La turbulenta vida de Frank Sinatra, el hombre de los amores intensos y la voz sublime que pudo haber sido un matón
- Nacido el 12 de diciembre de 1915, hace ciento ocho años, en Hoboken, New Jersey, en el seno de una familia de inmigrantes italianos, Sinatra era un fanfarrón, revoltoso y pandillero que tuvo un don inesperado e intransferible: la sensualidad del canto. Se inventó una carrera, se convirtió en un prodigio y en un hombre admirado. Sus hitos, sus desventuras y su transición hacia la muerte.
Cuando era un chico de apenas tres años, le tomaron una foto. No era una foto común: lo enfundaron en un esmoquin a todas luces enorme, le zamparon en el cuello un moño blanco grande como un pino, le pusieron en la mano una galera de domador de circo y un clavelazo en el ojal, lustraron sus zapatitos negros con el brillo del sol y lo hicieron posar frente a uno de aquellos escenarios falsos de papel maché, pintados a la acuarela con imágenes de jardines colgantes, o campos de eterna primavera, o mares de fantasía, tan propios de los fotógrafos de inicios del siglo pasado. Y así fue cómo lo condenaron a ser Frank Sinatra para toda la vida.
Seamos justos: el chico cumplió. Con creces. En la foto, sus ojitos lanzan una mirada de ciega determinación y la boca luce un mohín pícaro, entre el paréntesis de los cachetes colorados, en el que muchos creen ver aún hoy el gesto que más tarde iba a repetir cuando cantaba The Lady is a Tramp. Ese fue el gran secreto de Sinatra: parecía inofensivo. El otro gran secreto estaba, más que a la vista, al oído: su voz prodigiosa, se afinación exacta, su dicción perfecta, la habilidad innata para caminar los escenarios.
La voz lo hizo un gran artista. Y el aire inocente y simpaticón le permitió guardar bajo siete llaves los secretos de su vida, ligada al poder político y a la mafia de su país, a los mercachifles y millonarios centroamericanos que volteaban gobiernos con la ayuda de la Cia, a los barones de la droga, el juego y la prostitución; su vida ligada a Marilyn Monroe, de la que fue amante, y a John Kennedy, a quienes presentó y ayudó, como una vieja celestina, en una relación tempestuosa y peligrosa; su vida signada por contratos comprados, o rotos, a punta de pistola, o plagados de los códigos que Francis Ford Coppola inmortalizó en su trilogía de leyenda, El Padrino. Si la mafia usaba aquella frase premonitoria que pedía: “Que parezca un accidente”, Sinatra usaba sin decirlo una actitud que lo vestía con el disfraz de la ingenuidad: que parezca inofensivo.
Un ejemplo. Cuando su ex mujer, Mía Farrow, descubrió que su entonces marido, Woody Allen, en realidad estaba en pareja con una de las hijas adoptada por ambos, lo primero que hizo fue llamar a Sinatra. El diálogo, palabras más o menos, fue el que sigue:
Sinatra: -¿Qué quieres que haga que le rompan las piernas?
Farrow: -¡No, Frank! ¡Eso, no!
Sinatra: -Comprendo. ¿Para qué me llamas entonces?
Eso, que parezca inofensivo.
Es cierto que también representó al americano típico y su lema en la batalla: lucha, trabaja y serás recompensado. Fue el símbolo de un país al que también le cantó con encendido patriotismo, solo basta escucharlo en America to me. De paso, otro ejemplo nimio, armó en Las Vegas, que siempre fue un oasis de lujo y perversión levantado a la vera del desierto, una movida que hizo que esa ciudad, dominguera y melancólica, fuese una meca para pelagatos capaces de apostar la vida en una ficha y para jeques de emiratos misteriosos que te dejan mil dólares de propina por un gin tonic bien hecho. Sinatra le dio entidad a Las Vegas. Por eso, cuando murió, la luminosa Las Vegas apagó todas sus luces. Todas. Y lo mismo hizo Broadway, la zona de Manhattan que alberga los musicales épicos, porque todos supieron que se había ido un único, un irrepetible, un irreemplazable.
Sinatra cantaba como los dioses, si es que los dioses cantan. Que quede dicho. Además, el canto le dio sentido a su vida, que ya es decir.
