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“Acabo de ver al tipo que va a matarme”: el asesinato de Bob Kennedy, el hombre que sabía que lo iban a matar

Miércoles 5 de Junio del 2024

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En la temprana noche de su asesinato, el 4 de junio de 1968, Robert Kennedy, que peleaba la interna del Partido Demócrata para ser candidato a presidente en las elecciones de noviembre de ese año, murmuró: “Allí afuera acabo de ver al tipo que me va a matar”. No hablaba de Sirhan Bishara Sirhan, el inmigrante palestino de 23 años que en los primeros minutos del 5 de junio disparó su revólver Iver Johnson Cadet, calibre 22 contra el senador por New York en la cocina del Hotel Ambassador de Los Angeles, y que fue apresado, enjuiciado y condenado a muerte por el crimen.

Kennedy hablaba de David Morales, Gordon Campbell y George Joannides, tres agentes de la división Anti-Castro de la CIA, con sede en Miami, a los que había visto pasearse en la tarde de ese 4 de junio por el lobby del hotel. Kennedy tenía la intuición, casi la certeza, de que iba a ser asesinado como había sido asesinado su hermano, el Presidente John Kennedy, en Dallas, cinco años antes. Esa certeza también era carne en el entorno de Robert: la muerte del senador era una tragedia griega que se cumplía paso a paso y de modo inexorable.

Otro Kennedy se
lanza a la presidencia

Todo, o casi todo, se había desarrollado en menos de tres meses. En marzo de ese terrible año 68, Kennedy había decidido lanzarse a la carrera presidencial para enfrentar al casi seguro candidato republicano, Richard Nixon. Hasta ese momento, la interna de los demócratas debía dirimirse entre el senador Eugene McCarthy y el Presidente Lyndon Johnson, que iría por su reelección. Johnson había cumplido el mandato del Presidente asesinado y había sido electo en 1964. Pero el 30 de marzo, hizo un anuncio que sorprendió a Estados Unidos y al mundo: renunciaba a la posibilidad de ser reelecto. Cercado por la guerra de Vietnam, que ya era vista como una guerra perdida, Johnson prefirió el adiós. “Lyndon no es de los tipos que vayan a perder una guerra”, dijo uno de sus asesores.

Bobby Kennedy se lanzó con más fuerza a su campaña electoral para conseguir la nominación de los demócratas. “No lo hago para combatir a personas (por Nixon) sino para poner en marcha nuevas ideas.

La tarde del 4 de abril de 1968, como parte de su campaña, debió hablar en un acto en Indianapolis. Llegó a esa ciudad en avión y ni bien aterrizado le dieron la noticia: Martin Luther King, el líder negro por los derechos civiles y Premio Nobel de la Paz, había sido asesinado en Memphis. Kennedy retrocedió “como si hubiese recibido un golpe”, y se negó a suspender su acto electoral, en un barrio negro de la ciudad, pese al consejo del jefe de la policía local. Cuando llegó, supo de inmediato que la multitud no sabía nada de la muerte de Luther King. Subió al estrado para anunciar: “Tengo terribles noticias para ustedes. Martin Luther King ha sido asesinado”. Un grito de horror tapó el final de sus palabras. Kennedy entonces improvisó un discurso en el que rindió homenaje a King, citó de memoria al poeta griego Esquilo y señaló que la sociedad americana debía decidir, “(…) Qué clase de nación somos y en cuál dirección nos movemos”. Cerró con un llamado: “Lo que necesitamos en Estados Unidos no es división; lo que necesitamos en Estados Unidos no es el odio; lo que necesitamos en Estados Unidos no es la violencia y el desorden, sino el amor, la sabiduría, la compasión entere unos y otros y un sentimiento de justicia hacia quienes todavía sufren en nuestro país, sean blancos o negros”.

Si algo sobraba en Estados Unidos en 1968 era odio y violencia. Bobby Kennedy sintió que él mismo estaba condenado a morir en aquella hoguera. No fue el único. A través de infidencias supo que el FBI en manos del poderoso Edgar J. Hoover, tenía noticias de un “contrato”, la palabra de la mafia para designar a los asesinatos por encargo, firmado por Jimmy Hoffa, el otrora poderoso líder sindical de los camioneros, preso en esos días en la penitenciaría de Lewisburg.

