Invisibles bajo el crudo invierno: la historia de adulto mayor que vive en una toma
Eladio Avendaño Torres nació en Chiloé y llegó a Magallanes cuando tenía 19 años. Trabajó en el campo, en empresas y en distintos rincones de la región, tanto en Tierra del Fuego como en el continente. Hoy, a los 67 años, vive solo en una toma de terreno, frente a la villa Cardenal Raúl Silva Henríquez en Punta Arenas. Su hogar no tiene numeración. Tampoco tiene conexión formal a servicios básicos. Pero ahí permanece, en una vivienda autoconstruida, porque no tiene otro lugar adonde ir.
“Yo antes arrendaba. Si no era una casa, era una pieza”, relata. Pero su situación cambió drásticamente. Los ingresos no alcanzaban. Empezó a dormir en la calle. Hasta que un sobrino le habló de un sitio disponible y lo llevó en vehículo hasta el lugar. “Ahí me dijo: puedes cerrar y puedes llevar tu casita para allá”, recuerda. Así comenzó su vida en la toma. Al poco tiempo, junto a otras personas, fue levantando su casa con materiales que fue consiguiendo de a poco.
Sin embargo, nada ha sido estable. Durante una hospitalización, su casa fue desarmada y varias de sus cosas desaparecieron. “Tenía un rollo de malla. Me descuidé y me lo robaron. También tenía dos calentadores de fierro. No quedó ninguno”, relata. A lo anterior se sumó una placa solar que había instalado con esfuerzo para contar con energía. “Me cobró 22 lucas un caballero. Lo puso arriba en el techo. Igual se perdió”, dice resignado.
Se volvió a levantar
Desde entonces, ha vuelto a levantar todo con lo que puede. Cocina a leña, aunque el humo lo ahoga. “Hay que hacerlo todos los días, porque acá el invierno es largo”. Tiene asma, se cansa rápido, y caminar una cuadra entera requiere detenerse a la mitad. “Me mareo”, dice. “Yo ya estoy viejo. No puedo trabajar como antes”.
Las condiciones de vida no son sólo duras: también son frágiles. Eladio cuenta con una lámpara solar que carga durante el día, cuando el clima lo permite. La usa sólo cuando es absolutamente necesario. “No la prendo toda la noche. Me dura dos noches si la uso poco. A veces hay gente que me ayuda a picar leña. Pero la mayoría del tiempo lo hago yo, a pasitos”.
No tiene problemas con sus vecinos, pero no se siente seguro. Ha visto robos. Ha escuchado peleas. También sabe que la posibilidad de un desalojo siempre está latente. “Yo no tengo adónde ir. Así que aguanto nomás. ¿Que más voy a hacer?”.
Magallanes:
tres tomas activas
Según el Catastro Nacional de Campamentos 2024-2025, elaborado por Techo-Chile, en Magallanes hay actualmente tres campamentos activos, todos en la comuna de Punta Arenas. Si bien el número de asentamientos no ha variado respecto a la medición anterior, sí aumentó el número de familias que los habitan: un 32,1% más que el año pasado.
Hoy, en total, 263 familias viven en estas condiciones. El 46% de ellas tiene niños o adolescentes menores de 14 años; el 15% está compuesto por personas mayores y al menos 12 personas presentan alguna situación de discapacidad. Ninguno de estos campamentos ha sido cerrado desde su formación -entre 2010 y 2019- y la precariedad de acceso a servicios básicos sigue siendo alarmante: un tercio se conecta a la electricidad de manera informal, otro depende de generadores, y el acceso al agua potable se resuelve, en muchos casos, mediante camiones aljibes o soluciones improvisadas. Dos de los tres campamentos han recibido amenazas de desalojo.
Eladio conoce esa amenaza. Pero mientras espera una solución habitacional más estable, trata de mantenerse informado. Hace poco reunió todos sus papeles para postular a una vivienda tutelada. “Fui dos veces a dejar los documentos. Me dijeron que tenía que llevar también la Ficha de Hogar, para que vayan a ver cómo vivo. Ahí tengo una carpeta llena”, relata.
Asegura que le gustaría quedarse en el mismo barrio, en una casa donde pueda vivir tranquilo. “Yo no me meto con nadie. Vivo solo”, confiesa. Lo acaba de ver por televisión: otras personas ya recibieron llaves de viviendas entregadas por el Estado. Mientras tanto, él sigue ahí. En su mejora sin numeración. Con una lámpara que sólo prende si hay carga. Con estufa prestada, con madera que junta o le regalan. Y con el mismo frío que cala desde hace años en los inviernos largos del sur. “¿Qué voy a hacer? Me tengo que aguantar no más”, repite. Y se guarda en silencio.