Filtraciones, poder y el incómodo ejercicio de la verdad
Las filtraciones incomodan. A veces irritan. Pero, sobre todo, revelan. Las publicaciones de conversaciones privadas entre autoridades políticas, incluyendo chats, audios y mensajes, han remecido la agenda nacional no sólo por su contenido, sino por la tensión que desnudan: el eterno dilema entre lo público y lo privado, entre el interés ciudadano y la conveniencia del poder.
Al calor de los hechos, hemos vuelto a oír reclamos de “campañas comunicacionales”, “guerra sucia” y “violaciones a la privacidad”, en boca de quienes hoy están bajo la lupa. Algunos incluso apelan a la ética periodística para deslegitimar la publicación de hechos o dichos que los exponen. Sin embargo, como bien recuerda Carlos Peña en su columna La profesión indiscreta, la virtud del periodismo no es la reserva, sino la indiscreción; no el pudor del poder, sino “el gusto por aquello que se oculta y no por el disfraz que lo cubre”.
El deber del periodismo es incomodar, no complacer. El medio no está al servicio de la autoridad, sino de la ciudadanía. Por eso, cuando un chat revela cómo se articulan decisiones políticas entre bambalinas, cuando muestra favoritismos, desprecio por las instituciones, lenguaje impropio o tráfico de influencias, no estamos ante un ataque a la privacidad: estamos frente a un caso de interés público, y por tanto, debe ser informado.
Es verdad que no todo lo que se filtra merece ser publicado. La prensa debe ejercer un juicio ético. Pero también es verdad que el juicio ético no puede quedar en manos de quienes están siendo expuestos. No puede aceptarse un estándar en el que solo es legítimo filtrar si el afectado es el adversario político o nuestra competencia, si estamos frente a un poder económico. Porque entonces no estamos defendiendo la privacidad, sino la conveniencia circunstancial del poder.
Ese doble estándar contamina el debate: se clama por la reserva cuando las filtraciones golpean al gobierno de turno o a un sector determinado, pero se aplaude cuando afectan a figuras de la oposición o a la competencia. Lo vimos en el pasado, lo vemos ahora. El problema no es la filtración, sino quién resulta herido por ella.
Mientras tanto, la ciudadanía, muchas veces confundida por este cruce de relatos, pierde de vista lo esencial: que la libertad de prensa no es un privilegio del periodista, sino un derecho de todos a saber cómo se ejerce el poder.
En ese sentido, el escrutinio público no puede depender del color político del filtrado. Si hay irregularidades, faltas éticas o indicios de delito, debe saberse, venga de donde venga. Pretender lo contrario es renunciar al ideal democrático de la transparencia, y aceptar que la verdad solo vale cuando favorece a los míos.
Vivimos en una era donde la tecnología ha hecho que la intimidad y la opinión privada se vuelvan vulnerables. Pero ese riesgo, cuando se ejerce el poder público, viene con el cargo. No hay poder sin control, ni control sin incomodidad.
Las filtraciones seguirán existiendo. Ante ellas, es esencial que los medios de comunicación evalúen rigurosamente la relevancia y el impacto de la información que deciden publicar. Ante ellas, es importante que no reaccionemos con la hipocresía de la conveniencia, sino con la madurez cívica de quien entiende que la libertad de prensa es, a veces, incómoda, pero siempre indispensable.