A finales de marzo Bobby Kennedy voló a New York, era senador por ese estado, para tomar parte de los festejos del Día de San Patricio. Allí vio a Jacqueline Kennedy, la viuda de su hermano; las relaciones entre ambos estaban un poco tensas a raíz de la publicación de “La muerte de un Presidente”, un libro en el que William Manchester contaba los entretelones del asesinato de Kennedy y parte de la vida familiar del clan. Pero ese día, revela Evan Thomas en “Robert Kennedy–His Life– Robert Kennedy–Su vida”, Jackie Kennedy estuvo sonriente ante Bobby, lo besó y le deseó lo mejor para su campaña. Días más tarde, durante una cena, llevó aparte a Arthur Schlessinger, el catedrático e historiador, ex asesor de Kennedy en la Casa Blanca, y le dijo: “¿Sabes qué pienso que va a pasar con Bobby? Lo mismo que pasó con Jack Hay mucho odio en este país y mucha gente odia a Bobby como odiaban a Jack. Le dijo esto a Bobby, pero él no es fatalista, como yo”.

Jacqueline no decía la verdad. Sabía muy bien que Bobby era un fatalista y cuáles eran las sombras por las que se sentía acechado. Durante el desfile en celebración de San Patricio, en la Quinta Avenida, el antiguo vocero de Kennedy en la Casa Blanca, Ed Guthman, se unió al escritor Peter Maas y a tres periodistas amigos de los Kennedy; juntos caminaron al lado de Bobby mientras el senador saludaba a la multitud. Maas diría después que en realidad los cinco hombres que rodeaban a Kennedy habían formado una especie de escudo humano. “Guthman temía que algún loco le disparara a Bobby”.

Vivir amenazado

A finales de mayo, Bobby Kennedy viajó a Los Angeles porque la primaria en California iba a ser decisiva para sus aspiraciones y para las de su oponente, el senador McCarthy. Logró un momento de paz en la casa del director de cine John Frankenheimer, en la playa de Malibu. Lo acompañaron, entre otras, algunas pocas figuras de Hollywood, Shirley McLaine, su hermano, Warren Beatty y Jean Seberg, que estaba casada con el novelista francés Romain Gary, que vivía en Los Angeles. Gary habló mucho con Kennedy y, en un momento de la charla le dijo: “¿Sabes que alguien te va a matar, no? ¿Lo sabes?” Y Kennedy contestó: “Es el riesgo que tengo que tomar”.

Días más tarde, Gary repitió la advertencia, era su convencimiento más profundo, a Pierre Salinger, que había sido el legendario jefe de prensa de John Kennedy y ahora colaboraba con Bobby: “A tu candidato lo van a matar”, le dijo Gary. El día del asesinato de Kennedy y en el mismo hotel Ambassador, conversaron de modo informal los periodistas Jimmy Breslin, del New York Daily News y John Lindsay, de Newsweek. Fue un diálogo, breve y revelador, que quedó registrado. Breslin preguntó, y se preguntó, si Bobby tenía coraje suficiente para llegar hasta el final. Y Lindsay le dijo: “Por supuesto que tiene el coraje necesario. Pero no va a llegar hasta el final: alguien lo va a matar. Yo lo sé, ustedes lo saben, y es tan cierto como que estamos sentados aquí. Y él está allí afuera, esperando que lo maten”. La charla fue evocada por el historiador Richard Mahoney para su libro “Sons and Brothers”.

El día de la primaria en California, Bobby regresó a la casa de Frankenheimer en la playa de Malibu. Hizo algo de surf con los hijos del director, durmió una siesta breve y cerca de las cinco de la tarde llegó al Hotel Ambassador, su cuartel general, para encontrarse con su mujer, Ethel, embarazada del undécimo hijo de la pareja. En una suite cercana, la 516, se reunían los periodistas y algunos de los representantes demócratas de California. A las ocho de la noche, Bobby asomó la cabeza en la puerta de su suite para preguntar si alguien sabía cómo habían marchado las elecciones en South Dakota, que le darían el triunfo al final de la noche. La reñida elección en California también se decidió tarde en la noche de aquel martes 4: las ganó Kennedy por un pequeño margen, 46,3 por ciento contra 41,8 de McCarthy. Pero los delegados que se sumaban a Kennedy con ese triunfo eran casi decisivos.

