ProCultura: la ética del poder y el revés de una investigación politizada
La causa ProCultura, que en sus inicios prometía abrir una caja negra sobre el uso indebido de recursos públicos, ha sufrido un golpe severo con la decisión de la Corte de Apelaciones de Antofagasta de declarar ilegal el “pinchazo” del teléfono de la exesposa de Alberto Larraín y lo resuelto en por el fiscal nacional en cuanto a remover al fiscal Patricio Cooper de esta investigación. El argumento es claro y contundente: el persecutor excedió sus atribuciones al ordenar estas interceptaciones telefónicas, sin cumplir los estándares legales ni contar con los antecedentes que justificaran esta medida.
Lo que comenzó como una legítima indagatoria sobre el millonario financiamiento estatal a una fundación privada, ha terminado envuelto en sospechas de sesgo, protagonismo indebido y uso político del sistema judicial. El error procesal del fiscal no es un tecnicismo: es un retroceso grave que debilita la credibilidad de toda la investigación y pone en riesgo la sanción de eventuales responsabilidades reales.
En el centro del caso está la figura de Alberto Larraín, director ejecutivo de ProCultura, y su vínculo, directo o simbólico, con figuras del oficialismo, incluido el Presidente Gabriel Boric. Más allá de las relaciones personales, lo que se ha ido delineando es una red de confianza política que habría permitido que esta fundación accediera a cuantiosos fondos públicos, gracias a convenios con gobiernos regionales, muchos de ellos firmados sin licitación y con una débil rendición de cuentas.
El intento de la Fiscalía de asociar estos fondos al financiamiento de campañas electorales carece, hasta ahora, de pruebas concluyentes. La remoción del fiscal Cooper debilita aún más esta hipótesis y refuerza la tesis de una investigación que pudo haber cruzado los límites institucionales con el fin de generar un golpe político.
Esto no exonera a nadie. Las interrogantes persisten. ¿Por qué se canalizaron tantos recursos a ProCultura mientras otras organizaciones con arraigo territorial eran ignoradas? ¿Qué rol jugaron las recomendaciones, silencios o gestiones desde niveles superiores del Estado para favorecer estas transferencias?
En regiones como Magallanes, donde también hubo convenios millonarios, las respuestas siguen pendientes. Gobernadores, parlamentarios y otras autoridades deben explicar cómo se justificaron esas decisiones, con qué criterios se eligieron los proyectos, y por qué se favoreció sistemáticamente a una sola entidad.
El caso ProCultura, más allá del desorden judicial que lo envuelve, sigue siendo un llamado de atención sobre las zonas grises entre política, recursos públicos y fundaciones privadas. También es una prueba ética para una generación política que llegó al poder con la promesa de terminar con las malas prácticas del pasado.
El país necesita una explicación política -y ética- sobre lo que ocurrió y sobre los vínculos con quienes, al amparo de causas nobles, han construido redes de influencia y poder.
Como recordaba el rector Carlos Peña esta semana, la ética no es una virtud ornamental: es una obligación pública para quienes ejercen el poder. En esa exigencia, también se juega el futuro de la democracia.