Algunos recuerdos de la Escuela 7 (3).
Como ya señaláramos, la Escuela 7 se trasladó desde su ubicación transitoria en el viejo Hotel “Kosmos” en el transcurso de 1967. Llegamos entonces al flamante y actual edificio “nuevo” en Chiloé 1443.
La nueva estructura fue obra de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, entidad constituida por capitales públicos y privados que operó entre 1937 y 1987 con el objetivo de “construir y transformar propiedades destinadas a establecimientos educacionales en terrenos y edificaciones de propiedad fiscal o particular” (“Arquitectura escolar pública como patrimonio moderno en Chile”; Claudia Torres Gilles, Soledad Valdivia Avila y Maximiano Atria Lemaitre).
La construcción se compone de dos pabellones conectados entre sí, claramente distinguibles; uno de ellos de dos niveles y a continuación, aprovechando la pendiente de la calle, otro de tres niveles. Contaba con casa para el Director y el Auxiliar y Clínica Dental equipada con sillón y otros accesorios.
Salíamos del vetusto Hotel “Kosmos” para llegar a la modernidad en un edificio construido especialmente para fines escolares; amplio, iluminado, todo nuevo. Las relucientes baldosas de los pasillos dejaban atrás los viejos pisos del Hotel, las -en su tiempo- lujosas habitaciones del “Kosmos” daban paso a las salas de clases.
Al ingresar por la puerta principal de calle Chiloé nos encontrábamos con un hall de distribución donde estaban las oficinas administrativas y del director, la sala de profesores, la clínica dental y el pasillo por el cual se accedía al Salón de Actos y en el cual había dos puertas de doble hoja que daban a las escaleras exteriores, que descendían hasta el amplio patio exterior. A la derecha del Hall está el acceso al pabellón de tres niveles.
Los profesores circulaban por la puerta principal, en tanto el ingreso y la salida de los alumnos era por el portón de calle Boliviana, que daba al patio exterior. Al final de este patio por Boliviana estaba la “Carbonera”, que hacía las veces también de “Leñera”, pues la escuela tenía calefacción mixta con calentadores en cada sala; eran los recordados “Caloríferos Calorey” de color café claro metálico. Generalmente estábamos atentos a cuando se terminaba el carbón o la leña, para ofrecernos voluntariamente a ir a la “Leñera” y así reponernos del esfuerzo intelectual que significaba estar en clases.
El ya referido salón de actos hacía las veces de gimnasio; ahí nos llevaban para las clases de “Gimnasia”; así se llamaba el ramo que hoy se denomina “Educación Física” y ahí practicábamos ejercicios y jugábamos baby fútbol con la necesaria pericia para no romper los amplios ventanales que llegaban hasta el suelo. Contiguas a este salón estaban las duchas, por las cuales era obligación pasar después de las clases de “Gimnasia”.
Pero el fin principal de esta dependencia era otro; por algo se llamaba “Salón de Actos” y ahí se celebraban las cosas importantes: el aniversario de la escuela, el Día del Maestro, las Fiestas Patrias, el 21 de Mayo, entre otros. Entonces era el momento que los alumnos demostráramos nuestras dotes y algunos han conservado una fama que ha perdurado hasta el día de hoy: había quienes cantaban, recitaban o hacían fonomímica (con medios tecnológicos precarios, por supuesto). Y así brillaban quienes interpretaban las canciones de Raphael, Sandro, Yaco Monti, Rolando Alarcón o Los Iracundos, mientras otros declamaban los versos de Gabriela Mistral, Pablo Neruda o el argentino Héctor Gagliardi (“El poeta de las cosas simples). Todo era “A capela”; no había micrófonos, pistas ni amplificadores, y vaya que había que tener voz y afinación para hacerse oír ante una audiencia atenta a la actuación, pero también a cualquier error, por lo cual los “artistas” sabían que los aplausos de cortesía no tenían mayor significado; el veredicto final venía en los recreos por medio de risas contenidas o “imitando al imitador”. Dicho de otro modo, en el Salón de Actos se pronunciaba la tribuna, en tanto la voz de la galería se escuchaba en los recreos.
En ocasiones y por razones que desconocemos, también se presentaban en el Salón de Actos números que llegaban “desde fuera” en las más diversas disciplinas: música, baile y otras variedades. Pero lo que más nos llamó la atención fue cuando una tarde actuó para nosotros el Mago “Menedin”. Se trataba de Armando Manedin, un mago que tenía cierta fama a nivel nacional y paralelamente a su actividad artística, era dramaturgo, cuentista, novelista y poeta; algunas de sus obras se encasillan en el género de la ciencia ficción. Este argentino avecindado en nuestro país quiso llegar más lejos y fue editor y en tal calidad creó y dirigió una de las colecciones más señeras de la literatura chilena de la década de 1960: “El viento en la llama”. En dicha colección publicó entre otros a: Juvencio Valle, Pablo Neruda, Jorge Teillier, Teófilo Cid, Juan Tejeda, Angel Cruchaga Santa María o Ester Matte.
Continuará…