Necrológicas
  • – Héctor Jorge Castillo Ortiz

El peligro de restaurar lo que ya perdimos

Por La Prensa Austral Lunes 2 de Junio del 2025

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Nos encontramos en la mitad de la década de la restauración de los ecosistemas, declarada por las Naciones Unidas. Si bien este llamado global es valioso, pues pone sobre la mesa la urgencia de recuperar la naturaleza degradada como una medida necesaria y eficiente en la lucha contra el cambio climático, avanzar en seguridad alimentaria, asegurar suministro de agua, entre otros muchos beneficios, este enfoque puede resultar peligroso si se vierte toda la atención en lo perdido y se deja en las sombras la necesidad imperiosa de conservar aquello que aún permanece intacto.

La restauración, necesaria y loable, no debe entenderse como un sustituto de la protección. Es necesario restaurar, sí, pero al mismo tiempo y con aún mayor urgencia, debemos resguardar aquellos ecosistemas de alta integridad que aún se mantienen funcionales y sanos. Son verdaderas joyas ecológicas que, muchas veces silenciosamente, continúan prestando servicios esenciales al bienestar humano pues aún no han sido profundamente alteradas por la acción humana.

El riesgo de una lectura reduccionista -donde sólo se actúe en función de lo que ya fue degradado, muchas veces con fines de compensación de emisiones o beneficios de mercado- abre la puerta a permitir la pérdida de ecosistemas sanos cuyo valor y funcionalidad son irremplazables. En ese contexto, resulta incluso paradójico tener el foco puesto en restaurar lo que nunca debió haberse degradado, cuando se tiene la opción de prevenir la pérdida de ecosistemas naturales intactos, con inversiones más costo-efectivas, resguardando los servicios que esta naturaleza entrega en beneficio de sociedades y economías hoy día.

Este razonamiento es particularmente relevante en Chile, donde aún contamos con ecosistemas terrestres y marinos que conservan una alta integridad ecológica. Un ejemplo de esto son las turberas, generosas esponjas retenedoras de agua y custodias milenarias de importantes masas de carbono global. Con una historia local de más de 12.000 años, estos humedales han permanecido en relativo silencio, haciendo su labor sin pedir nada a cambio. Pero en las últimas décadas, diversas amenazas -como la extracción de turba, la extracción indiscriminada de musgo pompón, la introducción de especies exóticas invasoras, el cambio climático, incendios y la expansión de actividades humanas- han comenzado a comprometer su integridad, con efectos locales tangibles como la disminución de la disponibilidad y calidad de agua para las comunidades locales.

Las turberas nacionales guardan casi 5 veces más carbono que aquel contenido en toda la biomasa aérea de los bosques de Chile, por lo que su degradación puede fácilmente anular los aportes logrados por políticas públicas climáticas ambiciosas, como ha sido el recambio del transporte público de la capital a buses eléctricos, comprometiendo el logro de nuestra meta de carbono neutralidad al 2050. Prevenir entonces la pérdida y degradación de nuestras turberas es, sin lugar a duda, una estrategia más costo-efectiva y sensata que intentar reparar sus impactos una vez ocurridos. Lo que muchas veces no es posible, dada su milenaria historia de formación. La oportunidad de cuidar las turberas es hoy. No hay mejor decisión que dejar intacto lo que está sano y funciona en todo su potencial. Con beneficios tangibles no sólo para generaciones futuras, sino para comunidades que hoy sienten los efectos de su degradación. 

El mandato es claro: poner al centro de nuestras políticas, decisiones y acciones la protección de ecosistemas de alta integridad, no sólo como una opción lógica, sino como una necesidad estratégica. Sólo así podremos evitar tener que decir en el futuro, con pesar, la frase “no sabíamos lo que teníamos hasta que lo perdimos”.

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