Había nacido el 12 de diciembre de 1915, hace ciento ocho años, en Hoboken, New Jersey, un barrio complicado entonces, cargado de inmigrantes, que repetía en escala el molde de su vecina populosa, Manhattan: inmigrantes italianos, policías irlandeses que habían sido antes inmigrantes, y que Dios ampare a todos. La mamá de Frank, Natalina Garavanti, genovesa, practicaba abortos clandestinos a domicilio, o en la casa familiar, y por veinticinco dólares, alguna vez fue presa por eso. También era una activa militante del Partido Demócrata. Antonio Martino Sinatra, el jefe de aquella familia de clase media baja, era casi analfabeto, boxeador de peso gallo conocido como Marty O’Brian (había que conquistar a los hijos de Irlanda) y bombero voluntario. Había nacido en Palermo, Sicilia, y por las noches atendía en Hoboken su pequeña taberna.
La infancia de Frank no cabe más que en enunciados en estas pocas líneas: era un poco fanfarrón, revoltoso, había heredado de su padre la afición al boxeo, lo practicaba y aguantaba bien los golpes en un cuerpo que crecía moreno, fibroso y resistente a los embates de los odiados irlandeses, y hasta los que les sacudía su amada madre para intentar domarlo. Decía Sinatra: “Mi madre se mantenía en forma gracias a mí”. Y del papá dijo una vez, cuando los años de la Ley Seca: “Creo que ayudaba algo en el contrabando”. “Algo”, que parezca inofensivo.
Poca escuela, mucha esquina, pandilla, peleas diarias y, en el medio, la música. No la heredó de nadie, cayó sobre su vida como un rayo de bondad. A los nueve o diez años, cantó en la taberna de su padre, acompañado a veces por una pianola, a veces por un ukelele. Pasó por el Instituto A. J. Demarest pero dejó todo, sin graduarse, en 1931 a los quince años y empezó a trabajar como vendedor de diarios para el Jersey Observer; fue camionero, mandadero, pandillero, se metió en líos con la policía y hasta se estrenó como cronista deportivo en un periódico donde le pagaban menos de lo necesario, pero lo suficiente para alcanzar sus sueños: comprar buena ropa y un coche.
Y cantar. Aquel chico quería cantar a como diera lugar. Tenía un ídolo, Bing Crosby, el gran solista de esos años; el chico Sinatra copiaba sus maneras, su estilo, ya tenía, o sospechaba tener, una voz abaritonada que lo acercaba a su ídolo. Después del derrumbe de la economía americana, en 1929, y cuando ya se oían, aunque a lo lejos y bien temprano, los clarines de la Segunda Guerra Mundial, Frank, de catorce años, sugiere en casa que quiere ser cantante. Tuvo suerte de salir con vida de aquella audacia, en aquella rígida familia italiana, con influencia siciliana, un hijo cantante era un mal rayo del cielo.
Para eludir y despejar los rumores sobre sus contactos con la mafia, que por otro lado siempre fueron imposibles de disimular, Sinatra adulto negó muchas veces que por sus venas corriera sangre siciliana, como si hubiese algo de malo en ello. Pero Anthony Summers, un escritor e investigador que tiene narradas algunas biografías estupendas, rastreó el pasado de Sinatra y el de sus padres en búsqueda de una prueba de las conexiones de Frank con la mafia, por si hacía falta probarlo.
Los datos de Summers dicen que en 1987, a sus 71 años, Sinatra cantó por fin en Sicilia, en el estadio Favorito de Palermo. Allí dijo que su familia era de Catania, al este de Sicilia. Pero el abuelo de Sinatra, cuenta Summers, que se llamaba Francesco, no era ni de Catania, ni de Agrigento, como alguna otra vez sugirió Sinatra. El abuelo Frank había nacido en Lercara Friddi, a casi treinta kilómetros de Corleone, tal vez el nombre les diga algo. Lercara Friddi, explica Summers, fue el pueblo que más mafiosos dio al mundo. Entre ellos, Salvatore Lucania, que dicho así no suena a nada, pero que fue mejor conocido como Lucky Luciano. Los Sinatra y los Lucania no sólo se conocían: vivían en la misma calle de aquel pueblo, la calle Margherita di Savoia. Que parezca inofensivo. Amén.
Cuando deja el colegio, en 1931, Sinatra no tenía contactos con la mafia. O casi. A los dieciséis años era un chico hermoso, de piel aceitunada, con una sonrisa de dentífrico y unos ojos azules que se harían leyenda y que ahora iluminaban el corazón de las muchachas, a las que Frank rondaba en los rincones más propicios de Hoboken y no para conversar de la crisis económica precisamente.
