Carlos Ilnao: la vida atrapada en un cuerpo que se endurece
Luego de perder a su madre en un incendio y enfrentar la paraparesia espástica familiar, este hombre de 68 años vive en el margen de una sociedad que no ofrece respuestas para las enfermedades poco frecuentes.
Carlos Ilnao Milipilla (68) ha vivido gran parte de su vida enfrentando una doble batalla: una enfermedad rara que lo condena a la dependencia progresiva y la exclusión social que lo ha acompañado desde que era joven. Hace 15 años convive con la paraparesia espástica familiar, una enfermedad hereditaria que afecta la movilidad y el sistema nervioso, sumiendo a quienes la padecen en un deterioro físico paulatino. La misma condición afecta también a su hermana Gina, configurando un destino marcado por la fragilidad compartida.
La paraparesia espástica familiar provoca rigidez y debilidad en las piernas, haciendo que cada paso se vuelva una prueba de esfuerzo. Aunque la enfermedad tiene un origen genético, su evolución varía en cada persona. En el caso de Carlos, los síntomas comenzaron a manifestarse con mayor fuerza en la adultez, dejando en evidencia las dificultades para desplazarse y realizar tareas cotidianas.
“Antes tenía una voz fuerte, pero ahora se me enreda. He perdido piezas dentales por las caídas, y la prótesis que me hicieron no ha sido suficiente”, cuenta con resignación. A pesar de todo, Carlos se aferra a la vida con una fuerza admirable. “La pelea hay que darla todos los días”, dice con firmeza.
Esta enfermedad es poco frecuente, pero se ha dado a conocer debido a la campaña iniciada por Josefina Yaksic, madre que ha impulsado una cruzada de varios meses buscando financiar atención médica en España para sus tres hijos.
Una vida de pérdidas y resiliencia
La historia de Carlos está marcada por la pérdida. Su esposa falleció de cáncer en 1990, un golpe que lo sumió en una profunda depresión. “Intenté salvar a mi mamá, pero no pude. Al día siguiente, entré en un choque retardado. No podía responder ni escribir, sólo quería irme”, recuerda con dolor. Fue su hermana menor, también afectada por la misma enfermedad, quien lo llevó al neurólogo y logró que recibiera un diagnóstico definitivo.
El punto de quiebre en la vida de Carlos ocurrió en noviembre de 2010, cuando un incendio consumió la vivienda que compartía con su madre en la población Carlos Ibáñez. El fuego arrasó con todo lo que tenían y se llevó la vida de su madre, de 73 años y cuyo recuerdo permanece como una herida abierta. Aquella noche, la culpa se instaló en su espíritu, sumándose a la carga física y emocional que ya arrastraba. “No pude sacarla, no pude ayudarla”, repetía con angustia en los años siguientes, mientras la paraparesia avanzaba implacable sobre su cuerpo.
Desde entonces, su vida quedó suspendida en una especie de espera infinita. Los primeros años los pasó como allegado, durmiendo en un sillón en la casa de familiares, adaptándose a la rutina de otros hogares, sin un espacio propio donde lidiar con el dolor y la enfermedad. La falta de un lugar estable impactó aún más en su salud mental, sumiéndolo en cuadros depresivos que lo alejaron de cualquier posibilidad de rehabilitación.
Drama habitacional
El acceso a la vivienda fue un proceso largo, atravesado por la burocracia y la indiferencia. La casa ubicada en el sector Las Américas, a la que volvió luego de años, fue mucho más que un techo. Es la posibilidad de recuperar parte de la dignidad que la enfermedad y la pobreza le habían arrebatado.
La batalla contra
el olvido social
Carlos ha vivido en carne propia las carencias del sistema de salud y la falta de apoyo para quienes padecen enfermedades raras. “No hay una cuestión de ayuda. En el Servicio de Urgencia del Hospital, el adulto mayor no existe. Un borracho tiene más prioridad que alguien como yo”, denuncia con amargura.
Su vida no sólo ha sido una lucha contra la enfermedad, sino también contra un entorno que no está preparado para personas con discapacidad. “Las veredas están rotas, llenas de excrementos de perros. Moverse en silla de ruedas es una odisea”, plantea. Incluso los taxis se resisten a llevarlo. “Una vez, el taxista se enojó porque tenía que desarmar la silla y la carrera era al consultorio, le dije que de todos modos le daría $2.000 (mucho más de lo que vale esa carrera). Me gritó: ‘¿Para esto me llamaste?’”.
A pesar de las dificultades, Carlos ha logrado construir un hogar gracias a la ayuda de personas como Miriam Trujillo (Agrupación Derecho a la Vida) y la iglesia. “Yo llegué aquí sin nada, sin cama, pero lo he logrado”, dice con orgullo. Sin embargo, la pandemia lo dejó a medio camino en muchos proyectos, y ahora depende de programas municipales que, en ocasiones, lo excluyen por no estar completamente postrado.
La paraparesia espástica familiar no sólo impone limitaciones físicas, sino que también los condena al aislamiento social. La falta de acceso a tratamientos de rehabilitación, el costo de ayudas técnicas y la invisibilización de las enfermedades raras en las políticas públicas los dejan atrapados en un sistema que no reconoce su existencia.




