Don Mandantonio
No era propietario de un talento extraordinario para llegar a La Moneda. Más que en su intelecto, su carrera política giró en torno a la astucia y al conocimiento de la psicología criolla. No era un orador de fuste ni cosa que se le parezca. Eso sí, era un polemista oportuno, aunque ello no era suficiente como para llegar tan alto en la azarosa carretera política.
Presidente de Chile entre los años 1942 y 1946, había nacido en la modesta comuna de Cañete. Huaso de tomo y lomo, Juan Antonio Ríos quedó huérfano de padre a temprana edad. Se fue a Concepción y allá se transformó en radical, masón y bombero, una triada insoslayable para esos años. Partidario de Carlos Ibáñez, no podía sentir a don Arturo Alessandri. Dicho en términos faunescos, se llevaba bien con el Caballo (Ibáñez) mas no así con el León (Alessandri).
Ya dije que por ser ibañista fue expulsado del Partido Radical. En la Cámara se sentaba al lado del falangista Ricardo Boizard, a quien le confesó:
– Aunque el partido me haya expulsado, en diez años más llegaré a ser presidente de este país.
Y su profecía se hizo realidad cuando frisaba los 54 años de edad.
Ya sentado en el sillón de O’Higgins, tuvo que hacer frente a una serie de rencillas y transacciones espurias de su propio partido, pero “don Mandantonio” estaba hecho para resolver entuertos.
Los radicales llegaron al poder, pero no en solitario. Les acompañaba una vieja gordinflona y pesada llamada Inflación. Por eso durante su breve presidencia don Juan Antonio llegó a tener dos ministros de Hacienda: Guillermo del Pedregal (1942) y Arturo Matte (1943). Eran los tiempos en que los sueldos subían por la escalera y los sueldos por el ascensor.
Con la salud a maltraer, tuvo que ceder ante las presiones de su partido. Más aún cuando un cáncer al píloro empezó a minar su salud de hierro. Se hacía urgente operar y la intervención se hizo poco después que don Juanito Antonio entregara el mando a su ministro de Interior, Alfonso Quintana. Retomó sus funciones más flaco que un faquir a régimen y él mismo lo echó a la broma: -“Me faltan solamente la túnica y el chivo para parecerme a Mahatma Gandhi”.
Es difícil asimilar que pese a su don de mando, don Juan tuviese sentido del humor. El Premio Nacional de Literatura Julio Barrenechea le contaba a mi padre una anécdota muy original y desconocida. Cierto día estaba el escritor en el despacho de don “Mandantonio”, cuando entró a la oficina un militar de alta graduación. Se cuadró con gallardía, le dio cuenta de una misión cumplida, recibió otra orden del Presidente, giró sobre sus talones, taconeó y desapareció con la misma rapidez con que había llegado.
El Presidente se acercó a Barrenechea y le dijo:
-“¿Ve, don Julito? Por eso me gusta tratar con los militares. No discuten. Este mismo asunto llevado a una Asamblea Radical sería discutido durante tres meses y no saldría nada”.