En memoria de Carlos Hidalgo Guerrero (Q.E.P.D.)
Finalmente, nuestro amigo Carlos no era el que presentíamos hasta el convencimiento. Sí, nos equivocamos al pensar que había en él una mezcla curiosa de ave Fénix y de cigarra perezosa que vuelve a cantar después de sus meses de sueño silencioso. El lunes pasado, sus cansinos pasos por la calle Providencia se detuvieron cuando había transcurrido el mediodía, y su voz, ya cansada, se apagó para siempre. Sólo el eco lejano de palabras y sonrisas derrochadas resuenan aún en algunos destellos que escuchamos, pero que se van perdiendo con las horas, hasta alcanzar el silencio.
El haber renacido del Covid después de meses de agonía hace tres años, nos había hecho imaginar que su rescate desde el limbo lo conduciría a tener la vida más larga del mundo; que nos enterraría a todos en el ocaso de la carrera, que sería el último en abandonar la hermosa nave en la que nos embarcamos hace ya un buen par de décadas, entre los bancos de madera del colegio San José. Cierto es que su vitalidad, humor y, hasta porfía, doblegaban una a una las graves enfermedades que lo aquejaron, como un primer cáncer, neumonías y complicaciones al hígado. Estamos ciertos que esta vez, vencería también a la leucemia, o viviría con ella por muchos años, como nos decía al preguntarle por su estado de salud, últimamente.
Todos estos males, los soportaba estoicamente, sin demostrar sufrimiento. Los domesticaba dentro de su cuerpo con la ayuda de quimios y remedios y, provisto de esa energía que extraía, probablemente, desde sus mismas entrañas, terminaba por burlarse de ellos. Retomaba entonces su trabajo, volvía al café Di Lucca, para juntarse con sus amigos y para disfrutar de cada uno de los momentos gratos que solía ir a buscar por los recovecos de la vida. Su actitud de optimismo -de cierta despreocupación, incluso- era contagiosa, haciéndonos con ella deducir que así debíamos ser todos sus amigos: vivir cotidianamente en forma plena, placentera y despreocupada, disfrutar de los momentos de alegría, e irradiarla por los cielos con palabras simples, sonrisas, tragos de vino y miradas. Compartir con sus amigos se transformó en una sana obsesión -¿o talvez sería un llamado de auxilio incomprendido?- lo que, probablemente, le servía de ungüento para sanar algunas heridas del alma provocadas por su soledad.
Cada vez que podía viajaba a Punta Arenas para juntarse con su hermano, con Pepe y Miguel, sus amigos; y para revisitar el Paine, de donde enviaba fotos en medio de ventisqueros y guanacos, la sonrisa permanente dibujada en el rostro, resplandecientes sus ojos frente el paisaje azulado y las montañas nevadas. Porque habiendo sido porteño de nacimiento, se hizo magallánico desde los ocho años, y su regionalización fue desmedida y apasionada, hasta los huesos, solo comparable a su pasión por el Everton.
Viajero permanente en busca de nuevas aventuras, vivió en Santiago, París, Buenos Aires, Montevideo y Mendoza. Pero viajaba también a los Estados Unidos, para juntarse con Tomás, su hijo, o con su hermano Jaime, cuando aún vivía. Ahora, estos meses, planificaba volver a París y pasar a vernos a Croacia.
Carlos sufrió su gran derrota el lunes pasado. Junto a Lorenzo, lo acompañamos hasta su último respiro. Lo hicimos también en nombre de quienes, por la distancia, no pudieron estar a su lado. Antes de cerrar su departamento, tomé el libro que estaba en el velador y que le había regalado en noviembre pasado. Entonces, leí la dedicatoria que le escribí en esa ocasión y que hoy comparto: “Para Carlos, mi compañero de curso, de pieza y de cama, de convicciones y dudas, de rutas de vida por países recorridos, y de tantas otras cosas que nos fueron moldeando juntos. O sea, para Carlos, mi amigo”.
Descansa en paz, querido Carlos. Guardaremos tu espíritu. Te aseguro que estarás presente en medio de nuestras charlas, brindis y recuerdos.