¿Cuánto vale el show?
Por estos días hemos sido testigos de acontecimientos que han sido catalogados como “shows”, por muchas personas que han observado cómo sus protagonistas han deseado entregar un mensaje a la audiencia, pero parece “se les ha pasado un poco la mano”.
El caso más mediático ha sido la aparición de Carol Cariola cargando su guagua en el Congreso Nacional, no sólo para pasearla por los pasillos, pues lo más emblemático estaba reservado cuando desde la testera de la presidencia procede a levantar el puño mientras acurrucaba a su retoño de menos de una semana. Convengamos que la acusación de censura en su contra como presidenta de la Cámara pudo perfectamente ser omitida, dejando que la justicia actúe y considerando que sólo le quedaban unos días en el cargo, los que la diputada dedicaría a su maternidad. El legítimo derecho de Cariola de defenderse ante lo que consideraba una injusticia, resultó finalmente cuestionado más por la forma que por el fondo, quedando la sensación que lo observado la semana pasada pudo haberse evitado por el bienestar de todos, en especial por la vulnerabilidad de esa pequeña criatura al resultar expuesta ante tantas personas.
La otra situación que ha sido comentada como un espectáculo fue cuando Aníbal Mosa sale a duras penas de la Clínica Bupa, en silla de ruedas y ostentando un cuello y una bota ortopédica. El mediático dirigente albo salía de constatar lesiones que supuestamente fueron infringidas por Carlos Cortés, uno de los directores de Blanco y Negro, en una reunión donde, por lo visto, las pasiones sobrepasaron lo recomendable. Entre los condimentos de esta historia figuran las versiones diametralmente opuestas entre el mismo afectado y Alfredo Stöhwing, férreo opositor del timonel de la casa de Macul, donde a nivel dirigencial no se observa precisamente un grato ambiente laboral. Ni las versiones que declaran la brutal agresión, ni las que expresan que se cayó sólo al tropezar, ni el video que cubre parcialmente la imagen de la sala, ni que Mosa continuara sin problemas hasta el final de la reunión; aclaran lo que realmente aconteció, pero lo cierto es que don Aníbal al día siguiente presentaba una recuperación casi milagrosa si se consideraba lo “aporreado” que se le observó con tantos adminículos.
La discusión que los analistas realizan en ambas historias se relaciona con la legitimidad, pertinencia y autenticidad de estas “puestas en escena”: ¿resultan creíbles?, ¿poseen un efecto de persuasión en la opinión pública para obtener su anuencia y anular la posición antagonista?, o ¿simplemente caricaturizan posiciones que pudieron tener un fondo y contenidos legítimos que debían defenderse, pero de otra manera?
El tema da para mucho, pero por espacio sólo me gustaría comentar tres aspectos que creo pueden orientar la discusión: uno: en política prácticamente nada es espontáneo y natural; dos: las puestas en escena poseen una simbología que pretende imponer la propia posición por sobre la adversaria, pero no necesariamente se dirige a la audiencia en general, si no a reforzar las convicciones de los propios partidarios para robustecer la cohesión, y tres: la victimización muchas veces debe exagerarse para llamar la atención.
Detrás de una figura pública y política, especialmente si presenta alta exposición y depende de la gente para renovar su poder institucional, orbitan asesores que le guiarán en variadas temáticas con el fin de ejecutar acciones estratégicamente organizadas en pos de sus objetivos. Su efectividad dependerá de la experticia y sabiduría de estos asesores y la disciplina de la figura pública, pero casi nada de los que observamos tiende a “salirse del libreto”. Cada vez analizamos que muchas de las declaraciones, acciones o decisiones que observamos de los líderes no se relacionan con la lógica, el sentido común e incluso la realidad más obvia que percibimos en general, si no con ideas y principios que parecieran intransables por quienes los ostentan. Estas “ideas base” tienen mucho de funcionamiento emocional, por lo que generalmente se evalúan con los grupos cercanos y de confianza que, en una dinámica de autoservicio, se retroalimentan positivamente en forma permanente, desestimando la autocrítica que les podría llevar a mejorar sus prácticas. Como suele ocurrir a nivel individual o de grupos, lo que resulta obvio para un observador externo relativamente imparcial, es desestimado por quien o quienes lo viven desde dentro debido a la fidelización con sus compromisos.
La cultura del “show” no es nueva, es parte de la naturaleza humana respecto a la socialización, por lo que seguiremos viéndola más de lo que nos gustaría. No es exclusiva de algún grupo, todos la utilizan tarde o temprano según su conveniencia, necesidad o simplemente capricho. Si buscamos la tan necesaria “sobriedad” para confiar tomarnos en serio las temáticas relevantes, sería necesario valorar la lógica y la razón para reflexionar acerca de la realidad, el valor humano de los principios y el conocimiento e información genuinas, para que las personas evalúen utilizando el pensamiento crítico para reprobar lo negativo cuando sea necesario, evitando incondicionalidades basadas en la identificación emotiva. Aunque suene a utopía, vale la pena seguir intentándolo.