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Una filosofía budista del territorio

Por Alejandra Mancilla Domingo 17 de Noviembre del 2024

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En filosofía política occidental, la mayor parte de las teorías que buscan justificar los derechos territoriales de individuos, grupos o Estados basan parte de su justificación en la importancia de los apegos (en inglés, “attachments”). En estos argumentos de “conexión”, lo que se resalta es el valor particular que guarda cierto territorio para cierta gente, o el valor del esfuerzo invertido en dicho territorio por esa gente. Al estilo de Locke, por ejemplo, se dice que el grupo relevante ha “mezclado su trabajo con la tierra”, y en ese acto se la ha apropiado. También puede usarse la cultura e historia de un pueblo, en directa relación con el lugar X, para justificar por qué dicho pueblo tiene derechos sobre X (creo que no necesito mencionar el ejemplo obvio en el que el lector seguramente estará pensando en este momento). El apego a un lugar como razón para apropiárselo y controlarlo no es cuestionado por los argumentos de conexión, sino más bien asumido. El apego al territorio tiene un valor moral que debe verse reflejado en la política y la ley. La lucha de los pueblos indígenas por mayores derechos de autodeterminación en los que consideran sus territorios ancestrales es un reflejo claro de esta manera de pensar, así como también la lucha de quienes forman asentamientos “ilegales” con la esperanza de que el tiempo los legitimará. 

En filosofía budista, el apego o “upadana” es la principal fuente de sufrimiento y algo que debemos superar si deseamos alcanzar el nirvana. Los apegos nos hacen quedar enganchados, detenidos, paralizados. Pueden ser a cosas, a lugares, a personas, a experiencias pasadas. El apego surge como una estrategia animal de defensa ante el cambio permanente. Si no puedo controlar lo que pasa en la calle, al menos puedo controlar lo que pasa en mi casa. Si no puedo controlar lo que pasa en mi casa, al menos puedo controlar lo que pasa en mi closet. Si mantengo mi closet ordenado, me defiendo del caos. O eso queremos creer. El miedo a la impermanencia nos hace tratar de agarrarnos de lo que se pueda: el marido, la mejor amiga, los hijos, el jardín, las memorias de un viaje. Pero eso es ilusorio: las personas de hoy serán otras mañana, y las relaciones de hoy no serán las de mañana. Al jardín le puede llegar una peste que arrase con todo. Las memorias no cambiarán, pero una vida dedicada a ellas exclusivamente no es la más recomendable. La libertad verdadera requiere dejar ir, abrazar el cambio interno y externo y no echar raíces. 

Se puede criticar a la filosofía budista, como a la estoica, de exigirle demasiado a las personas. Sin apego no seríamos humanos. Sin embargo, creo que hay una lección importante aquí para las teorías de territorio donde el apego es tan central para la justificación. Si fuéramos un poco más budistas y un poco menos apegados a la hora de dar argumentos para el control de un agente N sobre un territorio T, seguramente tendríamos menos guerras y más libertad de movimiento. Los Estados modernos asumen que una nación (esto es, un grupo más o menos homogéneo y reconocible) es soberana en su territorio. Esto los lleva a gastar cantidades desmesuradas de energía y recursos en proteger sus fronteras, crear una identidad nacional y proselitizar desde la infancia. Si esos mismos recursos fueran usados para ordenar flujos más ordenados de personas y cosas, crear identidades más cosmopolitas o planetarias y educar a sus niños en ellas, me cuesta creer que aquello no sería un avance. Creo que una filosofía budista del territorio desreificaría al Estado-Nación, daría más libertad a las personas y permitiría solucionar conflictos territoriales de manera pacífica. Es un ideal, claramente (los mismos budistas no siempre han practicado su filosofía: se han visto monjes budistas predicando todo lo contrario en India y Birmania). Pero es un ideal importante cuando se ven los extremos a los que puede llevar creer que a un pueblo le pertenece una tierra por derecho humano o divino.

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