Mientras crece, trabajaba en los astilleros a sueldo de la United Fruit, sin abandonar del todo su pasado pandillero. Algo hubo, una cosa de nada, inofensiva, unos robos de poca monta junto a su amigo, Willie Moretti que después sería un personaje de cierto vuelo en la mafia. A los dieciocho años, Frank conoce a Nancy Barbato. Ella tiene dieciséis y lo enlaza como para no soltarlo más. Frank, que busca su camino, se une a un trío del barrio insospechados todos de pertenecer a la comunidad irlandesa: Jimmy Petrozelli (Skelly), Patty Principe (Patty Prince) y Fred Tamburro (Tamby): forman los “Hoboken Four”. Cantan en el programa de radio The Major Bowes Original Amateur Hour, que conduce el “Comandante” Edward Bowes y que da alguna oportunidad a los principiantes. Todavía se conserva, o hasta hace unos años se conservaba, la grabación de la presentación de “Hoboken Four” ante Bowes. En ella se escucha al chico Sinatra decir: “Soy Frank, Comandante. Buscamos trabajo. Todos los que nos oyen cantar dicen que somos muy buenos. Y creo que somos bastante buenos”. No era verdad, eran malísimos. Pero reciben cincuenta dólares y un contrato por tres meses de “gira”, esto es, cada noche en un sitio diferente.
De aquellos años, un mito urbano une a Sinatra con Carlos Gardel en un encuentro único y trascendente. Nunca pudo ser probado, ni hay testimonios que lo evoquen. La leyenda dice que en 1934 Nancy se acercó a hablar con Gardel luego de un show radial en la NBC de Nueva York, para decirle que su novio cantaba muy bien pero que andaba con malas compañías. Y que Gardel, de cuarenta y cuatro años, dijo a Sinatra, de diecinueve y que se dijo admirador suyo, que él había vivido lo mismo en Buenos Aires y que si quería triunfar, se dedicara sólo a la música. La historia se convirtió en un telefilm de Disney.
Frank se casó con Nancy en 1938, el 4 de febrero, con ella tuvo tres hijos Nancy, Tina y Frank Jr. Y, pese a que el matrimonio se quiebra al año siguiente de la boda, seguirán juntos hasta 1951. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Sinatra tiene 24 años, pesa sesenta kilos, es camarero y cantante de a treinta dólares por semana en Rustic Cabin, un boliche donde empieza a moldear su estilo y se desgañita seis noches a la semana desde las siete de la tarde a las cuatro de la mañana. Lo mejor que canta es Begin the Beguine. Y cada noche, cuando sale de Rustic Cabin, Frank pasa por otro boliche donde se juega de manera ilegal: “The Riviera”, cerca del puente Washington. Esa zona ya es territorio de su viejo amigo Willie Moretti.
Los lazos de Frank con el joven mafioso son innegables. En los años 80, Tina Sinatra dirá que su padre y Moretti fueron amigos toda la vida, lo que no tiene nada de malo. Y el propio Sinatra, ante el Panel de Control de Juego de Nevada, admitirá en su momento: “Bueno, sí, Moretti le consiguió algunas fechas a mi banda en los comienzos de mi carrera…”. ¿Está claro? Una cosa inofensiva. Por si no está claro, el propio Frank lo va a dejar grabado en una frase: “Si no hubiese tenido una buena voz de barítono y unos enormes deseos de emular a Bing Crosby, me habría convertido en un matón”.
En 1940, mientras Europa se desangra para defenderse de Adolf Hitler y sus nazis, y mientras Estados Unidos afilas las bayonetas para meterse de lleno en esa guerra, Sinatra, que tiene veinticinco años, da el gran salto. Lo escucha cantar Harry James, un muchacho apenas cuatro meses mayor que él, y se lo lleva. Hay algo en la voz de Sinatra que llama la atención. El color de esa voz, tal vez, amarronada, clara, vibrante y con un toque leve de terciopelo ajado: con eso se nace. Tal vez sea la caja de resonancia que dan sus pómulos altos. O esa cierta felpa áspera y tenue que será célebre con los años: con eso no se nace, pero puede darlo el bourbon Jack Daniels, que Sinatra bebe en cantidad y que será la bebida de su vida. Seguro es la prestancia en escena, la dicción perfecta, la manera de jugar con el micrófono. Es un tipo sensual en el escenario, cuando la sensualidad en escena todavía no había nacido.
