Necrológicas

– Sergio Alfredo Torres Ruiz
– Patricio Octavio Pastorelli Díaz
– Marcos Inzunza Riquelme

La misteriosa epidemia de baile que provocó miles de muertes en la Edad Media y que nadie logra explicar

Lunes 8 de Julio del 2024

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  • En 1518, en Estrasburgo, una mujer empezó a bailar y no pudo parar. La siguieron cada vez más personas y la danza se extendió por dos meses. ¿Intoxicación, maldición o “histeria colectiva”?

Advertencia: esta nota no resuelve el misterio. Pasaron más de quinientos años de los sucesos que serán contados y el enigma aún no fue resuelto. Es que se trata de uno de los episodios más extraños de la Edad Media, y por eso vale la pena conocerlo.

Era julio. Era verano en el hemisferio norte. Era 1518. Era, en ese entonces, el Sacro Imperio Romano Germánico, específicamente Estrasburgo, una ciudad que, después de disoluciones y nuevas naciones, quedó ubicada en lo que hoy es el noreste de Francia.

Frau Troffea, una de las vecinas de ese rincón de Europa, salió a la calle y empezó a bailar. Sin música y sin motivo aparente. Pasaron horas, pasaron uno, dos y tres días, y Troffea seguía en su baile ensimismado: no podía parar. Al cuarto día la mujer ya no estaba sola: eran ella y treinta y cuatro personas más, según las crónicas y los reportes médicos de la época. La “epidemia de baile” acababa de empezar.

El contagio fue tan exponencial como inexplicable. Durante alrededor de dos meses, hasta septiembre, el baile alcanzó a miles de personas que no podían ni parar ni explicar qué les pasaba. Se estima que, cuando había pasado un mes desde que Frau Troffea había desplegado sus primeros pasos, ya había unas cuatrocientas personas en pleno baile. Y que, para fines de la epidemia, que se detuvo tan misteriosamente como había empezado, unas cuatrocientas personas habían perdido la vida.

Paracelso, alquimista y médico célebre durante la Edad Media, relató los acontecimientos en sus memorias: según sus anotaciones, se produjeron infartos, derrames cerebrovasculares, ataques epilépticos, y cuadros de agotamiento que llevaron a la muerte a decenas de los participantes (las víctimas) de la epidemia. ¿Pero por qué no paraban de bailar antes de morirse en plena danza? Nadie lo sabe.

De aquella época quedaron distintos documentos históricos. Los apuntes de los médicos locales y cercanos que fueron consultados, las notas publicadas por el municipio y también los sermones de los sacerdotes. Esa documentación da cuenta de que lo primero que ocurrió, apenas empezó a observarse esta especie de contagio colectivo, fue el descarte de posibles causas astrológicas para el fenómeno que los ciudadanos estaban viviendo.

Era el siglo XVI, y en aquel entonces la pregunta por si los astros estaban teniendo impacto en las acciones de los seres humanos era frecuente y una explicación bastante asidua para aquellos fenómenos a los que los especialistas no lograban encontrarle motivo. Sin embargo, se descartó rápidamente que eso tuviera que ver con la epidemia de baile.

“Enfermedad de la sangre caliente”, decretaron los médicos que observaban el panorama de Estrasburgo. Lo que suponían los especialistas era que ese sobrecalentamiento sanguíneo provocaba la inflamación del cerebro y podía provocar episodios alucinógenos o desencadenar la locura.

Pero, ante ese diagnóstico, se tomó una decisión que no era la habitual. En vez de hacer que quienes presentaban síntomas atravesaran lo que se llamaba una “sangría terapéutica”, es decir, la extracción de alrededor de 400 mililitros de sangre para descomprimir la circulación, las autoridades municipales decidieron, sencillamente, dejar que los bailarines siguieran bailando. Pensaron que ese propio ejercicio lograría aflojar la tensión que les estaba provocando la inflamación cerebral, y que todo volvería a la normalidad.

No sólo tomaron esa decisión sino que incentivaron la continuidad del baile: contrataron músicos que acompañaran los pasos de los contagiados y asignaron dos espacios habitualmente usados como mercados municipales a los bailarines. Pero la epidemia crecía, los daños empeoraban, algunos de los bailarines morían, y nadie encontraba la causa y, entonces, tampoco la solución.

Los siglos pasaron y la ciencia avanzó, lo que permitió establecer nuevas teorías sobre qué había desencadenado la epidemia de baile de 1518. Una de las teorías fue que se trató de un fenómeno de “trance colectivo” o “histeria colectiva”, posiblemente vinculada a las condiciones que atravesaba Estrasburgo en aquellos momentos.

En concreto, esa sumatoria de personas a las que se les rasgaban y ensangrentaban los pies con el correr de los días, y que incluso morían al caer y padecer fracturas de costillas, podían estar bailando sin motivo aparente tras tres años de grandes hambrunas y tras varias décadas de distintas epidemias. En ese sentido, la teoría de la “histeria colectiva” se vincula a las muy malas condiciones de existencia que atravesaba para ese entonces la población de Estrasburgo.

