Necrológicas

“El vuelo maldito de los escritores” y el presagio de una pasajera publicado un año después: la caída del “Jumbo” colombiano

Miércoles 29 de Noviembre del 2023

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Hace cuarenta años, el 27 de noviembre de 1983, se produjo en las afueras del área metropolitana de Madrid la segunda peor tragedia aérea en territorio español y la mayor catástrofe de una aerolínea colombiana. El vuelo 011 de Avianca se estrelló contra una colina y nunca llegó a Bogotá. Los culpables del siniestro, las 181 muertes y las pérdidas literarias.

El primer encuentro de la Cultura Hispanoamericana en Bogotá, capital colombiana, duró seis días e intervinieron 150 intelectuales hispanohablantes. El acto inaugural se realizó el lunes 28 de noviembre en el auditorio de la Academia de la Lengua. La recepción protocolar en el Palacio de Nariño, la casa oficial del gobierno local, la cortejó Belisario Antonio Betancur, Presidente de Colombia pero también escritor y poeta, al día siguiente. Las últimas palabras de su emotivo discurso en el almuerzo de bienvenida fueron: “Y tú, sin sombra ya, duerme y reposa: larga paz a tus huesos. Definitivamente, duerme un sueño tranquilo y verdadero”. Evocó el epílogo del poema ‘En el entierro de un amigo’, de Antonio Machado, para honrar a los que allí debían estar y no estaban: Marta Traba, Angel Rama, Manuel Scorza, Jorge Ibargüengoitia y Rosa Sabater.

Los cinco habían muerto la noche anterior. Habían muerto en vuelo hacia Bogotá. La prensa lo llamó “El vuelo maldito de los escritores”. Eran cinco artistas de vasta trascendencia en el plano cultural de hispanoamérica. Cuatro eran escritores, todos coincidían en una peculiaridad propia de sus orígenes, de su intelectualidad y de sus tiempos: el exilio. Marta Traba, una crítica de arte argentina nacionalizada colombiana; Angel Rama, esposo uruguayo de Traba, ensayista, profesor de literatura; Manuel Scorza, ensayista peruano signado como el sucesor de Mariátegui; y Jorge Ibargüengoitia, novelista mexicano de renombre global. Ellos y la pianista catalana Rosa Sabater, una de las figuras más relevantes de la escuela pianística catalana de la posguerra, eran invitados a participar de un encuentro que procuraba homenajear la influencia de la “generación del 27”, un movimiento literario de poetas y escritores españoles que tenían a Federico García Lorca y Rafael Alberti como figuras fundadoras.

Betancur dijo que eran “héroes inolvidables de la imposible aventura del pensamiento y la sensibilidad” y relativizó la dimensión de la cita: “Para España y para América, para sus escritores y para quienes esperamos de ellos lucidez y belleza, este encuentro no puede quedar dentro de los límites de la anécdota. Signado por el dolor y por la tragedia, debe encender una lumbre ineficiente a la memoria de Marta Traba y de Angel Rama, de Manuel Scorza y de Jorge Ibargüengoitia, que vieron truncadas sus vidas en plena madurez, cuando su reflexión crítica y su producción novelesca había alcanzado aceptación universal”.

Scorza viajaba en el asiento 39, Rama en el 40 y Traba en el 41. De Ibargüengoitia y de Sabater no hay datos precisos de su ubicación en el avión. Sólo el drama compartido: integran el saldo trágico de una de las tragedias aéreas más resonantes del siglo XX. Las muertes treparon hasta 181. Toda la tripulación, toda la comitiva de artistas invitados al primer encuentro de la Cultura Hispanoamericana, las cinco parejas suecas que viajaban hacia Colombia para conocer a los hijos que habían adoptado, según información del Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia, fallecieron durante los primeros minutos de ese domingo fatal.

Traba, Rama, Scorza, Ibargüengoitia y Sabater se habían subido al Boeing 747-283B, un “Jumbo” de nombre Olafo, en el aeropuerto Charles Gaulle de París la noche del sábado 26 de noviembre de 1983, con una hora y media de retraso. Era el vuelo 011 de Avianca, la aerolínea de bandera colombiana, en uso de uno de los mayores íconos de la aviación comercial. La “reina de los cielos” tenía capacidad para 550 pasajeros: llevaba 192 personas y planeaba completar las butacas en su siguiente detención en la capital española. La aerolínea solía cubrir el tramo de Frankfurt hasta Bogotá, con escalas previas por París, Madrid y Caracas.