A la noche siguiente de encontrarse con James, Frank canta en el “Roseland”, la sala de baile más importante de Broadway. En julio su nombre aparece por primera vez en la revista Billboard, la biblia del espectáculo. La primera grabación con la orquesta de Harry James es All or nothing at all. Vende ocho mil copias. Sinatra se convierte en su propio agente de prensa: recorre radios, diarios, revistas, quiere que lo nombren, que lo escuchen, que pasen sus temas. Cuando la orquesta de James sale de gira, en Baltimore ya hay colas de chicas que sólo quieren ver al chico Sinatra. Pasa poco tiempo para que Frank sienta que Harry James le queda chico. Se entera, además, que otro grande busca cantante. Habla con James, con franqueza, y le dice que quiere irse con Tommy Dorsey que, además, le da más protagonismo a sus solistas. Recordará luego Sinatra: “Harry fue muy comprensivo. Mi contrato era por dos años pero él se limitó a romperlo en pedazos. Así que me fui con Tommy.”
Ese es el trampolín. Terminará en desastre y casi en crimen. Pero ahora es el trampolín. Graba con él I’ll never smile again (“Jamás volveré a sonreír”) que es un éxito en todo el país y por el que Dorsey le paga veinticinco dólares, en una época en que los cantantes no cobraban derechos de autor. De Dorsey aprende algo fundamental: a frasear las letras de las canciones tal y como el músico frasea con su trombón. Para eso necesita aire extra. Y picardía: Dorsey usa un canuto casi imperceptible para respirar mientras toca, pero Sinatra se entrena en el arte de la amnea en la pileta de natación del barrio. Graba como solista cuatro temas y su salario pasa de cien dólares semanales a cuatrocientos. Pronto siente que también Dorsey le queda chico; que o bien lo deja y se lanza como solista, o será otro cantante el que ocupe el lugar de ídolo que Frank se forja nota a nota.
Tommy Dorsey no quiere saber nada con dejarlo ir. Estados Unidos ya está en la guerra: es el verano del 42, que Robert Mulligan inmortalizará en un film en los años 70. Sinatra no va a la guerra. Las malas lenguas dicen que la mafia pagó cuarenta mil dólares para que no lo hicieran soldado. Otras malas lenguas, las del FBI, dicen en cambio que fue rechazado por problemas en los oídos. Suena irónico: Sinatra con problemas de oído. En todo caso, los problemas en el oído del improbable soldado Sinatra no le impiden al cantante Sinatra hacer música.
Por fin llega la ruptura con Dorsey, que no es amigable porque el director de orquesta no quiere dejar a su mina de oro. La leyenda dice que la mafia compró ese contrato a punta de pistola. Es verdad. Al menos, una parte de la verdad. Dorsey estaba muy lejos de desayunar con los ángeles, conocía las reglas del juego y, a ser posible, las dictaba. Eso hizo con Sinatra. Dicen que dijo: ”Que se vaya. Quizá sea lo mejor para mí”. Ambos firman un acuerdo de rescisión que Sinatra, de veintisiete años, apenas lee: no volverá a repetir ese error en su vida. La letra chica, muy chica, del acuerdo estipulaba que, en los siguientes diez años, Sinatra debía pagarle a Dorsey el diez por ciento de todas sus futuras ganancias.
Todo se solucionó de manera inofensiva. Sinatra dijo alguna vez cómo había zanjado aquel entuerto: “Contraté a un par de abogados para que lo arreglaran”. Sabia decisión. Pero en 1951 Tommy Dorsey reveló qué fue lo que pasó en realidad: “Tres tipos de Nueva York se me acercaron y dijeron que querían comprar el contrato de Frank. Les dije que jamás lo haría. Pero sacaron un arma y preguntaron: “¿Vas a firmar o no?”. “Y firmé”. Uno de los “abogados” enviados por Sinatra era Joseph “Doc” Stacher, un hombre que trabajaba con la gente de Lucky Luciano, aquel Lucania de la aldea de Lercara Friddi, que vivía en la misma calle que el abuelo Sinatra.
El 30 de diciembre de 1942 la vida de Frank estalla. Alguna vez dijo: “Ese fue el día en el que se armó la de Dios”. Sube al escenario del Teatro Paramount, de New York, como artista invitado en una gala en la que Benny Goodman era la estrella. En la platea, en su mayoría femenina, estalla un fenómeno de histeria colectiva que sorprende al cantante, y al resto, y que daría luego mucho que hablar como insólito fenómeno social. A partir de entonces, Sinatra fue el espectáculo de las quinceañeras. El 12 de octubre de 1943, de nuevo en el Paramount, cuarenta mil fanáticas colapsaron las calles alrededor del teatro. A finales de ese año, ligado por contrato a Columbia Records, Sinatra ganaba un millón de dólares anuales.