A la medianoche, Kennedy decidió bajar al salón de baile del hotel, colmado de gente, para proclamar su victoria. Buscó, para que lo acompañara, a César Chávez, un nativo de Arizona que había sido decisivo para obtener el voto a favor de Kennedy de los trabajadores rurales mexicanos de California. Chávez no andaba cerca de Kennedy de modo que el senador marchó hacia la multitud junto a su mujer y sus asesores y guardaespaldas. Bajó en el ascensor hasta la cocina del hotel, donde estrechó decenas de manos, entre ellas la de Juan Romero, un mozo de diecisiete años que había sido el chico del room service en esos días. El día anterior, 3 de junio, Bobby había pedido su cena en la habitación y allá fue Juan Romero. Años después, recordaría: “Cuando entré estaba hablando por teléfono. Bajó el auricular para decirnos: ‘Come on in, boys. Entren, chicos’. Te miraba diferente, te miraba con distinción. No vio ni mi edad, ni el color de mi piel. Me miraba como a un estadounidense. Me dio un fuerte apretón de manos y sonreía de modo muy especial. Salí de allí sintiendo que medía como tres metros”.

Cuando el triunfante senador por New York trepó al estado, la multitud rugió su nombre. Kennedy hizo el gesto característico, que también era propiedad de su hermano, de quitarse el pelo de la frente y empezó a leer una lista de personas a las que agradecía su apoyo. En la lista figuraba también su perro “Freckles”. Después dio un breve discurso en el que volvió a llamar a la unidad, a terminar con las divisiones entre negros y blancos, pobres y ricos, viejos y jóvenes y aún entre aquellos a quienes dividía la guerra en Vietnam. “Somos una gran nación, altruista y compasiva. Quiero hacer de eso la base de mi carrera hacia la Casa Blanca. Y ahora, ¡vamos a Chicago a ganar también!”.

Cómo fue el crimen

Entre quienes conducían al candidato victorioso hubo un momento de indecisión: ¿por dónde salir en medio de esa multitud? El más fiel de los guardaespaldas de Kennedy, Bill Barry, empezó a moverse en dirección a la cocina, por donde el grupo había llegado. Pero Bobby y Ethel quedaron encajonados por un grupo de chicos y chicas muy jóvenes que gritaban “Queremos a Bobby”. Kennedy emergió de ese grupo, sonriente y decidido: atrás quedaron Ethel y Barry. Ya en la cocina, otro de los custodios, Thane Eugene Cesar, tomó a Kennedy del codo para guiarlo. En ese momento, Sirhan Bishara Sirhan disparó su pistola. Los testigos lo ubicaron casi enfrente de Kennedy y algo en diagonal. Sus balazos hirieron a Kennedy y a otras cinco personas. Los testimonios afirmaron que el caño de la pistola de Sirhan nunca estuvo a menos de sesenta centímetros, dos pies, de Kennedy. Según el informe del legendario forense de Los Angeles, Thomas Noguchi, el disparo fatal contra Kennedy fue hecho a menos de tres centímetros de su cabeza y por detrás. La manera en la que fue asesinado Kennedy nunca fue establecida con firmeza.

Kennedy cayó de espaldas, los brazos extendidos en cruz. Quienes estaban a su alrededor buscaron refugio y el chico Romero fue el primero en socorrerlo. “Vi que al entrar de nuevo en la cocina Bobby saludaba a todas las manos que tenía enfrente. Me propuse felicitarlo y saber si me recordaba. Estiré mi mano derecha lo más que pude y, cuando llegó a mí, estrechó mi mano, dio un paso y, cuando soltaba mi mano, escuché los disparos. Me arrodillé junto a él y puse mi mano entre el concreto y su cabeza para que estuviera cómodo. Vi que sus labios se movían, así que me acerqué y le escuché decir: ‘¿Está todo el mundo bien?’ Le dije: ‘Todo el mundo bien’. El dijo ‘Todo va a ir bien’ Y sentí su sangre correr entre mis dedos. Así me di cuenta de que estaba herido, y grave. Yo tenía en el bolsillo de mi camisa un rosario que me había regalado mi mamá. Y pensé que él iba a necesitarlo más que yo. De modo que lo até alrededor de su mano derecha”.

Todo fue registrado por las cámaras y la sangre fría de dos fotógrafos, Boris Yaro, de “Los Angeles Times” y Bill Eppridge, de Life. Segundos después, Romero fue apartado por una desesperada Ethel Kennedy y por los primeros médicos que fueron pedidos de urgencia ante el mismo micrófono desde el que Kennedy había anunciado su victoria en California. Ethel Kennedy le vio mover los labios y acercó su oído a su esposo moribundo. Le oyó decir: “¡Jack! ¡Jack!”

Robert Kennedy fue llevado inconsciente al Hospital Buen Samaritano. Murió veintiséis horas más tarde, el 6 de junio, a los 42 años.

El escenario del drama, el Hotel Ambassador, fue demolido entre 2004 y 2006. Ahora funciona allí el complejo escolar Robert F. Kennedy Community Schools.

Alberto Amato

Infobae

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