Ingreso Ciudadano Universal
Estos días, el escepticismo contra la democracia parece ser contagioso como el Covid-19 e igualmente peligroso. ¿Habrá vacuna contra él?
Una de las críticas más corrientes a nuestras democracias actuales es que no funcionan porque los ciudadanos no están suficientemente preparados para votar ni para gobernar. No se puede comparar a los sistemas democráticos actuales con la Atenas clásica: ahí apenas unos 40 mil hombres ricos y letrados ocupaban buena parte de su tiempo deliberando en la eclesia o asamblea, que se reunía unas 40 veces al año. Muchos de ellos llegaban asimismo a gobernar en la boulé, el consejo de 500, elegidos por lotería (aunque se sabe que también por influencia) y rotándose una vez al año. Era una democracia directa, de la cual el ejemplo más cercano hoy quizás sea Suiza. De nuevo, apuntarán los escépticos, los ciudadanos suizos tienen un alto nivel de educación y son participativos como pocos en el mundo.
Una idea para atacar este problema, y que quizás valdría la pena pensar con más cuidado, es establecer un Ingreso Ciudadano Universal. Se ha hablado mucho en Chile y en el mundo de implantar un Ingreso Básico Universal, una renta regular y pagada incondicionalmente a todos quienes habitan un territorio. Análogamente, el Ingreso Ciudadano Universal (ICU) se pagaría a todos, pero no en virtud de existir, sino de existir qua ciudadanas y ciudadanos, votantes y/o autoridades públicas. El punto es el siguiente: ser ciudadano toma tiempo, y el tiempo cuesta plata. Si los atenienses del siglo V a. C y los suizos del siglo XXI pudieron y pueden preciarse de tener democracias más o menos funcionales, una razón importante es el tiempo invertido en ser ciudadana o ciudadano—tiempo invertido porque tuvieron y tienen el lujo de dárselo. ¿Cuánto, lector(a), invierte usted? ¿Cuánto, comparado con el rol de consumidor(a), amigo(a), familiar de cerca o de lejos? Sin hacer una encuesta, podría decir con bastante seguridad que los resultados nos alarmarían. Quienes votamos hoy lo hacemos muchas veces en la ignorancia o semi-ignorancia. La complejidad de los sistemas políticos no ayuda, ni ayuda tampoco que la educación cívica en nuestros colegios sea un apéndice en lugar de una asignatura clave. ¿Cuántos de quienes votan saben cómo funcionan nuestras instituciones básicas? ¿Cuántos han pisado alguna de esas instituciones básicas, o trabajado en ellas? ¿Qué porcentaje de nuestra ciudadanía dedica más tiempo a la democracia que el que ocupa cada tantos años para ir a votar (en el optimista supuesto de que vamos a ir a votar en lugar de tomarnos el domingo libre)?
Ser un ciudadano o ciudadana responsable y funcional requiere dedicación, y aquí es donde entra el ICU. Si se quiere una comunidad política bien informada, hay que proveer las herramientas para ello. Hoy, los que dedican más tiempo a nuestra democracia son quienes están en una posición de privilegio socioeconómica o quienes realmente tienen vocación de servicio cívico. Para integrar al resto, que es la mayoría, el ICU sería un incentivo. Si debiera ser condicional o no en demostrar que se han ocupado “x” horas para las tareas ciudadanas o que se han cumplido “n” metas deseables es algo que se puede discutir después, pero lo importante es el principio detrás. Muchos filósofos hablan hoy de implantar epistocracias, o gobiernos de “los que saben”, para solucionar la crisis de las democracias. El ICU sería un comienzo de camino para lograr un ideal de democracia donde todos sepamos lo suficiente como para no tener que fiarnos de epistócratas, y nos sintamos de verdad—como lo abocan diversas teorías democráticas en diferentes tonos—no sólo sujetos, sino autores y por lo tanto responsables de nuestras leyes e instituciones.