De allí, a la eternidad. En 1943 Hollywood ya le hizo filmar algunas películas malas para RKO, hasta que filma con la Metro Leven anclas. Es un éxito que multiplica sus actuaciones como cantante y el entusiasmo femenino. Su agente, George Evans, tiene una idea genial y un vaticinio certero: bautiza a Sinatra como “La Voz” y proclama: “Nadie ha llegado tan alto. Esto durará siempre”.
Lo demás, que es mucho, es historia conocida, menos lo que Frank se llevó a la tumba, En 1947, por ejemplo, viaja a Cuba con dos mafiosos, los hermanos Charlie y Rocco Fischietti. Una foto los muestra en el aeropuerto de La Habana, que es la ciudad donde tiene su cuartel general Lucky Luciano. Siempre dirá que conoció a Luciano ese año y que todo no pasó de un apretón de manos. Minucias. Cuando le pregunten años después por los personajes ligados a la mafia que conoció en su larga vida, negará todo. Dirá: “Cualquier rumor que diga que confraternizo con delincuentes es una vil mentira. Voy a muchos lugares y conozco todo tipo de gente: editores, científicos hombres de negocios y, a lo mejor, personajes menos presentables”. Que parezca inofensivo.
En 1948 conoce al amor de su vida. A la única mujer que no se rendirá a sus pies. Sinatra estuvo vinculado en amoríos varios con, la lista es incompleta, Lana Turner, Mercedes McCambridge, Dona Reed, Juliet Prowse, Kim Novak, Jacqueline Bisset, Judy Garland, Jill St John, Marilyn Monroe, Grace Kelly y Natalie Wood, sin contar a sus esposas. Pero la mujer que le voló la cabeza fue Ava Gardner, que era de una belleza descomunal y de una personalidad inquietante. El gran poeta brasileño Vinicius de Moraes gustaba contar que él había quedado mudo ante la hermosura de la Gardner, y que la Gardner se le acercó para decirle, sinuosa: “¿Te gusta lo que ves? Por dentro no soy tan bella”.
Tal vez era cierto. Una noche de 1948 Sinatra llamó en la madrugada a su agente Jack Keller, exaltado por los vapores del alcohol: “Estoy con Ava. Estuvimos recorriendo la ciudad en el Cadillac disparándole con una pistola 38 a los vidrios de algunos comercios y a algunos semáforos. Fue una pequeña diversión. Le pegamos levemente a un tipo que pasaba por la calle, pero no pasó nada. La gente de acá es amable. Voy a casarme con esta chica, Jack”. Nada del otro mundo, todo inofensivo. Eran dos seres volcánicos: los dos eran posesivos, los dos eran violentos, los dos eran celosos. Ella amaba los toros. Él, el boxeo. Fiesta, excitación, sangre, aventuras. Mantuvieron el secreto de su amor durante dieciocho meses. Cuando por fin fue imposible ocultarlo más, Nancy Barbato, aquella chica italiana de Hoboken, le cerró la puerta en la cara a Sinatra y anunció su separación.
A sus treinta y cinco años y en la plenitud, envuelto en el hechizo de la Gadner, le llega la primera gran factura de una vida de disparate: el 26 de abril de 1950, mientras canta su segundo tema en el “Copacabana”, “t All Depends on You, se le parte la voz, la que le había dado sentido a su vida. Hay sangre en su saliva. El diagnóstico es hemorragia en la submucosa y la causa probable, el alcohol y la droga, como sostiene Randy Tamborelli en su biografía de Sinatra A su manera. Siente que todo se termina y sigue a la Gardner como un lacayo por Inglaterra y España, donde ella lo engaña con un torero, como corresponde. Se pelean a muerte en el Cal-Neva, el famoso hotel y casino de Sinatra en Lake Tahoe, California, y el valet de Frank, George Jacobs, lo encuentra al borde de la muerte: barbitúricos y alcohol. En el hospital, Ava no se separa de su lado. Sinatra niega un intento de suicidio y en un espectacular salto al vacío, se casa con la Gardner en noviembre de 1951.
Pero todo sigue barranca abajo, sin futuro, sin contratos, sin voz y sin vistas de recuperación, Sinatra, de 37 años, apenas tiene una esperanza: un papel secundario en una película de la que no conoce el libro y en la que van a actuar todas estrellas: Burt Lancaster, Deborah Kerr, Montgomery Clift y Donna Reed. Cuando le llega el aviso sobre un casting para el film, Frank está en África con Ava, que filma Mogambo: en el colmo de su caída, Sinatra tiene que pedirle dinero a Gardner para poder regresar a Estados Unidos. Así consigue el papel del soldado Angelo Maggio en el film de Fred Zinnemann De aquí a la eternidad. En 1953 Sinatra gana el Oscar al mejor actor de reparto por su actuación. Veinte años después, Francis Ford Coppola, en El Padrino, sugerirá que lo hizo con el aporte de la mafia: es Sinatra el Johnny Fontane de su inolvidable película.
