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El día que Hitler tomó el poder por asalto: sus primeros discursos y acciones que anticiparon el horror nazi

Jueves 1 de Febrero del 2024

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  • El 30 de enero de 1933 era nombrado como canciller alemán. Cómo fue la jura del futuro Führer del país europeo. Y los detalles de la primera ley que propuso que le permitiría gobernar sin el Reichstag. 

Fue el día en el que Alemania cambió para siempre. Y Europa y también el mundo cambiaron para siempre. Muy pocos lo notaron, lo que ratifica la teoría que afirma que los grandes hechos históricos son intrascendentes… en el momento que ocurren. Luego, cobran otra dimensión. Hace hoy noventa y un años, el 30 de enero de 1933, Adolfo Hitler fue nombrado canciller de Alemania, que estaba a punto de destruir la alicaída República de Weimar y la democracia parlamentaria que la sostenía. Alemania jamás volvería a ser la misma después de este día.

A Hitler le cedió el poder el presidente del Reich, el mariscal Paul von Hindenburg, lo que derriba otro mito nazi: Hitler no ganó ninguna elección para llegar al poder, lo tomó por asalto. Tanto, que en la tarde del día de su ascenso a canciller, los nazis se negaron a hablar de “asalto al poder”, que era verdad, sino de “entrega del poder”, que también era cierto.

En las dos últimas grandes elecciones celebradas en aquella Alemania que sucumbía y daba paso a lo desconocido, los nazis, el NSDAP, Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, había tenido suerte dispar. En las de septiembre de 1930, el nazismo había dado su gran salto electoral: lo votaron casi seis millones y medio de alemanes y pasó de tener doce bancas en el Reichstag a tener ciento siete. Pero en los cómputos generales quedó detrás del SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán, que ganó con ocho millones y medio de votos. Hitler odiaba con alucinado fervor a la socialdemocracia, y lo proclamaba siempre que podía. Y podía siempre.

En las elecciones de noviembre de 1932, los nazis confirmaron sus temores que preveían una pérdida de apoyo de la clase media. Y, en efecto, perdieron dos millones de votos y treinta y cuatro bancas en el Reichstag. Igual, fueron la fuerza política más votada, pero sin llegar a la mayoría absoluta lo que les impedía gobernar. La sorpresa de esas elecciones fue el KPD, el Partido Comunista Alemán, que vio su caudal electoral aumentado en un dieciséis por ciento, lo que hizo crecer en aquel país volátil el temor de una guerra civil.

Violencia nazi

Con sus votos mayoritarios, Hitler exigió a Hindenburg que lo nombrara canciller. El presidente del Reich, un monárquico conservador, despreciaba a Hitler pero era reacio a emprender acciones contra los nazis que habían desatado ya un clima de violencia y de luchas callejeras en las principales ciudades de Alemania en las que reinaban las entonces poderosas SA, las fuerzas de asalto que vestían uniformes pardos. Dada su desconfianza, lo máximo que Hindenburg estaba dispuesto a conceder era que los nazis entraran en un gobierno de coalición, o de consenso, o de acuerdo, pero no con Hitler a la cabeza. Todo aquel delicado andamiaje político se deslizaba en medio de una gran crisis económica, prolongación del crash mundial de 1929. En aquella sociedad golpeada por el deterioro, la miseria y la violencia nazi, a la que correspondían con dedicación los comunistas, los hombres de negocios se quejaban de los escasos beneficios que obtenían sus empresas; los campesinos se quejaban de lo bajos que eran los precios de los productos agrícolas; los maestros y los funcionarios, la sociedad en general, se quejaba de sus salarios; los obreros se quejaban de la desocupación; los desocupados se quejaban de los escasos subsidios de ayuda y los jubilados, mutilados y viudas de guerra, de quejaban del constante deterioro de sus pensiones.

