Un solo Señor, una sola fe
Hemos tenido un largo fin de semana, que comenzó con el Día de las Iglesias Evangélicas, y puede ser importante mirar el sentido de este día, que conmemora que el 31 de octubre de 1517 el monje alemán Martín Lutero puso, en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg, un listado de 95 tesis que condenaban diversos abusos de la Iglesia contra los fieles cristianos de esa época. Con ese gesto simbólico se dio origen a un movimiento de reforma que -en medio de la polémica- fue distanciando las posturas hasta la ruptura de la unidad de la Iglesia, dando origen a las diversas Iglesias evangélicas y protestantes.
Martín Lutero fue un cristiano que quiso poner remedio a una situación compleja en un momento difícil de la vida de la Iglesia, para eso dio un paso decisivo en la historia eclesial: poner la Palabra de Dios en las manos del pueblo creyente, de manera que esa Palabra fuese el principal alimento para la vida de los fieles.
Más allá de las simplificaciones -que han sido numerosas en la historia, por todos lados-, comprender la Reforma es entrar en un hecho histórico complejo en que se cruzan temas teológicos, conflictos políticos de la época entre los príncipes alemanes, y los cambios culturales de una nueva época que estaba naciendo. El hecho es que la reforma iniciada por Martín Lutero transformó la realidad de la Iglesia y de la sociedad. Es un hecho valioso en el desarrollo de la conciencia cristiana y -al mismo tiempo- doloroso en la ruptura de la unidad y comunión eclesial.
A lo largo de estos poco más de 500 años la relación entre la Iglesia Católica y las Iglesias nacidas de la Reforma no ha sido fácil y ha habido de todo: disputas teológicas, desprecios e ignorancias mutuas, polémicas estériles, hasta conflictos políticos y aun guerras vergonzosas. Pero, en el siglo pasado, comenzó a manifestarse, primero en Europa, un soplo del Espíritu entre muchos protestantes y católicos que sentían la urgencia del llamado del Señor Jesús a la unidad: “que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 20, 21). El camino en busca de la unidad eclesial en el respeto de la diversidad, compartiendo la fe en el Señor Jesús, la Palabra de Dios y el mismo bautismo, es lo que llamamos “ecumenismo”.
En este camino de búsqueda de la unidad eclesial se han dado pasos importantes, que son un regalo del Espíritu Santo para todos los cristianos: en el siglo XX hubo notables progresos -entre católicos y protestantes- en los estudios bíblicos y en la comprensión de la tradición teológica y espiritual cristiana, así como un mayor conocimiento de las fuentes históricas, sociales y políticas del siglo XVI. En 1948 se fundó el Consejo Mundial de Iglesias, y entre 1962 y 1965 tuvo lugar el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia Católica vivió un profundo proceso de renovación que -entre otras cosas- cambió la mirada y la actitud hacia las otras Iglesias cristianas.
Luego, en 1967, se creó la Comisión de Diálogo Teológico Católico – Luterano, y fruto de sus trabajos, en 1999, salió a la luz la “Declaración conjunta Católico – Luterana sobre la doctrina de la justificación”, con una comprensión común de esta doctrina teológica, la cual había sido uno de los puntos iniciales de la controversia.
Desde entonces, la Iglesia Católica y la Federación Luterana Mundial, trabajaron para publicar en el 2013 el documento “Del conflicto a la comunión”, con una comprensión común de la conmemoración de los 500 años de la Reforma. Esta conmemoración común fue iniciada el 31 de octubre de 2016 en la Catedral Luterana de Lund (Suecia), en una liturgia concelebrada por el Obispo luterano de Lund y el Papa Francisco.
Todavía son muchos los pasos de unidad que tenemos que ir dando entre todos los cristianos de las diversas Iglesias para vivir el llamado del Señor Jesús a la unidad (Jn 20, 21), pero los pasos de cercanía que se han ido dando -también en nuestro país y en nuestra región- son una luz que anima la esperanza de la unidad en el respeto de las diversas tradiciones cristianas, para que así -como dice el Señor Jesús- “el mundo crea que Tú, Padre, me has enviado”.