Tulio Hernández era el comandante del vuelo: sus pergaminos respaldaban su idoneidad. 35 años como empleado de la aerolínea, 23.215 horas en los aires como expertise, 2.432 de ese caudal de horas como piloto de un Jumbo. Eduardo Ramírez, primer oficial y copiloto, también representaba fiabilidad: 14 años de experiencia a bordo, 4.384 horas de vuelo comprobadas y 875 horas volando dentro de un Boeing 747. La tripulación se completaba de dos ingenieros de vuelo, cuatro sin funciones asignadas y once auxiliares. Los pasajeros, 169.

La conexión entre las terminales aéreas de París y Madrid demora dos horas. En cercanía ya del aeropuerto de Barajas, la tripulación del vuelo se contactó con la torre de Control de Tráfico Aéreo. “Aproximación Madrid, buenas noches, el Avianca 11 en descenso para 9.000 pies”, saludó el copiloto. “Avianca 11, buenas noches, contacto radar, autorizado a aproximación a Barajas, pista 33, altímetro 1025,7”, respondieron desde la base aérea. Era la noche serena de un sábado cualquiera, la densidad del tráfico aéreo era baja, el paisaje era familiar y benévolo, el descenso para los comandantes de cabina era una cuestión de rutina. Tal vez, la condescendencia de estas condiciones contribuyeron, en clave de paradoja, al desenlace.

La aproximación a la pista debían hacerlo desde el sureste. “¿Con cuánto debemos llegar a Campo Real?”, le preguntó el piloto a su compañero en relación a la altura que debían alcanzar para sobrevolar el municipio de la periferia madrileña. “Con 4.000 pies”, le respondió. “Ok, ¿y el ‘missed approach’ con cuánto?”, consultó para saber el rango de una aproximación frustrada. “Con 2.382 pies, comandante”, contestó el copiloto. Tulio Hernández obedeció y expresó: “Ok, bajando a 2.382 pies”.

El diálogo lo publicó el diario español El Confidencial con la firma de Pedro Carvalho, un divulgador aeronáutico, jurista y piloto privado. Eduardo Ramírez, el copiloto, había cometido un error tan inocente como fatal: la carta de navegación no decía 2.382 pies, sino 3.382. El piloto había cometido una falla tan liviana como garrafal: creer la lectura de su compañero y no verificar los estándares. Pedro Carvalho es autor del libro ‘Algo espantoso está a punto de ocurrir’, una recopilación de 25 catástrofes aéreas. El título sintetiza la naturaleza de ese prefacio, de esa tragedia en ciernes.

El piloto del vuelo 011 de Avianca giró a la derecha seis millas antes para alinearse a la pista de aterrizaje. Creyó que el localizador fallaba al intentar sintonizar la señal del ILS (Instrumental Landing System o Sistema de Aterrizaje por Instrumentos): pero no, estaban demasiado lejos para capturar la señal. Empezó al descenso sin saber exactamente dónde estaban. Ignoraron las alarmas que decían “¡terrain, terrain, pull up!”. Lo que procuraban advertir los radares de prevención era que la trayectoria los dirigía a una colina. “¡Pull up, pull up!”, insistían. Pero el comandante desoyó las alertas: confiaba ciegamente en su ángulo de descenso.

Faltaban diez kilómetros para pisar Barajas. Apenas seis minutos habían pasado del domingo 27 de noviembre de 1983. “La reina de los cielos” chocó contra la tierra. Viajaba a 263 kilómetros por hora a 690 metros del suelo cuando golpeó un cerro de Mejorada del Campo, un municipio situado al este del área metropolitana de Madrid. El primer impacto hizo que el avión se elevara. La trayectoria era irrecuperable. Tres segundos después, una segunda colisión designó para siempre la suerte del vuelo de Avianca: ya no habría paso por Madrid y por Caracas, ni llegada a Bogotá. El Boeing se estrelló, se hizo fuego, se partió en cinco.