El matrimonio con Ava Gardner se hace pedazos. Celos, peleas violentas, borracheras, dos abortos decididos por la actriz lo derrumban todo. Sinatra tiene que salvar su carrera, que también va barranca abajo. La pareja se divorcia el 1° de marzo de 1953 y ya no volverán a verse en el resto de sus vidas. El anuncio de la ruptura lo hace la Metro Goldwyn Mayer, lo que es una señal de que la carrera de Sinatra puede encarrilarse. Durante la conferencia de prensa, todos tienen que hacer malabares para disimular las vendas que cubren las muñecas del cantante. Sinatra, que ya había tenido dos intentos de suicidio tras sus broncas con Gardner, lo intenta otra vez después de la ruptura: lo encuentra un amigo, con las venas cortadas, tirado en su departamento de New York. Se recupera en el hospital Monte Sinaí y, días más tarde, ante la prensa, el paciente disfrazará todo de un accidente: “Fue con una copa rota”.
Su carrera renace y, en 1956 empieza una relación con Laureen Bacall, que todavía está casada con Humphrey Bogart, que padece cáncer de garganta y ve llegar su final. Qué tipo de relación los unió, es un misterio. La Bacall ha dicho que Bogart estaba celoso porque “creía que Frank estaba enamorado de mí”. Es lo más que alguien le pudo sacar sobre su historia con Sinatra. Bogart murió el 14 de enero de 1957 y la pareja Bacall-Sinatra fue vista luego en algunas premieres, pero nada más. Por fin, Sinatra le declara su amor el 11 de marzo de 1958: “Debió haber durado por lo menos treinta segundos”, dijo ella luego, no se sabe si como elogio o como queja, mientras él viaja a Miami. Un periodista le pregunta a la actriz si era cierto que se iba a casar con Sinatra: “¿Por qué no lo llama a Frank a Miami?”, es la respuesta. “Sinatra se casará con Bacall”, es el título del diario. Él la llama desde Miami: “¿Por qué lo hiciste? Ahora los periodistas me persiguen y no puedo salir de mi habitación. No nos veremos por un tiempo”. Y es el último diálogo que Laureen Bacall y Frank Sinatra mantienen por seis años.
Desde el adiós con la Gardner hasta 1962, Sinatra graba lo más serio, tal vez lo mejor cantado y lo mejor arreglado de toda su carrera. Lo hace para Capitol Records, que todavía atesora esas joyas: algunas rondan las disquerías de Buenos Aires. Entre quienes escribieron arreglos para Frank figuran próceres como Nelson Riddle, Billy May, Quincy Jones y Don Costa. Pero el rock avanza y el mundo cambia. Sinatra, que dice que el rock es la música más espantosa que ha escuchado jamás, se revuelve como un león herido. Enfrenta al éxito arrollador de The Beatles con Extraños en la noche y vuelve a saltar a la cúspide frágil y resbalosa de los más vendidos. “Si me van a matar, que sea cantando”, promete, jura y amenaza. Y lanza A mi manera, un tema que Paul Anka diseñó con la precisión de un cirujano para ese hombre que lo canta como ninguno.
El matrimonio Bogart-Bacall tenía un grupo de amigos íntimos a los que ambos llamaban “Rat Pack”, “Pandilla de ratas”. Sinatra se proclamó líder de esa pandilla que, luego, fue conocida como “Clan Sinatra”, y que integraban, entre otros, Dean Martin, Peter Lawford, Sammy Davis Jr., Judy Garland y su esposo, Sid Luft, David Niven y su esposa Hjordis y otras estrellas de Hollywood. El tiempo y sus matices redujo en cantidad, pero no en intensidad, al clan al que Sinatra siempre protegió. Le dijo muchas veces a Dean Martin que en realidad él era el mejor cantante de todos ellos, protegió a Sammy Davis Jr., cuando, en un accidente, perdió el ojo izquierdo y lo defendió de cuanta discriminación racial pudiese afectarlo. Era difícil lastimar a Sammy Davis, que tenía un coraje de gladiador y un humor a tono. Un día le preguntaron si había sufrido discriminación y el tipo dijo: “Imagínese: soy negro, judío y tengo un ojo de vidrio…”.