Hitler había anticipado en los discursos con los que tejía su ascenso al poder, todo cuanto iba a hacer si llegaba al gobierno. En aquellos días, semejante sinceridad no era vista como un mérito, sino más bien con aprensión. El marxismo sería erradicado, había prometido Hitler; los judíos serían “eliminados”, había dicho; Alemania reconstruiría sus fuerzas armadas cercadas por el Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial; el país, había dicho Hitler, conquistaría “por la espada” la tierra que precisaba para su “espacio vital”. Muy pocos lo tomaron en serio y lo juzgaron peligroso, Hindenburg entre ellos. Pero el espectro político, desde la derecha hasta la izquierda, conservadores, liberales, socialistas y comunistas, juzgaron a Hitler poca cosa, se burlaron de su capacidad y de su ingenio, criticaron su falta de escrúpulos y le auguraron un fugaz paso por la política alemana.

Una pequeña historia que retrata esas dos visiones tan diferentes, rescata un diálogo entre Alfred Hugenberg, un ultranacionalista antisemita, asesor financiero de las empresas Krupp, dirigente del Partido Nacional Popular Alemán y artífice, uno de ellos, del ascenso de Hitler al poder, con Theodor Duesterberg, que había sido candidato en las elecciones de 1932, candidatura que los nazis destruyeron cuando se reveló que Duesterberg tenía ascendencia judía.

El ex candidato, que sería arrestado durante la Noche de los Cuchillos Largos de junio de 1934 y enviado a un campo de concentración, previno a Hugenberg, que estaba a punto de ser nombrado ministro de Agricultura de Hitler, sobre los peligros de ceder la cancillería alemana a alguien tan poco confiable. Hugenberg descartó todo con una lógica simple: Hindenburg seguiría siendo presidente del Reich y comandante de las fuerzas armadas. La respuesta de Duesterberg fue: “Te vas a tener que escapar en calzoncillos por los jardines del ministerio para que no te arresten…”

Hitler había dado otras pistas, más perceptibles e inquietantes, sobre lo que sería un eventual gobierno suyo y sobre cómo debía encararse la adhesión al partido nazi. Había dicho: “La base de la organización política es la lealtad. El reconocimiento de que es necesario obedecer como premisa para la construcción de toda comunidad humana, constituye por ello la expresión más noble del sentimiento”. Otra frase reveladora: “La lealtad en la obediencia no puede sustituirse nunca por instituciones y disposiciones técnicas formales, sean del género que sean.” Y otra más: “Una visión del mundo necesita para su difusión no funcionarios civiles, sino apóstoles fanáticos”.

La crisis alemana

Como escenario de la llegada de Hitler al poder se planteó en Alemania después de las elecciones de noviembre de 1932 una intensa crisis política, signada por una ardiente danza de lealtades y traiciones, que terminaría en enero de 1933 con el nombramiento de Hitler. Tras esas complicadas elecciones, el político, militar y diplomático Franz Von Papen propuso a Hindenburg gobernar por decreto mientras se elaboraba un nuevo sistema electoral que decidiera de manera diferente la fórmula de caudal de votos, representación parlamentaria y posibilidad de formar gobierno. A Papen se le opuso el general Kurt von Schleicher, son nombres que se han perdido en la historia, un intrigante militar que ambicionaba conducir las fuerzas armadas. Había convencido a Hindenburg para que nombrara canciller a von Papen, pero a Von Papen se lo habían llevado por delante las elecciones de noviembre de 1932 , el empeño de Hitler de ser canciller y los susurros de Schleicher al oído de Hindenburg para que cesara a Papen y lo nombrara a él como canciller.

Lo logró. Pero se ganó un enemigo de cuidado. Papen abrió de inmediato negociaciones con Hitler para formar una alianza nazi-nacionalista que terminara con la gestión de Schleicher, su antiguo protector, que sería asesinado por los nazis al año siguiente, en la Noche de los Cuchillos Largos. Papen en cambio, llegó a un acuerdo con Hitler: convencería a Hindenburg para que lo hiciera canciller, siempre que él mismo fuera designado vicecanciller. La idea de Papen demostraba las dudas y las necesidades que despertaba Hitler: no era un tipo confiable, pero podía ser canciller siempre y cuando pudiese también ser controlado. Uno de sus amigos conservadores le advirtió a Papen: “Te estás poniendo en las manos de Hitler”. Y su respuesta fue: “Te equivocas. Lo hemos contratado”.