Sobrevivieron once personas: habían tenido la dicha de ser expulsados del fuselaje en los primeros dos impactos. Carmen Nova, venezolana, dijo ver cómo el avión se llenó de humo luego del primer choque. Un joven que estaba sentado junto a ella rompió la ventana y corrió. Ella lo siguió y así pudo salvarse. Tenía 31 años. Un artículo del diario español El País de ese mismo 27 de noviembre dice que la mujer solo repetía “747, 747, 747”, el número del avión. El francés Patrick Meyer dijo que él salió disparado por el aire, que se desmayó y que cuando despertó ya estaba en el piso, que miró a su alrededor, que rescató a su esposa y a su hijo del interior del avión, que juntos huyeron antes de que el avión explotara.

Elizabeth Vallejo, colombiana, y Patrice Negers, francés, sobrevivieron junto con sus hijos Katty y Ludovic, que tenían por entonces tres años y 23 meses respectivamente. “Yo sentía algo que no era común en un avión. Cuando pasamos la frontera el avión cayó como un yo-yo y subió”, dijo ella en diálogo con W Radio, una emisora colombiana, en 2020. Confesó que tuvo premoniciones y pesadillas previas al vuelo y las escribió en El vuelo 011, un libro que entrelaza la fantasía con la vivencia personal. “El accidente sigue presente, mi hijo no pudo vivir una vida normal. Nosotros seguimos la lucha pero no olvidamos aquellos que no pudieron luchar”, sostuvo.

Lo mismo le pasó al chileno Diego Pocca, que tenía sólo ocho años en 1983. Confió que veinte años después se dio cuenta de que nunca había emergido del shock. “A Diego le decía que a lo mejor habíamos muerto en el accidente y que lo que vivimos ahora es una realidad paralela”, acreditó Martha Palma Vergara, su madre. A ambos los atendieron en el Hospital del Aire: él sufría una contusión craneal sin secuelas y ella, por entonces de 34 años, había entrado consciente y preguntaba con desesperación por su marido y sus tres hijos. Nunca se supo más de ellos.

La caja negra reveló las razones de la tragedia. La muerte de 181 personas se explica por una concatenación de errores solventada en las negligencias, en la desorientación del piloto, en la lectura equivocada del copiloto, en la falta de verificaciones, en las decisiones perceptivas. “La causa el accidente fue que el comandante, sin tener conocimiento preciso de su posición, se dirigió a interceptar el ILS con una trayectoria incorrecta, sin iniciar la maniobra de aproximación instrumental publicada; descendiendo por debajo de todos los márgenes de seguridad del área, hasta colisionar con el terreno”, es el argumento técnico que pronunció el Comité de Investigación de Accidentes e Incidentes de Aviación Civil.

El vuelo 11 de Avianca fue la segunda mayor catástrofe aérea ocurrida en suelo español, superada sólo por la tragedia de la aviación más colosal de la historia: el choque de dos “Jumbos” en el aeropuerto de Tenerife el 27 de marzo de 1977 que dejó un saldo de 562 muertos. Fue, también, el peor accidente en los 104 años de historia de Avianca y de cualquier empresa de aviación colombiana. Y fue, a su vez, el sepulcro del último libro del novelista mexicano Jorge Ibargüengoitia: los manuscritos de su último trabajo murieron carbonizados con él. Arturo Lezcano, periodista, corresponsal, cronista, escritor, autor del libro Madrid, 1983 y del podcast Olafo, nacido en La Coruña en 1976 y argentino y brasileño por adopción profesional, escribió en El País de España en 2018 que “Scorza también transportaba su última creación, pero él tuvo el recaudo de dejar un borrador en tierra”, que sus hijos mantienen en el anonimato. Lezcano descubrió en su investigación el perturbador presagio de una pasajera, una escritora y crítica del arte, una argentina y porteña.

Marta Traba había entregado su última novela antes de que viajara a presentarse en el primer encuentro de la Cultura Hispanoamericana. ‘En cualquier lugar’ fue publicado en junio de 1984. El protagonista de la historia termina como terminó su creadora: exiliado, en el vuelo de un avión. La coincidencia estremece. Las últimas líneas de la novela dicen: “El avión se movía y doblaba. Comenzaba un gran ruido atronador (…). Luis echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó que corrieran las lágrimas, hasta que el dolor fue pasando y se adormeció”.

Por Milton Del Moral

Infobae