En 2008, casi cinco siglos después de aquella epidemia, el historiador británico John C. Waller publicó el libro Tiempo de bailar, tiempo de morir: la extraordinaria historia de la plaga de danza de 1518. Según su investigación, fue precisamente una temporada de hambruna extrema la que desencadenó fiebres altas en muchos integrantes de la población, y esas fiebres altas derivaron en comportamientos impulsados por el delirio. Al impulso provocado por la fiebre, Waller suma “la psicosis colectiva inducida por el estrés”, producto del hambre y las enfermedades.

Otras investigaciones aseguran que lo que desencadenó la epidemia fue la intoxicación de miles de habitantes de Estrasburgo con el hongo del cornezuelo, que crece en los granos de centeno y de cebada. El hongo contiene productos no sólo tóxicos sino también psicoactivos, cuya estructura es similar a la de la dietilamida del ácido lisérgico (LSD-25). Esa similitud permitiría explicar las alucinaciones que, según esta teoría, padecían quienes bailaban en las calles de Estrasburgo en el inolvidable verano de 1518.

Se trataría, en ese caso, del mismo hongo que habría impactado en las alucinaciones colectivas que, casi dos siglos después y del otro lado del Atlántico, desencadenaron los famosos juicios a las “Brujas de Salem” en el actual territorio de Estados Unidos. Sin embargo, todo un sector de la comunidad científica rechaza esta teoría porque se trata de una intoxicación que, además de producir alucinaciones, dificulta la circulación sanguínea en las extremidades, lo que impediría sostener el baile.

La epidemia danzante de 1518 no fue el único antecedente de este tipo de episodios en la Europa medieval. Se habían producido algunas de estas crisis colectivas en siglos anteriores y se producirían algunas más, pero la de Estrasburgo es una de las que mejor documentada estuvo, y por eso trascendió más que otras. Como la documentación es escasa, no se sabe cuántas personas murieron en la suma de todos estos episodios, pero sí se sabe que se cuentan de a miles.

A través de lo que los historiadores pudieron reconstruir sobre esos otros casos, también se sabe que son crisis que generalmente ocurrieron en tiempos de dificultades económicas graves o de catástrofes naturales como plagas, sequías o inundaciones. En algunas de esas ocasiones, además del baile desenfrenado, se produjeron “desfiles de personas desnudas”.

Esta información es la que hizo que muchos investigadores se inclinaran por la idea de que se trató de manifestaciones de un gran “estrés colectivo” que, a la vez, provocó una “epidemia psíquica”. No descartan, además, que varios de los bailarines participantes se hayan sumado por miedo a las reacciones de quienes estuvieran atravesando esa crisis en caso de negarse a hacerlo. El baile sería, en principio, una forma compartida de descomprimir ese estrés, pero el sostenerlo incluso a pesar del propio deseo estaría vinculado a la llamada “histeria colectiva”.

De las teorías principales que circularon para intentar explicar aquella epidemia queda una sola por enumerar, y es la que le da participación a un actor todavía ausente: la religión. Fue el propio Paracelso, célebre por sus saberes medicinales en aquel entonces, quien bautizó “Danza de San Vito” o “Baile de San Juan” a los episodios de la también llamada “coreomanía” que se repitió varias veces en la Edad Media.

La identificación más habitual era efectivamente con San Vito, sobre todo porque, en general, los episodios se produjeron cerca de la fecha en la que se honra a ese santo, el 15 de junio. Y la identificación tiene que ver con que, en un primer momento, se pensó que esa especie de trance colectivo se trataba de una maldición enviado por ese santo o, en su defecto, por San Juan Bautista.

Este tipo de brotes se produjeron sobre todo entre los siglos XIV y XVII. La epidemia de 1518 no fue la excepción: presentó los mismos síntomas y también se creyó que podía tratarse de una maldición. El propio Paracelso es quien explica en sus memorias que las víctimas de la epidemia, que pedían a los gritos que los ayudaran a parar de bailar y que se retorcían de dolor, bailaban en procesión hasta algún templo en el que hubiera algún sector dedicado a uno de esos dos santos, a los que se les rezaba para que pusieran fin a ese padecimiento.

Los cristianos creían que la ira de San Vito podía provocar las plagas de baile y que, entonces, era a San Vito a quien había que rogarle para que terminara con el mal. Se trataba de una época en la que la religión tenía un poder enorme en la vida cotidiana, y en la que la ciencia tenía un desarrollo muy precario si se la compara con la actualidad. Lo que la ciencia ha asegurado es que, convencidos de que eran víctimas de una maldición, muchos fieles transitaban un trastorno psicogénico masivo, es decir, se sentían enfermos al mismo tiempo. Esa sugestión pudo haber desencadenado estos episodios de la llamada “histeria colectiva”.

El propio Paracelso da cuenta, en sus escritos, de las procesiones en busca de una cura. “Su mal cesó descansando a la sombra del santo”, escribió el autor en sus memorias. Se refería a la epidemia de 1518, esa que todavía no puede explicarse pero que dejó su huella en la historia.

Por Julieta Roffo

Infobae