Necrológicas

El espíritu que nos habita

Por Marcos Buvinic Domingo 19 de Mayo del 2024

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Se suele decir “hay buen espíritu” para indicar que hay un buen ambiente. Así, por ejemplo, se dice “había un buen espíritu en la fiesta” para indicar un clima grato y entretenido, o en una reunión para indicar una atmósfera de diálogo y búsqueda de entendimiento, o en una situación laboral para indicar un ambiente de trabajo en equipo, respetuoso y colaborativo. Al contrario, se usa menos la expresión “hay mal espíritu”. Parece que eso de “mal espíritu” suena como algo oscuro, tenebroso; es una expresión poco frecuente, salvo cuando alguien busca infamar o denigrar a otro, y dice “esa persona no tiene un buen espíritu”.

Cuando usamos esas expresiones aparece con claridad que el “buen espíritu” se reconoce por sus efectos o, como dice la Biblia, se reconoce por sus “frutos”, que son: amor, gracia, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad, dominio de sí (Gál 5,22 – 23). Por eso, en el lenguaje cristiano, cuando hablamos del “buen espíritu”, estamos hablando de Dios, de ese Dios que no vemos, pero cuya presencia reconocemos por los frutos que produce. Como dice el Señor Jesús: “Dios es Espíritu” (Jn 4, 24), y es El mismo quien comunica su “buen espíritu”, el Espíritu Santo, que hoy estamos celebrando en la fiesta de Pentecostés. Permítanme contarles un poco sobre esto.

En el idioma hebreo la palabra para decir “espíritu” es “ruah” (= viento, soplo, aliento), y el relato simbólico de la creación, de muchos siglos antes del Señor Jesús, dice: “El Señor Dios modeló al hombre del barro de la tierra. Luego sopló en sus narices aliento de vida, y así el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gén 2, 7). Sabemos, por experiencia, que esa materia, ese barro que somos en cualquier momento se puede desmoronar. Tampoco se puede caminar con pies de barro, o pensar con cerebro de barro, o amar con corazón de barro. Sin embargo, ese barro, esa materia que somos, vive, camina, piensa, trabaja, ama, porque ha recibido un aliento que lo hace ser viviente. Es el soplo de Dios, su Espíritu que da vida.

También hay otro texto bíblico en que el Señor sopla, es en el Evangelio que hoy leemos en las celebraciones litúrgicas. Dice que el Señor Jesús resucitado “sopló sobre ellos y les dijo: reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 22), y los envía con su aliento vital. Esta es la experiencia que marca la vida de los cristianos: es Dios mismo quien quiere habitar en nosotros, y ofrece y comunica su Espíritu a todo aquel que está dispuesto a acogerlo.

Así, la vida de una persona cristiana es la de alguien que está “habitado por Otro”, y se deja habitar por ese Espíritu para que se manifiesten sus frutos. Por eso, en nuestra vida y en nuestro mundo, el don del Espíritu de Dios es un tesoro que hay que desear, pedir, cultivar y manifestar sus frutos, porque tener el buen Espíritu de Dios es todo.

Vivir habitados por el Espíritu de Dios es un camino que requiere lucidez para dejarse conducir, y también para reconocer y enfrentar los otros “espíritus” que pueden habitarnos. En primer lugar, el propio espíritu, que puede ser tan estrecho, tan pequeño, tan pecador…, por eso, la persona creyente no es la que está llena de sí misma ni de los “espíritus” del egoísmo o de la discordia, sino habitada por el Espíritu de Dios. Pero, también podemos estar habitados por los “espíritus” de la cultura dominante, por las ideas y actitudes que hemos recibido en la familia, por las opiniones ajenas, las influencias de la publicidad, etc… Un paso importante de madurez personal y cristiana es reconocer qué “espíritus” nos habitan, porque de ello depende nuestra manera de habitar el mundo en que vivimos y los frutos que se manifiesten en nuestra vida.

Hay una antigua y hermosa oración que la Iglesia, el pueblo de Dios, repite desde hace más de mil años, donde pide al Espíritu Santo que se haga presente en nuestro mundo, en la sociedad, en la Iglesia y en nuestras familias, con su acción que “lava lo que está manchado, riega lo que está árido, sana lo que está herido, dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que está torcido”.

Entonces, quien está habitado por el Espíritu de Dios puede habitar este mundo a la manera de Dios, es decir, con el amor de Dios, y la experiencia a todos nos muestra que cuando el Espíritu del amor de Dios está presente en alguna persona, se nota, y cuando no está presente, también se nota.

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