En el “Rat Pack” hay un actor, Peter Lawford, que es cuñado del presidente de Estados Unidos, John Kennedy, amigo personal de Sinatra que había hecho campaña por él, había contribuido en metálico a la carrera de Kennedy hacia la Casa Blanca y había producido la gran gala inaugural de la presidencia Kennedy, el 19 de enero de 1961. También había acercado al presidente a Marilyn Monroe. Luego del divorcio con Ava Gardner, Sinatra encontró apoyo en Marilyn, que acababa de divorciarse de Joe Di Maggio. Es probable que ambos hayan sido amantes. Incluso, poco antes de su muerte, Monroe fue a vivir una temporada al Cal-Neva De Sinatra. El romance entre el presidente y Marilyn fue breve e intenso. Ella se negó a romper, o a que Kennedy rompiera, y amenazó con revelar los secretos que conocía de la administración Kennedy y hasta del hermano del presidente, Robert, que era procurador general. Murió, en apariencia por una sobredosis de barbitúricos, el 5 de agosto de 1962.
Sinatra le presentó a Kennedy a otra chica peligrosa. Era Judith Exner, que también era amante de Sam Giancana, un mafioso amigo de Sinatra, vinculado a la CIA y al movimiento anticastrista que intentaba asesinar a Fidel Castro en Cuba. El presidente de Estados Unidos y un jefe mafioso acaso interesado en liquidar a un presidente extranjero, compartían a la misma amante ligados todos por Sinatra. Tras los asesinatos de Kennedy en noviembre de 1963 y de Robert Kennedy en junio de 1968 Sinatra sintió que los demócratas estaban hundidos y se pasó al Partido Republicano y apoyó en los 80 la candidatura de Ronald Reagan.
A finales de aquel trágico 1963, ya con Kennedy asesinado en Dallas, alguien desempolvó viejas relaciones de Sinatra con la mafia. A buena hora. El Consejo de Control del Juego del Estado de Nevada presentó cargos en su contra por haber alojado en el Cal-Neva al mafioso Sam Giancana, aquel que compartía amante con Kennedy. Para evitar ser rozado por la justicia, Sinatra anunció que renunciaba a su licencia de juego, que lo habilitaba para manejar casinos, con lo que perdía también su participación del nueve por ciento de las ganancias del casino “Sands”, de Las Vegas, que era guarida del “Rat Pack” y escenario habitual para la actuación de sus figuras.
El 8 de diciembre de ese año, en aquel mundo que cambiaba por horas, Sinatra supo en carne propia que donde antes había sólo idolatría, ahora había también peligro. Tres desconocidos, Barry Keenan, Joe Amsler y John Irwin secuestraron al hijo del cantante, Frank Jr., de diecinueve años, que también cantaba, aunque nada que ver con papá. Murió en 2016. Los secuestradores, Keenan y Amsler, fueron hasta el camarín del chico, que actuaba en el Harrah’s Club Lodge, de Lake Tahoe, en la frontera entre California y Nevada. Se lo llevaron vendado y atado en el baúl del auto, y pidieron doscientos cuarenta mil dólares de rescate. El FBI le aconsejó a Sinatra pagar y dejar que las autoridades siguieran la pista del dinero, que el cantante puso en sus manos, y que el FBI fotografió billete por billete. Los secuestradores eran, también, unos chambones. Dos se hicieron con los dólares y el tercero liberó a Sinatra hijo antes de tiempo. Al chico lo encontraron en Bel Air, de a pie y sin un peso, y horas después los delincuentes estaban presos. La odisea había durado cincuenta y cuatro horas.
Sinatra siempre tuvo predilección por las mujeres jóvenes. Enamoró por poco tiempo a Natalie Wood cuando ella tenía 21 años y él 44. Y en octubre de 1964, cuando filmaba El expreso de von Ryan, conoció a Mía Farrow, de diecinueve años, que trabajaba en el rodaje de la serie de televisión Peyton Place. Se casaron el 19 de julio de 1966 y trece meses después se divorciaron. La malísima Ava Gardner, que tenía una mentalidad de ofidio y una lengua que hacía juego, comentó el casamiento de su ex con la Farrow: “Siempre supe que Frank iba a terminar en la cama con un muchachito”.
