Necrológicas

Estudiar en el “Norte”

Domingo 17 de Marzo del 2024

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Hace algunos domingos nos referíamos a los procesos de postulación y admisión a la educación superior, tratando de hacer un paralelo con lo que, en su momento, nos tocó vivir en la década de 1970.

Casi todos y todas los que estábamos en eso emigrábamos, pues la entonces sede local de la Universidad Técnica del Estado (actual Universidad de Magallanes) se concentraba principalmente en el área ingenieril (con la excepción de Enfermería y Auditoría). A nivel nacional sólo existían las llamadas Universidades “tradicionales” (algunas de ellas particulares). Valdivia, Concepción, Temuco eran los destinos preferidos de los magallánicos. Algunos se aventuraban más al norte y tenían como destino Santiago o Valparaíso y otros más audaces llegaban hasta La Serena, Copiapó o Antofagasta.

Entonces, a fines de febrero de 1978 ya nos hicimos la idea de estudiar “en el norte” y a principios de marzo nos fuimos, preparativos y despedidas de por medio. Las despedidas, más allá de su componente ritual, tuvieron ese tinte de desgarro, decíamos adiós a los afectos, nuestras costumbres y nuestro entorno. Adiós a la familia, las amistades, a la Población Fitz Roy y sus calles, expresado en esa botella de sidra que me regaló mi amiga Lily, que tenía un negocio en la otra cuadra de mi casa y que celebró como propio mi ingreso a la universidad. Por su parte, la Tía Feli, Doña Felicinda Matamala, recordada y querida vecina del sector y dueña del legendario local “Las Torpederas” (al lado del negocio de la Lily) me decía entre lágrimas que rezaría por mí, para que me vaya bien.

Fueron despedidas que nos marcaron a fuego, para que no nos olvidemos nunca de donde salimos y de donde venimos, para que no nos olvidemos nunca de quienes nos llevan y llevamos en el corazón y de todo aquello que forma parte de nuestra esencia.     

Nos fuimos “Entre adioses y nostalgias” como escribió un poeta y más de alguien nos dijo “ya vas a saber lo que es bueno” y pronto lo supimos.

Nos costó acostumbrarnos a un desconocido léxico universitario (créditos, topones, certámenes y demases) y al diario hablar, como el “gánate aquí” de la compañera de curso que nos señalaba el puesto que nos había guardado. Todo ello, al tiempo de causar sorpresa con nuestros “si, si” o “no, no” y el “birome”. Eramos bichos raros los magallánicos y más de alguien nos preguntaba si teníamos pingüinos como mascotas o las ovejas andaban por las calles.

Algunos tuvimos duros aprendizajes en las pensiones, residenciales, pensionados o piezas arrendadas. Las había de todos los pelajes y para el recuerdo vayan aquí algunas de antología: en Santiago la Residencial Alemana en calle República o la de las Señoritas Posada y la de Carlos Alejandróupulos, ambas en la calle Simpson; en Concepción las Cabañas de la Laguna de los Patos o el Pensionado Bertrand Mathieau; en Valdivia los Pensionados Villa Paulina y Huachocopihue, el Hotel Isla Teja y una que estaba en la Calle Camilo Henríquez, inmensa de dos pisos que ocupaba ampliamente toda una esquina y mostraba una importante inclinación debido seguramente al terremoto del ´60; todos la conocíamos como “El Arca de Noé”.

Pero las lecciones más feroces las tuvimos en materia alimenticia conviviendo con algunas carencias, porque para que vamos a andar con cosas y esto dicho acá entre nosotros, entre magallánicos, así en confianza; tratándose de comida le mandamos sin asco y “no te fijes en gastos”. Porque usted sabe, estimada lectora, estimado lector, que cuando los magallánicos hacemos asado, es ASADO y no “asaíto” (pero esta es una reflexión así entre nosotros no más, “piolita”, “pa`callao”, tampoco es para hacer mucho aspaviento).

Nuestra vida se repartía en semestres, en los cuales, junto con los conocimientos académicos, supimos de la amistad, la fraternidad y el compañerismo que regala el quehacer universitario. En esos ciclos, julio y diciembre eran los meses de la verdad, que además marcaban los hitos del retorno a nuestra amada tierra y entonces se nos apretaba el corazón cuando abordábamos la aeronave que nos traía de vuelta. Quienes subíamos en Carriel Sur (Talcahuano) o El Tepual (Puerto Montt) entrábamos saludando de beso a las y los que embarcaban en Santiago, que ya tenían transformado el Boeing 727 en cantina aérea y venían a “velocidad de crucero”. El avión – al igual que el París de Hemingway- era una fiesta, otros tiempos…con comida a destajo y repetición para los estudiantes que veníamos con hambre, que siempre andábamos con hambre (en estricto rigor apetito, lo del hambre es una exageración). Otros tiempos…con bar abierto a 10.000 metros de altura, cuando se podía fumar en los aviones, en fin, se fumaba hasta en los hospitales. La alegría de los re encuentros, la ansiedad del retorno, uno que otro “copetín” y el avión era nuestro; por ahí aparecía una guitarra y “…no sé para que volviste, si ya empezaba a olvidar…”.

Recuerdos de una linda etapa, de muchas partidas, muchos retornos, para pensar en los que quedaron en el camino, para acordarse de los que se afincaron en tierras lejanas y para convencernos que si a algunos, el viento y la pampa nos trajeron de vuelta, por algo será.