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Gobierno en práctica

Por Diego Benavente Viernes 11 de Abril del 2025

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Hay algo profundamente inquietante en ver a un país gobernado como si fuera una práctica estudiantil. No por la juventud de quienes hoy están al mando, sino por la sensación de que improvisan sus desafíos como si los fabricaran en una sala de ensayo. No necesitan adversarios para tropezar, se bastan a sí mismos. Gobiernan sin saber del todo qué país gobiernan, como si la complejidad de Chile fuera un mapa difuso, apenas ojeado antes de lanzarse a conducirlo.

Este gobierno sobrevive, en parte, al igual que la navegación por los canales con expertos prácticos nacionales, por la incrustación de viejos cracks concertacionistas, que, a mata de caballo y en medio del desorden, logran encauzar algo de acción efectiva. Es el realismo de la experiencia el que todavía contiene el ímpetu atolondrado de ciertas voluntades que confunden gobernar con opinar, y gestionar con declarar.

Chile, mientras tanto, sigue siendo ese país donde se diagnostica prácticamente todo y se resuelve nada. Un país cansado de la ignorancia presuntuosa que no quiere inventar la pólvora, pero sí le gustaría, al menos, que alguien supiera cómo usarla. Porque la crítica fácil abunda, pero el arte de proponer soluciones duraderas curiosamente se volvió escaso.

El mundo avanza llevado por los audaces, sí, pero por los audaces que saben a dónde van. No por quienes confunden audacia con atolondramiento, ni arrojo con desvarío. La política local, atrapada entre fuegos cruzados y un exhibicionismo constante en redes sociales, se ha vuelto un espectáculo donde muchos hablan, pocos escuchan y casi nadie busca los espacios de encuentro. Como si el único sentido de la conversación política fuera destruir al otro y celebrar su caída, no construir algo juntos. Se olvida con esto que el arte de la política se basa precisamente en el saber convivir en armonía, en comunidad y esto sin duda pasa, por encontrar y priorizar los puntos en común, pero respetando las diferencias inherentes a la diversidad.

El prurito de opinar sin filtros en redes sociales ha reducido la conversación pública a un ring donde cualquiera puede lanzarse sin saber del tema, sin matices, sin freno. Y cuando todos hablan al mismo tiempo, nadie escucha. Nos pisamos la huasca solos, una y otra vez.

En este contexto, el voto obligatorio asoma como una herramienta de moderación. Amplía el espectro de quienes deciden, y con ello, modera el tono. El voto voluntario, en cambio, tiende a entregar el poder a los extremos, a las cúpulas capturadas por los más ruidosos, los más ideologizados, los que no quieren consensos, sino victorias morales.

Chile sigue siendo un país hermoso, con vista al mar y corazón sensible. Pero también es un país que, ante cada problema gordo, reacciona como en un sketch de comedia, inventa un nuevo ministerio, crea un cargo, arma una comisión. Como si con eso se resolviera algo. Como vender el sofá de don Otto para que no se note la infidelidad, se saca el problema del radar, se le cambia el nombre, se lo entierra en una estructura, pero se evita entrar al fondo.

Quizás lo que falta no es más opinión, ni más estructuras, ni más eslóganes. Lo que falta es más país, más escucha, más conciencia del lugar común que compartimos. Y, sobre todo, más gente dispuesta a gobernar con sentido, no solo con discurso.

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