Necrológicas

La historia del antihéroe estadounidense que les mintió bajo tortura a los japoneses y así salvó su vida

Jueves 22 de Agosto del 2024

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Su nombre está perdido en la historia. Su historia es simple, una de tantas de la Segunda Guerra. No es la de un héroe, no es la de un cobarde, no es la de un tipo que haya cambiado el curso de una batalla, no es la de un espía, la de un francotirador, como aquella rusa que el director Grigori Chrujai inmortalizó en su película “El 41”; en fin, que la historia del hombre perdido en la historia ni siquiera es épica. Eso sí, es divertida. Y dramática, porque en la guerra todo es drama.

Si lo que dicen los humoristas es verdad, que el humor es tragedia más tiempo, la del soldado americano Marcus McDilda es una historia de humor. Prisionero de los japoneses, el tipo mintió de manera increíble. Pero le creyeron. Eso salvó su vida y engañó un poquito a sus carceleros. En dos días soportó más torturas, pocas, y golpes, muchos, de los que había sufrido y sufriría en el resto de su vida. Después, lo salvó su enorme mentira y el azar.

El primer teniente McDilda tenía veintitrés años cuando cayó en manos japonesas el 8 de agosto de 1945 en la ciudad de Osaka. Era piloto de un caza Mustang P-51, que, dicho en pocas palabras, era un avionazo. Había sido diseñado en 1940, era de largo alcance, pequeño, ágil y mortal. Había servido como escolta de los bombarderos británicos y estadounidenses que habían atacado a la Alemania nazi y había llegado al Pacífico en 1944, cuando la campaña de las Filipinas. Enseguida se mostró como un avión superior a cualquier rival japonés; no era un bombardero, pero tampoco era un avión inocente: ametrallaba al enemigo, tropas y transportes, en medio de una oleada furiosa de ataques aliados contra Japón, que había perdido ya la guerra pero se negaba a la rendición.

Cuando McDilda cayó en manos japonesas, hacía dos días que Hiroshima ardía bajo el fuego atómico y el alto mando japonés, sus oficiales superiores y subalternos y hasta el más inexperto de los civiles, se preguntaba qué era aquella arma nueva, desconocida y letal que lo destruía todo a través de la alteración del átomo. A McDilda le vendaron los ojos y lo pasearon un rato largo por Osaka, para que centenares de civiles le pegaran a destajo, lo escupieran de arriba abajo y le maldijeran a todos sus antepasados, antes de encerrarlo en los cuarteles de la Kempeitai, la temible policía militar japonesa, experta en torturas. Con Hiroshima en llamas y un piloto americano en sus manos los interrogadores japoneses creyeron tener un diamante en bruto como prisionero.

Los primeros interrogatorios, que incluyeron algunos cortes precisos a cuchillo, nada grave, nada que comprometiera la vida de aquella joya, incluyeron dos preguntas clave: qué era y en qué consistía aquella poderosa bomba atómica y cuántas había en el arsenal de los norteamericanos. Deseoso de salvar su vida, al menos de evitar mayores daños en su cuerpo joven, es probable que McDilda hubiese dicho cuanto sabía. Pero no sabía nada, no tenía idea sobre el átomo y mucho menos podía conocer la capacidad de producción y almacenamiento de armas atómicas en Estados Unidos.

Sin saber qué decir por ignorancia absoluta, McDilda vio acercarse a un oficial japonés que desenvainó su katana, su espada ritual, le hizo con ella un corte leve en la cara, miró deleitado cómo corría la sangre sobre su odiado enemigo y le dijo: “Si no hablás, te decapito”. Ante semejante oferta, en verdad más alternativa que ofrecimiento, McDilda habló. Y mintió, mintió mucho con esa lúcida capacidad que tiene el terror de desarrollar la imaginación.

Los japoneses incorporaron la tortura a sus prisioneros como un elemento más, común y justificado, de la guerra. El historiador Max Hastings, en su fantástica obra “Némesis – La derrota del Japón 1944-1945” lo juzga como un drama cultural. Los japoneses, que preferían la muerte antes que la rendición, tampoco la aceptaban de parte de sus enemigos: quien se rendía, se convertía en un ser deshonroso y despreciable y por lo tanto era merecedor del más terrible de los destinos. Recién después de la guerra, una vez liberados los prisioneros, Occidente supo de las atrocidades cometidas por el imperio en sus campos de concentración en los que abundaron las decapitaciones, las torturas, los trabajos forzados, las muertes por inanición, por epidemias, por experimentos médicos, incluso por el asesinato de los presos una vez terminada la guerra. Cerca de ochenta mil soldados enemigos fueron enviados a los campos japoneses donde fueron obligados al trabajo esclavo, entre ellos la construcción de la línea férrea entre Tailandia y Birmania, conocida con el descriptivo nombre de “El tren de la muerte”. Hastings cifra una estadística inquietante. En la Alemania nazi, en los campos de Hitler, murió sólo el cuatro por ciento de los prisioneros de guerra británicos y estadounidenses. En tanto en los campos japoneses la cifra llegó al veintisiete por ciento.