Por fin, Hindenburg cedió, o fingió ceder, o no tuvo más remedio que ceder, y citó a Hitler para el lunes 30 de enero a las once de la mañana para convertirlo en canciller del Reich. A Hindenburg, una especie de bronce patriótico, una figura del antiguo imperio alemán, no se lo hacía esperar. Sin embargo, tuvo que esperar una hora a que Hitler entrara al despacho del presidente del Reich. No fue un desplante. El gobierno a punto de asumir estaba tan dividido y en una guerra interna tan expuesta, que existió la posibilidad de que aquel gobierno se hiciera pedazos antes de la jura. La división y el caos, a los que Hitler pondría rápido fin una vez nombrado, eran tales que el designado ministro de Finanzas, Schwering von Krosig no sólo no conocía a Hitler, a quien vio por primera vez en la antesala del despacho de Hindenburg, sino que, media hora antes del juramento de Hitler estaba convencido de que el futuro canciller sería <von Papen.

Poco después del mediodía de hace noventa y un años, Hitler y sus ministros entraron en tropel a las dependencias de Hindenburg para prestar juramento. Todo se había demorado porque, además, Hitler, a punto de alcanzar la cima, exigía cada vez más cosas: la disolución del Reichstag en principio, nuevas elecciones en segundo lugar, luego, el nombramiento de su mano derecha, Herman Göring, como segundo en el ministerio del Interior, lo que daba a los nazis el manejo total de la policía. Pero en el cúmulo de pedidos y demandas, Hitler exigía sobre todo la sanción inmediata de una “Ley de autorización” que juzgaba esencial: le permitiría gobernar sin tener que depender del Reichstag y sin precisar del visto bueno presidencial de Hindenburg para los decretos de emergencia que tenía pensado dictar.

Fue una ceremonia simple. Hindenburg, un poquito mosqueado por la espera, dio un discurso de bienvenida en el que celebró que la derecha nacionalista hubiese podido por fin ponerse de acuerdo. Después, asintió con un cabeceo de bronce cuando Hitler juró solemnemente cumplir sus obligaciones sin tener en cuenta intereses partidarios y pensando sólo en el interés de la nación alemana. Nada más lejos de sus intenciones. Repitió el gesto cuando en un breve discurso improvisado, inesperado también, Hitler insistió en que iba a cumplir y defender la constitución, a respetar los derechos del presidente y de regresar al régimen parlamentario normal. De nuevo: nada más lejos de sus intenciones. Y cuando todos esperaban las palabras de Hindenburg, el anciano presidente los despidió con una frase también de bronce: “Bueno, caballeros, ahora adelante con la ayuda de Dios”.

Hitler y las razones de su toma del poder

El gran biógrafo de Hitler, Ian Kershaw, dice sobre su llegada al poder: “El ‘don nadie de Viena’, el ‘soldado desconocido’ el agitador de cervecería”, jefe de lo que durante muchos años no fue más que un partido de las márgenes lunáticas de la política, un hombre que no tenía ningún tipo de credenciales para dirigir una maquinaria estatal compleja, con casi una única cualidad en su destreza para hacerse con el apoyo de las masas nacionalistas, en las que era capaz de avivar los más bajos instintos con un talento excepcional, pasaba a hacerse cargo del gobierno de uno de los principales estados de Europa”. Para Kershaw, entre otras muchas razones: “El ansia de destruir la democracia y borrar al socialismo, más que el afán de llevar a los nazis al poder, fue lo que desencadenó los complejos procesos que desembocaron en la cancillería de Hitler”.

Eso fue todo. Por un pelo y en medio de una crisis casi terminal, los nazis llegaron al poder. El que sería el ministro de propaganda del Reich, Joseph Goebbels, dejó escrita en su diario su fascinada sorpresa con una frase candorosa y reveladora: “Hitler es el nuevo canciller. Parece un cuento de hadas”.

