Su majestad el fútbol
Era la década del 60 y mi familia vivía en Viña del Mar. Por entonces era yo un mocoso de pantalón corto que comenzaba a vibrar con el balompié y con mi equipo de fútbol de siempre: Audax Italiano.
Apenas mi padre se enteró que manejaba bien la pelota, resolvió llevarme al Estadio Sausalito, a ver “fútbol del grande”.
Por cierto, veríamos el partido en que Audax Italiano enfrentaba a Everton, que las oficiaba de local.
En la delantera de Audax sobresalía Roberto Gentillini, el argentino que hizo de las suyas en River Plate y vino a quemar sus últimos cartuchos a la oncena verde.
Terminado el partido, mi padre -que ya tenía carnet de radiodifusor y de intruso, y hacía amigos con pasmosa facilidad- me llevó a los camerinos. Saludó a mucha gente y finalmente me presentó a Roberto Gentillini…¡en persona!
Le dijo que yo era hincha de su fútbol y del Audax. El argentino me estrechó la mano y casi me la achurrascó. Me hizo un cariño en la cabeza, en los tiempos en que yo era más pelo que carne.
Mi padre me clavó la mirada y me dijo:
Y bueno… este es tu ídolo… dile algo.
Yo quedé demudado. No me salían palabras.
A los siete años había conocido al ícono del equipo de mis amores, pero una transitoria mudez, producto de los nervios me impidió hablar con él.
Esos estados de éxtasis los provoca muy a menudo el deporte.
Yo era sólo un integrante más de la fiel hinchada, esa que una vez por semana huye de la casa y acude a ver a sus ídolos.
La hinchada tiene espíritu propio y las graderías son su sede. Flamean las banderas, suenas las matracas, los petardos, los tambores, los pitos y comienza el vendaval de serpentinas. La ciudad queda solitaria por 90 minutos. La rutina se olvida y la pelota se convierte en la vedette de 22 jugadores y miles de fanáticos.
Es la magia del fútbol, la única religión que no tiene ateos.
Allí los hinchas gritan hasta desgañitarse, ofenden por un rato y se destemplan por otro tanto.
Fui de los que vi fútbol con estadios llenos.
Hoy no ocurre lo mismo. Hay mucho club con dinero más que seguidores lo que empobrece el espectáculo. Y bien sabemos que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Además, las temibles “garras” han emporcado lo que antaño era una fiesta familiar.
Como jugador aficionado fui de los buenos, pero un asma traicionera tronchó mis deseos de seguir practicando el deporte que algunos pseudo intelectuales de voz engolada ven como “cosa de seres impensantes”.
Craso error.
Albert Camus, un genio de las letras y rival de Sartre sentenció una vez: “todo lo que aprendí de Moral se lo debo al fútbol”.
Se sabe que Julio César era bastante diestro con ambas piernas y Nerón aunque no embocaba una, lo recomendaba. En los pies de los legionarios romanos, llegó la novedad a las islas británicas. Siglos después -en 1314- el rey Eduardo II estampó su sello en una real cédula que condenaba este juego plebeyo alborotador, “estas escaramuzas alrededor de la pelota de gran tamaño, de las que resultan muchos males que Dios no permita”.