McDilda tampoco sabía nada sobre los campos de la muerte, la cultura japonesa de la guerra, los suicidios rituales y la muerte por honor. Sólo le dolían los golpes y sentía correr su sangre por la cara. Así que reveló a sus interrogadores el secreto atómico según su entender, que era nulo. El disparate que esgrimió, según quién lo traduzca y según como se recuerde y cómo lo contó luego McDilda, se resume en pocas líneas. Dijo: “Como ustedes saben –no hay mejor sostén de una mentira que elogiar al adversario– cuando los átomos se liberan, se dividen en átomos positivos y átomos negativos. Los científicos americanos han logrado colocarlos en un gran contenedor y separar a unos de otros gracias a un escudo de plomo. Cuando el contenedor es lanzado por un bombardero, el escudo de plomo se funde, los átomos positivos y los negativos se unen y provocan un enorme estallido destructor, un enorme rayo que hace que la atmósfera de una ciudad sea empujada hacia atrás. Cuando la atmósfera retrocede, provoca una enorme presión que destruye todo lo que está debajo”.

Era un disparate grande como una catedral que dejó boquiabiertos a los japoneses de la Kempeitai: habían hecho bien en no matar a aquel prisionero que les dio dos datos más, fruto esta vez más de los deseos que de la imaginación del pobre McDilda: “Estados Unidos tiene más de cien bombas de ésas y el plan es lanzarlas sobre Tokio y sobre Kioto”. Era otro disparate, aunque a medias. Tokio y Kioto era el nombre de las únicas dos ciudades japonesas que conocía el piloto americano. Lo de las cien bombas atómicas era otro delirio de su parte, aunque avizoró en parte el futuro inmediato de la Guerra Fría y la carrera armamentística; sólo lo de Tokio tenía visos de realidad: Estados Unidos planeaba lanzar una tercera atómica sobre Japón, Tokio podía ser el blanco, pero eso recién sucedería cuando el tercer artefacto estuviese armado y listo para ser lanzado, ya entrada la segunda quincena de agosto.

La policía militar japonesa pasó de juzgar a McDilda como un prisionero más, a considerarlo un “prisionero de importancia”, una especie de “preso VIP” al que había que enviar a Tokio para que fuese interrogado por expertos. La mañana del 9 de agosto el aviador americano estaba frente a un científico japonés en el campo de concentración de Omori, uno de los veintitrés barrios vecinos a Tokio. El nombre de ese científico sí que se perdió en la historia, todo lo que se sabe es que no era militar, era civil y se había graduado en el City College de New York en los años 30, cuando la cooperación entre Estados Unidos y Japón era mutua y amplia. Al tipo le bastaron diez segundos para darse cuenta de que McDilda sabía de física nuclear lo mismo que un perrito faldero, y a McDilda le bastaron quince segundos para admitir que había mentido para que cesaran los castigos y salvar su vida. ¿Y ahora qué hacemos?

Ahora, el azar iba a jugar a favor del joven piloto. Cerca del mediodía de ése 9 de agosto, llegó otra terrible noticia a Tokio: una segunda bomba atómica había destruido la ciudad de Nagasaki, por lo que los captores pensaron que el joven primer teniente podía no saber nada de átomos, pero tal vez sí sabía algo del arsenal atómico americano. McDilda fue encerrado en una celda, lo alimentaron un poco, y lo dejaron en espera de su destino.

Seis días después, el emperador Hirohito anunció la rendición de Japón en un discurso grabado días antes, emitido por la radio nacional japonesa y reproducido por decenas de parlantes instalados en calles y plazas de Tokio. Diecinueve días después del discurso del emperador, el 2 de septiembre, mientras Japón firmaba la rendición a bordo del acorazado “USS Missouri” y frente al jefe de las tropas del Pacífico, general Douglas MacArthur, el campo de Omori fue liberado por el 4° Regimiento de Marines de Estados Unidos, y McDilda emergió de su breve y duro cautiverio. Con una historia para contar. Después supo que la bomba de Nagasaki le había salvado la vida y que su mentira se la había salvado dos veces a falta de una: la primera, a manos de sus torturadores en Osaka y, la segunda, luego de la rendición japonesa, cuando cincuenta prisioneros de guerra de la USAAF retenidos en esa ciudad, fueron fusilados poco después del discurso de Hirohito.

Esta es la breve historia de un antihéroe. McDilda sobrevivió a la guerra, recibió una condecoración por haber sido prisionero de los japoneses, su caso llegó hasta bien entrado el siglo XXI como un argumento que sostiene la inutilidad de la tortura. En medio del debate sobre los malos tratos a los prisioneros de guerra iraquíes por parte de Estados Unidos en 2003 y, luego, en la prisión de Guantánamo: “Algunos pueden argumentar que seríamos más eficaces si aprobáramos la tortura u otros métodos para obtener información del enemigo. Se equivocan. Más allá de que tales acciones son ilegales, la historia demuestra que también son frecuentemente inútiles e innecesarias.”, dijo en mayo de 2007 el general David H. Petraeus, entonces Jefe del Comando Central de Estados Unidos. Se supone que el general sabía de qué hablaba.

De todo esto, el primer teniente McDilda supo nada. Murió el 16 de agosto de 1998, a los setenta y seis años

Por Alberto Amato

Infobae

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