María Angélica Andrade Gallardo: una vida entregada a la infancia en la ruralidad
A comienzos de la década del 90, la llegada de la educación preescolar a los sectores más apartados de Magallanes no sólo representaba un desafío logístico, sino también un cambio cultural profundo. En Puerto Edén, María Angélica Andrade Gallardo, educadora de párvulos de la Junji Magallanes, comenzó a dar sus primeros pasos. Ahí recibió la oportunidad de implementar un proyecto educativo innovador, vinculado a la cultura local. El programa, impulsado por la Universidad de Magallanes y coordinado por la profesora María Victoria Peralta, se centró en la creación de un jardín infantil con un currículo cultural pertinente, adaptado a la cosmovisión kawésqar y la tradición pesquera de la zona.
La travesía para llegar a Puerto Edén era una aventura en sí misma. Las docentes debían embarcarse en una lancha de la Armada, descender a un pequeño bote e ir sacando el agua con un recipiente mientras se acercaban a la costa. Una vez en tierra, comenzaban las visitas domiciliarias para explicar a las familias la importancia del jardín infantil y sus beneficios. Sin embargo, la resistencia inicial era evidente. La idea de que los niños permanecieran la mayor parte del día fuera del hogar generaba desconcierto, pues las madres históricamente habían sido responsables exclusivas del cuidado infantil.
Convencer a los padres fue una tarea ardua. Para ello, se realizaron actividades demostrativas con materiales básicos, como masas para modelar, y se mostró cómo los niños podían desarrollar habilidades a través del juego y la interacción guiada. Con el tiempo, las familias comenzaron a comprender el valor del aprendizaje temprano, permitiendo que niños de entre 2 y 5 años fueran parte del programa.
En paralelo, en Puerto Williams se creó otro jardín infantil con un enfoque similar, pero adaptado a la cultura yagán. En ambos casos, la relación con las comunidades indígenas requirió paciencia y respeto. Las educadoras debían esperar largos periodos antes de recibir respuestas a sus consultas, demostrando así su compromiso y generando un vínculo de confianza. Sólo tras esa fase de acercamiento, los habitantes compartían relatos, canciones y conocimientos ancestrales que serían incorporados al currículo.
Condiciones complejas
Las condiciones de vida eran extremadamente complejas. Sin acceso a teléfonos ni internet, las docentes quedaban completamente aisladas durante sus estadías, que podían extenderse entre ocho y diez días. Se hospedaban en una Posta de Salud abandonada, donde debían limpiar paredes infectadas de babosas y adaptar camas con ropa que debía protegerse del intenso humo de la calefacción a leña. El agua provenía de tambores de lluvia y, en invierno, debían romper el hielo para poder asearse.
El transporte también era un desafío. El viaje en transbordador desde Puerto Natales a Puerto Edén tomaba hasta 26 horas. Al llegar, las docentes debían coordinar con otros servicios públicos para movilizarse a través de la región, aprovechando salidas de postas y operativos sanitarios.
El trabajo en la ruralidad fue expandiéndose con el tiempo. En 1992, la Junta Nacional de Jardines Infantiles (Junji) impulsó un programa de educación a distancia para párvulos. Se realizaban visitas para inscribir a los niños y luego se enviaba material educativo, acompañado de un componente radial. En su punto más alto, el programa atendió a 500 niños en toda la región, con sólo dos educadoras a cargo.
El modelo magallánico de educación preescolar en zonas aisladas fue un referente que inspiró a otras regiones de Chile y países latinoamericanos. Representantes de Nicaragua y otras naciones viajaron a conocer la experiencia del jardín a distancia, que se convirtió en un paradigma de inclusión educativa en contextos de alta dispersión geográfica.
El impacto de esta labor en la vida de las docentes fue significativo. Angélica, quien formó parte del equipo durante décadas, destacó que la Junji representó una escuela permanente, un espacio de aprendizaje continuo y desafíos constantes.
Años después, su vocación la llevó a Atacama, donde asumió como directora regional de la Junji. En esta nueva etapa, el desafío fue otro: recorrer comunidades indígenas a más de 3.800 metros de altura, donde las tradiciones y creencias también influyeron en la forma en que se concebía la educación inicial. La puna y la aridez del desierto marcaron un nuevo tipo de desafío, en el que las comunidades diaguitas y collas requerían un enfoque educativo que valorara sus saberes ancestrales. Así, la misma educadora que alguna vez navegó los fiordos australes terminó su carrera sorteando los caminos de tierra de la alta cordillera.
En la actualidad, Angélica continúa comprometida con la educación desde diversos frentes. Se ha desempeñado como supervisora, directora regional y subdirectora de calidad educativa, siempre con la convicción de que la educación pública es la herramienta más poderosa para transformar vidas. Su labor se centra en fortalecer la gestión educativa, asegurando que ningún niño quede fuera del sistema por razones geográficas o culturales.