado “Vida contemplativa”, donde desnuda la sociedad actual y su cultura dominante como aquella que percibe la vida en términos de trabajo y rendimiento, relegando al espacio de lo inútil todo aquello que no se traduce en mercancía para el consumo.

En esta comprensión de la existencia, simplemente en términos de trabajo y productividad, la vida queda aprisionada por las metas de rendimiento y producción que se exigen cumplir en cualquier actividad. Eso es lo que cuenta: el cumplimiento de las metas. Eso es lo que se valora en las personas, eso es lo que da estabilidad, eso es lo que permite aspirar a nuevos niveles laborales que, a su vez, comportan nuevas metas a cumplir. Así, la vida no sólo queda aprisionada y presionada por el cumplimiento de las metas, sino que empobrecida en su capacidad de maravillarse, de recrearse, de gozar de la belleza, de la contemplación de la creación y de la contemplación de Dios. El neoliberalismo y su dinámica de la productividad hace que la existencia humana sea absorbida por la actividad y, como consecuencia de ello, es posible explotarla.

La pérdida del sentido positivo de la inactividad -el “ocio creativo”, en sentido clásico- hace que ésta se considere una falta o una debilidad, en lugar de una forma de intensidad vital, contemplativa y creativa; que también es distinta del tiempo libre, el cual carece en sí mismo de intensidad vital y contemplación. El tiempo libre se sitúa al interior de la dinámica de la productividad y del consumo, y por eso es que no es realmente libre, sino que hay que llenarlo con la oferta de actividades de “tiempo libre” que ofrece el mercado de las entretenciones para no caer en el tedio de no tener nada que hacer.

Se trata, entonces, de cultivar la virtud del asombro a través de lo que escapa a la lógica de la productividad, para así recuperar la intensidad de lo humano. Dice el filósofo surcoreano: “La inactividad forma lo humano. Lo que vuelve auténticamente humano al hacer es la cuota de inactividad que haya en él (…) Sin calma, se produce una nueva barbarie. El callar le da profundidad al habla. Sin silencio no hay música, sino nada más que ruido y alboroto. El juego es la esencia de la belleza. Allí donde solo reina el esquema de estímulo y reacción, necesidad y satisfacción, problema y solución, propósito y acción, la vida degenera en supervivencia, en desnuda vida animal”.

La vida verdaderamente humana recibe su luminosidad del ocio contemplativo y creativo, cuya puerta de entrada es la virtud del asombro, y si ésta se nos pierde, nos parecemos a una máquina que sólo tiene que funcionar. El ejercicio de la virtud del asombro comienza por pensar en algo que nos maravilla y hacerle caso a las preguntas que despierta en cada uno.

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