En 1970 “La Voz” decide decir adiós e inicia su larga despedida de los escenarios. Es dueño de hipódromos, casinos y hoteles en sociedad con ex mafiosos que ahora son hombres de negocios, en un mundo donde los hombres de negocios empiezan a comportarse como mafiosos. También es socio de Warner Bros, propietario de la grabadora Reprise Records y de una empresa de taxis aéreos, Call Jet Airways; y también, para no perder la costumbre, de Titanium Metal Formic Co., una empresa que produce proyectiles teledirigidos y piezas para aviones; es dueño de tres aviones, dos helicópteros, un piso en Manhattan y una mansión en Los Ángeles con una leyenda en la puerta que invita a la reflexión: “Si usted no fue invitado le conviene tener una buena razón para tocar el timbre”.
Poco a poco se va como un grande: en silencio. En 1972 da su último gran show en el Music Center de Los Ángeles. Allí está Grace Kelly con un vestido donde destellan los diamantes, Bob Hope, Barbra Streisand, Sammy Davis, el vicepresidente de Estados Unidos, Spiro Agnew antes de renunciar por corrupto, Ali McGraw, Cary Grant, Dean Martin, el legendario Edward G. Robinson y Natalie Wood. El 6 de enero de 1977 lo sacude la tragedia: canta, otra despedida, en el Ceasar’s Palace de Las Vegas: Antes fleta un mini jet para que lleve hasta el escenario a su madre, que tiene 82 años. Pero el avión se estrella en el cerro San Bernardino, cerca de Palm Springs.
En agosto de 1981 y ya en el ocaso de su vida, llega a la Argentina donde su presencia fue anunciada tantas veces, que la muletilla “Este año viene Sinatra” era ya un chiste del ambiente. Lo trae Ramón “Palito” Ortega, metido a empresario productor de espectáculos. Ortega pierde una fortuna y paga hasta el último centavo. Sinatra, que es un chico de Hoboken con códigos, será luego un gran apoyo de Ortega en sus años de vida en Estados Unidos.
Sinatra llega por fin a Buenos Aires con su última mujer, Barbara Marx, que lo había sido del cómico Zeppo Marx, y desata un escándalo porque posa para una foto, vaso de whisky en la mano, con el dictador Roberto Viola, a quien le pone su mano franca y confianzuda en el hombro. El hombre que sube al escenario del Luna Park, abierto por sus cuatro costados y transformado en un ring sin cuerdas para la música, está por cumplir 66 años mal llevados; bebe whisky como un regimiento de húsares y, a veces, parece vacilar sobre sus pasos y sobre sus palabras. Pero cuando sube al escenario, ese hombre endeble se transforma en un huracán. Juega con las luces, con las notas y el lenguaje, con la síncopa y el ritmo, es la música que canta a Sinatra y no Sinatra quien canta la música. El domingo 9 el Luna vive una noche de gloria sin boxeadores: veinte mil personas ovacionan a Sinatra de pie y le dicen hasta pronto. Él expresa un deseo: “Volver”. Todos saben que todos mienten, que es un imposible. Pero que parezca inofensivo.
Poco a poco, su vida se apaga en la nube endemoniada y quién sabe si piadosa del Alzheimer. Padece un retiro digno y discreto. El corazón lo tumba el 22 de abril de 1998 a los 82 años y cinco meses. Lo internan en el Cedars Sinai Medical Center de Los Ángeles. Allí agoniza casi un mes y recobra la conciencia antes de morir, el 15 de mayo, para decirle a su mujer tres palabras que jamás pronunció antes: “Barbara, I’m loosing”.
Cuando Sinatra cierra sus ojos, Las Vegas y Broadway cierran sus telones y apagan sus luces; Capitol Records cubre su majestuoso edificio cilíndrico que mira al Hollywood Boulevard con una tela negra; el Empire State se ilumina de azul en honor de sus ojos; en el estadio del Bronx el equipo de los Yankees hace un minuto de silencio; el jefe mafioso de Nueva York, John Gotti, le rinde homenaje en su página web: “We’ll miss you, Frank” (”Te vamos a extrañar, Frank); la familia abre el testamento para descubrir que dejó una fortuna a hogares de chicos maltratados y empieza una disputa por el resto; y el comediante Tom Dreesen lo despide con una certeza casi infalible: “Murió hace dos años, cuando supo con absoluta certeza que no iba a poder volver a cantar”. Lo entierran con su mejor traje, una botella de Jack Daniels y un paquete de cigarrillos para que, como a un faraón, le alivien el largo viaje hacia la eternidad.
Quien mejor le dice adiós es el historiador y escritor Gore Vidal, poco dado a los elogios. “Yo diría que la mitad de la población de Estados Unidos que tiene más de cuarenta años, fue concebida mientras sus padres escuchaban a Frank Sinatra”.
Eso es cantar.
Por Alberto Amato
Infobae