El 1 de febrero, cuando ya Hindenburg había decidido disolver el Reichstag y llamar a nuevas elecciones el 5 de marzo, cuando ya estaba en marcha la “Ley de Autorización” que tanto exigía Hitler, y cuando incluso se había contemplado la posibilidad de ilegalizar al comunista KPD antes de que ese partido llamara a una huelga general, el flamante canciller habló a los alemanes. Fue su primer discurso transmitido en cadena radial a toda Alemania y el último que Hitler daría en su vida en un tono calmo y monocorde. Dijo que la herencia que recibía era terrible, “la tarea más difícil que pudiese haber afrontado un estadista de que se tuviese memoria”, que el presidente del Reich le había confiado a su gobierno “la tarea de salvar Alemania”, prometió combatir “el nihilismo político y cultural” para impedir que el pueblo alemán “se hunda en el anarquismo comunista”, pidió un plazo: “Dénme cuatro años y luego juzguen” y, sobre el final, en tono místico, pidió al Todopoderoso que bendijese su tarea de gobierno.

También eso fue todo: Hitler empezó a gobernar. En menos de un mes, el incómodo Reichstag ya había ardido en un gigantesco incendio atribuido a un joven comunista, juzgado hallado culpable y ejecutado, aunque días después fue Göring quien se jactó de haberlo provocado; como consecuencia del incendio, las libertades civiles, tal como estaban protegidas por la República de Weimar, quedaron suprimidas. En dos meses, con los principales dirigentes opositores presos o en huida de Alemania, el Reichstag le dio a Hitler el control de la capacidad legislativa. En los siguientes cuatro meses los poderosos sindicatos habían quedado disueltos y, en menos de seis meses habían sido eliminados, o habían decidido desaparecer de forma por propia voluntad, todos los partidos de la oposición. De esa forma, las antiguas formas más convencionales de gobierno quedaron expuestas a las incursiones arbitrarias del poder personalizado.

Muy pocos detectaron algún tipo de peligro, muy pocos imaginaron lo porvenir. Si bien el día del nombramiento de Hitler, los enfervorizados nazis organizaron una marcha de antorchas en Berlín y proclamaron ése como el “Día del levantamiento nacional”, gran parte del resto de la sociedad recibió a Hitler con cierta indiferencia, o hastío; muchos dirigentes estaban convencidos de que no duraría mucho en su cargo. Sin embargo, tres meses más tarde, esa misma sociedad indiferente se había volcado decidida y admirada a los pies del flamante canciller que prometía una Alemania esplendente, recuperada, rearmada y conquistadora. Wagner en versión política.

La derrotada socialdemocracia, un enemigo del pueblo para Hitler, no se engañó. Uno de sus diputados, Kurt Schumacher, exclamó: “El nacionalsocialismo se ha mostrado abiertamente como lo que siempre consideramos que era, el partido nacionalista del gran capital de la derecha. ¡Nacionalcapitalismo, eso es lo que es! El robo salarial desvergonzado y el terror sin límites de la plaga asesina parda (en referencia a las temidas SA) aplastan los últimos derechos de la clase obrera. Vía libre sin trabas hacia la guerra imperialista. Todo eso es lo que tenemos por delante.” Era una premonición; en solitario, pero contundente.

Los negros augurios no llegaron sólo desde el socialismo enfrentado a Hitler. El mariscal Erich Ludendorff escribió una carta a Hindenburg. Ambos habían sido camaradas en la Primera Guerra Mundial y ambos habían liderado el esfuerzo de guerra de Alemania hasta su derrota. Después de la guerra, Ludendorff había sido un destacado dirigente nacionalista, defensor, si no promotor, de la leyenda de “la puñalada por la espalda” que pretendía explicar la derrota alemana en la guerra por la traición de marxistas, bolcheviques y judíos, a los que hacía responsable del Tratado de Versalles que había fijado una deuda de guerra que coartaba el desarrollo alemán, impedía su rearme y atenazaba todos los bolsillos. Ludendorff había tomado parte del intento de golpe de Estado de Hitler en 1923, el “putsch de la cervecería”, luego se había alejado del inminente Führer y se había convertido en un activo legislador del ultraderechista Partido Popular Alemán de la Libertad.

La carta que escribió a Hindenburg era una amarga y dolida reflexión sobre el destino de Alemania en manos de Hitler, a quien conocía muy bien. “Habéis entregado nuestra sagrada Patria Alemana a uno de los mayores demagogos de todos los tiempos”, escribió a su antiguo compañero de guerra y ahora presidente del Reich. “Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito arrojará nuestro Reich al abismo y llevará a nuestra nación a una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho”.

Aquel hombre sabía de qué hablaba.

Por Alberto Amato

Infobae